La intolerancia de los justos
Imbuidos en la primera persona del plural, protegidos por el grupo, acabamos silenciando las voces individuales, el discurso del que discrepa
Pocas veces saco el nosotros a relucir. Por un lado, porque respeto tanto la experiencia ajena que no quiero apropiarme de ella, prefiero la antigua conexi¨®n con el pr¨®jimo de la solidaridad; por otro, tengo la impresi¨®n de que cada vez que se utiliza, nosotras o nosotros, es para dejarse a conciencia a alguien fuera. La primera persona del plural se ha convertido m¨¢s que nunca en un pronombre excluyente, o al menos as¨ª lo percibo cuando la gente retroalimenta sus convicciones cada d¨ªa, pol¨¦mica tras pol¨¦mica, movi¨¦ndose dentro de un grupo homog¨¦neo, escribiendo para un p¨²blico seguro, sin arriesgar, no sali¨¦ndose jam¨¢s de la ortodoxia del colectivo dentro del cual se siente segura. Me irrita incluso cuando se le da al nosotros un uso familiar, casi tribal, hablando de las peculiaridades y similitudes gen¨¦ticas que nos distinguen de los otros. Prefiero pensar en singular, a pesar de que estos tiempos sean confusos y me vea a menudo incapaz de ordenar mis pensamientos.
De la voluntad de pensar en singular o entregarse a la primera persona del plural trata precisamente un art¨ªculo que le¨ª esta semana, The New Campus Censors (Los nuevos censores del Campus), escrito por David Bromwich, profesor de la Universidad de Yale, en la revista The Chronicle of Higher Education. Reflexiona Bromwich sobre la poca capacidad de los universitarios para aceptar el libre discurso y de c¨®mo los rectorados han contemporizado con esa intolerancia esgrimida en ocasiones por alumnos de apenas 18 a?os. Se supone que la esencia de la educaci¨®n universitaria es enfrentarse con pensamientos inc¨®modos, que nos repelen incluso, pero ante los que tenemos que ejercitar nuestra capacidad dial¨¦ctica. La cuesti¨®n es que las autoridades universitarias han aceptado que el estudiante es el cliente y que el cliente siempre tiene raz¨®n; si no la tiene, hay que buscar la manera, por muy retorcida que ¨¦sta sea, de conced¨¦rsela. El campus deja de ser un lugar de debate para convertirse en algo parecido a un hogar donde todo ha de procurarnos bienestar, hasta las opiniones ajenas, y si se diera el caso de que no nos gustan, en nombre de las grandes causas callamos la boca a un ponente o instamos a la direcci¨®n de una revista para que retire un art¨ªculo al no soportar que alguien escriba algo que va en contra de nuestros principios.
Le¨ªa el art¨ªculo e iba reconociendo tendencias colectivas en nuestro pa¨ªs de ese laboratorio de experiencias que es USA. No es extra?o, cada vez estamos todos m¨¢s cerca. Lo que cuenta el profesor Bromwich no solo afecta al portentoso mundo de los campus americanos; la intolerancia a confrontar las opiniones ha llegado hasta nosotros para quedarse, y mucho tiempo, me temo. Yo me eduqu¨¦ en la creencia, directamente heredada de quienes hab¨ªan sufrido la tijera franquista, de que la libertad de expresi¨®n era el primer mandamiento del acuerdo democr¨¢tico. Probablemente, lo m¨¢s rese?able de esa idealizada y denostada d¨¦cada de los ochenta fuera la capacidad de convivencia de tan diferentes tribus. S¨¦ de lo que hablo porque pas¨¦ por ella trabajando en medios de comunicaci¨®n p¨²blicos y creo que muchos de los que all¨ª coincidimos tenemos ahora esa sensaci¨®n: a pesar de la falta de sensibilidad que mostr¨¢bamos para ciertos asuntos (algo hemos aprendido), qu¨¦ felicidad retrospectiva la de recordar que no hab¨ªa que medir tanto las palabras como ahora, que nuestra piel y la de quienes nos escuchaban era menos fina.
Atribuyen esta hipersensibilidad a la opini¨®n ajena a una juventud no educada para enfrentar opiniones contrarias. No me convence la teor¨ªa. Mi sensaci¨®n es que la sociedad ha experimentado, en general, un proceso de infantilizaci¨®n. Usted y yo tambi¨¦n. Procuramos que nuestra visi¨®n del mundo se adapte a nuestro esquema moral, que a resultas de tan estrecho campo de miras se va haciendo cada vez m¨¢s mezquino. Yo misma reacciono a menudo con soberbia ante algo que no me agrada y de momento me urge el deseo de gritarlo a los cuatro vientos, aunque hago un esfuerzo de contenci¨®n y trato de rumiar un tiempo aquello que no me gusta. Por ver qu¨¦ pasa. Como si comiera un alimento hacia el que presumo cierta intolerancia. Y es que la realidad y la reacci¨®n que ¨¦sta provoca suceden demasiado r¨¢pido para m¨ª, confieso que mi mente no puede asimilarlas. Percibo que vamos en masa, arrastrados por la turbamulta, hacia el ¨²ltimo suceso o la ¨²ltima noticia, sinti¨¦ndonos impelidos a opinar r¨¢pido y de manera significativa. A ver qui¨¦n grita m¨¢s alto, a ver qui¨¦n se suma de la manera m¨¢s grosera posible y menos matizada para no quedar atr¨¢s en los anhelos de nuestro colectivo. De esta manera, imbuidos en la primera persona del plural, protegidos por el grupo, acabamos silenciando las voces individuales, el discurso del que discrepa, que es, al fin, quien nos obliga a pensar y a no vivir, como dijo Henry Roth, a merced de una corriente salvaje. Por noble que sea nuestra causa, ?somos m¨¢s justos acallando la opini¨®n del adversario?, ?nos hace m¨¢s felices?
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