De mis soledades vengo
A quien sufre ese mal le queda la duda de si no hab¨ªa algo por lo que mereciera tal castigo
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Hay, con respecto a Nueva York, un malentendido que resulta ya casi imposible de aclarar, pero esta cronista que es tozuda lo intenta, como intenta, infructuosamente, cambiar la imagen que de ella se hicieron los lectores en un primer vistazo. Ocurre que la idea que tenemos de esa ciudad est¨¢ prisionera en su mayor parte del territorio de los anhelos y los sue?os, hasta el punto de que no estamos dispuestos a que la realidad desbarate lo que durante tanto tiempo hemos fraguado al calor de la fantas¨ªa. Cuando yo escrib¨ªa cr¨®nicas desde Nueva York hab¨ªa quien deseaba que perpetuara la enso?aci¨®n para que la ciudad continuara siendo la tierra prometida; hab¨ªa tambi¨¦n quien, desde un punto de vista m¨¢s resentido o mezquino, ve¨ªa en el simple hecho de que vivieras all¨ª y escribieras sobre aquello una voluntad de esnobismo. Lejos de m¨ª la intenci¨®n de contrariar a quien me tiene por snob afirmando que no lo soy, para qu¨¦; dir¨ªa incluso que existe cierto placer en pensar que te imaginaban m¨¢s feliz de lo que eras y estabas menos sola de lo que realmente estabas.
Nueva York es el h¨¢bitat perfecto para almas solitarias y as¨ª es como uno se siente la mayor parte del tiempo. Es una experiencia que jam¨¢s padecer¨¢ el turista, aunque en alg¨²n momento est¨¦ capacitado para imaginarlo. Todo se confabula para que la relaci¨®n con los otros sea corta y fugaz: hay demasiada movilidad en la poblaci¨®n, los negocios aguantan poco en el mismo sitio, los dependientes o los camareros duran poco tras los mostradores, la gente se concentra en su ir y venir, camina r¨¢pido, bufa al que va lento y, para colmo, la soledad no est¨¢ mal vista. Lo ir¨®nico es que al otro lado del oc¨¦ano te imaginen sociabilizando sin parar en ambientes culturales. Sospecho que Truman Capote contribuy¨® con su versi¨®n alocada sobre el asunto y en eso nos hemos quedado. Da igual que sepamos que al final fue v¨ªctima de la soledad que queda tras una fiesta.
En?La ciudad solitaria. Aventuras en el arte de estar solo, la escritora inglesa Olivia Laing cuenta con valent¨ªa y desgarro c¨®mo experiment¨® el mordisco rabioso de la soledad cuando se vio, hace diez a?os, viviendo en Nueva York tras una ruptura amorosa: ¡°?Qu¨¦ se siente al estar solo? Es una sensaci¨®n parecida al hambre: como pasar hambre mientras alrededor todo el mundo se prepara un banquete¡±. A pesar de que mientras se padece esa privaci¨®n de la compa?¨ªa uno se siente comprensiblemente desgraciado, Laing quiso reflexionar, acariciar el trauma que hab¨ªa dejado en ella tal experiencia y se lanz¨® a la tarea de escribir este ensayo que cuenta algo de lo que con frecuencia nos avergonzamos: el momento de la vida en que nos parece que la soledad que arrastramos fuera como una enfermedad que el pr¨®jimo advirtiera y que rechazara nuestro contacto para huir del contagio. ¡°Esto significa ¨Cescribe Laing- que cuanto m¨¢s solitaria se vuelve una persona, m¨¢s pierde su habilidad para navegar en la corriente social¡±. Lo que se propuso esta brillante escritora fue sacar provecho de unos d¨ªas que cualquiera hubiera preferido dejar atr¨¢s, blindando el recuerdo en esa parte del cerebro en que archivamos todo aquello que no queremos contar. Pero ah¨ª est¨¢ la clave de su narraci¨®n, mucho se habla de la soledad en abstracto y poco de c¨®mo nos cambia incluso f¨ªsicamente cuando la sentimos como una enfermedad. La autora cuenta que perdi¨® hasta su capacidad verbal para comunicarse a diario. Por fortuna, conserv¨® la vocaci¨®n literaria y tras empaparse de la vida de otros solitarios, de otros raros que hicieron de su extra?amiento un motivo de inspiraci¨®n, construy¨® esta peculiar historia. Nos acerca a los padecimientos diarios de artistas solitarios o de raro encaje social, como Edward Hopper, Andy Warhol, Basquiat y el fot¨®grafo Wojnarowicz, entre otros. Al observar sus obras en relaci¨®n a la incapacidad para relacionarse comprendemos mejor lo que nos quisieron contar. El caso de Hopper es paradigm¨¢tico porque Laing esboza la teor¨ªa de que el pintor no pretend¨ªa convertirse en el artista de la soledad, como as¨ª ha quedado se?alado en la historia de la pintura, sino que sus im¨¢genes eran la expresi¨®n exacta de un car¨¢cter huidizo, hura?o, poco comunicativo, uno de tantos hombres burbuja que pasean la ciudad sin rozarse con los otros, de la misma forma que no interact¨²an los personajes de sus cuadros.
Es dif¨ªcil hablar de lo solo que se ha estado. A quien ha sufrido ese mal le queda siempre la duda ¨ªntima de si no hab¨ªa algo por lo que mereciera tal castigo; de si la soledad no es al fin una pena que nos ganamos a pulso. Ni tan siquiera los psic¨®logos tienen, a juicio de Laing, mucho conocimiento de estos episodios porque el propio interesado los intenta borrar de la biograf¨ªa para no desacreditarse. Olivia Laing habla de algo que ocultamos, de un tab¨². Solo con leerla se van a sentir algunos de ustedes acompa?ados. Compartiendo soledades se reduce el infierno.
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