Terele P¨¢vez: desquiciada clarividencia
Represent¨® la Espa?a negra como pocas porque la llevaba en la mochila vital, como mujer y como actriz
Equilibraba su bondad con una mirada del averno, corrida de r¨ªmel. La voz ronca, atemperada por palabras amables y sonrisas de cumplir, ante todo lo que consideraba absurdo. Por ejemplo, que la gente se extra?ara de que viviera con su hijo, Carolo, m¨¢s de que si lo hiciera con una boa constrictor. Pero es que era el ¨²nico que andaba siempre ah¨ª: entre las luces de una carrera contagiada por el efecto de sus hermanas y las tinieblas de una estirpe a la que la historia pas¨® recibo.
Para entender a Terele P¨¢vez hay que hurgar en su infancia. Su padre, Ram¨®n Ruiz Alonso, anduvo de una manera clara y directa implicado en el asesinato de Federico Garc¨ªa Lorca. Seg¨²n Ian Gibson, lo alent¨® como cabecilla de la Falange en Granada y se alarde¨® de ello. Las hermanas de Terele P¨¢vez, Emma Penella y Elisa Montes, brillaron tambi¨¦n como actrices. Y empujaron con motivaci¨®n a la peque?a de la familia hacia las tablas.
Lo asombroso fue como lo que pod¨ªa haberse convertido en estigma, y m¨¢s dentro del mundo del teatro, se transfigur¨® en algo digno de respeto. Por el sentido com¨²n y el buen partido que supo sacarle a determinadas circunstancias. Cuando a Terele se le preguntaba por sus hermanas, admit¨ªa hasta los piques que, naturalmente, surg¨ªan entre ellas. Lo hac¨ªa, adem¨¢s, consciente de que al ascendente maternal y protector de las mayores multiplicaba los conflictos. Y cuando le preguntabas sobre el padre, enfundaba la respuesta en una lealtad filial desarmante. Llegaba a entender la indignaci¨®n colectiva ante su figura y te dec¨ªa que, no sin ganas, las tres hab¨ªan prescindido de su apellido. Pero no pod¨ªa dejar de darle el beneficio de la duda, sin que se lo tuvieras en cuenta. M¨¢s en un pa¨ªs donde todas esas cosas de los padres y los hijos, se saben perdonar, aunque uno de ellos hubiera encendido la guerra de Troya, como fue el caso de Ruiz Alonso.
Llegaba a entender la indignaci¨®n colectiva ante la figura -a quien se relaciona con la muerte de Lorca- y te dec¨ªa que, no sin ganas, las tres hermanas hab¨ªan prescindido de su apellido"
Pero el morbo no contagiaba solo a los periodistas. Tambi¨¦n a sus compa?eros de profesi¨®n. Morbo que pod¨ªa haberse convertido en un simb¨®lico efecto de reconciliaci¨®n, si Terele hubiera aceptado representar ese papel casi a su medida: Bernarda Alba.
Imaginen, la hija de uno de los responsables del asesinato de Lorca encarnando al s¨ªmbolo que el genio del poeta metaboliz¨® en dramaturgia para plasmar la Espa?a m¨¢s tenebrosa. Pero Terele dijo no. Que a tanto no llegaba. Rechaz¨® las ofertas ¡ªno fue solo una¡ª, consciente de que hubiera? vendido mucho billete. Tambi¨¦n segura de que meterse a fondo en esa l¨ªneas y como carcelera de aquella casa te?ida de luto, la habr¨ªa sumergido en otro de sus hoyos.
Y ya hab¨ªa sufrido bastantes. Supo superar ¨¦pocas de trifulca y desamparo. De batallas con el alcohol y visitas de acompa?ante nada deseado en forma de locura. Hostales de colchones con p¨²as de donde siempre la sacaba el b¨¢culo de su hijo Carolo, m¨¢s que un triunfo aqu¨ª y all¨¢. Las tentaciones la sorprendieron en su ¨¦poca m¨¢s dorada, cuando como actriz fetiche de ?lex de la Iglesia, lleg¨® a ganar un Goya por Las brujas de Zugarramurdi. Claro que ya hab¨ªa cosechado tantos reconocimientos simb¨®licos en las cabezas de los espectadores que uno, f¨ªsicamente, entre sus manos, no extra?aba. Pero es que a Terele le cost¨® conseguir premios y no despreci¨® homenajes con tal de sentirse querida, reconocida, justamente tratada.
No en vano, hab¨ªa sabido representar con la misma convicci¨®n el l¨¢tigo y la espalda supurante de la Espa?a negra por haberlo vivido, por haberlo padecido. Y as¨ª nos aterraba y nos reflejaba con esa firme intensidad que le hac¨ªa acunar a la ni?a chica, mientras daba cobijo al hermano bob¨®n o se desquiciaba ante la mansedumbre del marido como la R¨¦gula, de Los santos inocentes, bajo las ¨®rdenes de Mario Camus. O nos salpicaba con sus p¨®cimas en La Celestina (con Gerardo Vera) con la misma dosis inquietante que le hizo convertirse desde El d¨ªa de la bestia en actriz fetiche de ?lex de la Iglesia.
Toda esa carga la soportaba P¨¢vez en pantalla con tanta verdad que hac¨ªa da?o. Con tanta entrega, que se colaba como en el sal¨®n de tu casa, hasta el desv¨¢n de las m¨¢s inquietantes miserias colectivas. Pocas actrices han representado nuestros fantasmas con una mayor desquiciada clarividencia.
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