Regalos
Esa experiencia de lejan¨ªa y rechazo que sent¨ª con Azor¨ªn fue la que me llev¨® a la literatura, justo porque ca¨ª bajo masas de palabras inabordables
Una se?ora boliviana le regal¨® a mi padre el tomo, suntuosamente encuadernado en cuero verde, cantos dorados, papel de seda, de las Obras de Azor¨ªn. Tambi¨¦n le regal¨® una chalina de vicu?a, de la que se iban apropiando, por turnos, varios miembros de la familia. El tomo de Azor¨ªn qued¨® para mi padre y para m¨ª. A veces, de noche, me le¨ªa unos p¨¢rrafos. Mis ocho a?os y mi vocabulario estrictamente rioplatense me imped¨ªan entender gran cosa. Pero me fascinaba el tono un poco alambicado que mi padre imaginaba como el mejor para un escritor espa?ol del que yo solo sab¨ªa que era uno de ¡°los de la generaci¨®n del 98¡±. Imaginaba que generaci¨®n era algo as¨ª como el grupo de quienes promocionan juntos, el mismo a?o, del mismo colegio; y que 98 pod¨ªa haber sido un aniversario importante para los espa?oles, una naci¨®n de la que solo sab¨ªa que hablaban parecido a nosotros, pero con sonidos cambiados, y que de all¨ª hab¨ªan llegado mi abuelo materno y un bisabuelo paterno. Ambos impecablemente gallegos.
Pero fue decisivo ese Azor¨ªn del que no entend¨ªa gran cosa. Una prima bastante mayor me dijo que otro de esa generaci¨®n era P¨ªo Baroja, escritor m¨¢s divertido. Eso es todo. Pero el lujo del libro de Azor¨ªn me atra¨ªa m¨¢s que las modestas ediciones de Baroja en la colecci¨®n Austral de Espasa Calpe. A los 12 a?os, decid¨ª secuestrar el tomo verde y dorado y empezar a leerlo met¨®dicamente. Me aburr¨ª muy r¨¢pido, porque estaba acostumbrada a las novelas de Julio Verne, que hoy se las juzgar¨ªa morosas, pero que entonces nos parec¨ªan atiborradas de acci¨®n (por supuesto, salte¨¢bamos las disquisiciones sobre geograf¨ªa, bot¨¢nica, astronom¨ªa o t¨¦cnica). Pensaba que saltearse estaba mal, pero no ten¨ªa otro remedio. D¨¦cadas despu¨¦s, leyendo a Roland Barthes, aprend¨ª que el lector estaba autorizado a saltear letra en determinado tipo de textos. Esa absoluci¨®n fue un alivio tard¨ªo de mi conciencia.
M¨¢s o menos en esa ¨¦poca (t¨¦ngase en cuenta que la infancia duraba m¨¢s que ahora), un cami¨®n me pas¨® por encima y qued¨¦ tirada varios meses en una cama de hospital. Alguien me trajo de regalo Tartar¨ªn de Tarasc¨®n, de Alphonse Daudet, profesando el malentendido de que era una novela infantil o juvenil. De nuevo, como con Azor¨ªn, me aburr¨ª a las pocas p¨¢ginas. No le encontraba ni comicidad ni intriga. Otra visitante quiso leerme Zalaca¨ªn el aventurero. Con el primer p¨¢rrafo ya se plante¨® un problema que ni la lectora ni yo est¨¢bamos en condiciones de resolver: un ¡°camino real¡± (lo contrario quiz¨¢ de un camino imaginario) ¡°tropieza¡± con una iglesia a la que ¡°coge dejando parte del ¨¢bside fuera¡¡±. Para lectoras argentinas, que el camino coja a la iglesia por el ¨¢bside era, sencillamente, un sacrilegio. La anfibolog¨ªa del verbo coger nos resultaba insuperable y tambi¨¦n tentadora. Aprend¨ª esas indeterminaciones del lenguaje. Lo mismo suced¨ªa con la poes¨ªa gauchesca. No ten¨ªa el vocabulario para entender los modismos ni las particularidades fon¨¦ticas.
No conservo ninguno de esos libros. No pensaba entonces que, a contracorriente, estaban cumpliendo un papel en mi vida. Excepto Stevenson, no eran entretenidos ni consegu¨ªan divertirme, pero me enfrentaban con una atrayente y terca resistencia. Me mostraban que yo no pod¨ªa entenderlos, que me faltaba algo para convertirme en lectora, excepto que aceptara serlo solamente de libros especialmente escritos para ni?os. Me di cuenta mucho despu¨¦s de que esa experiencia de lejan¨ªa y rechazo fue la que me llev¨® a la literatura, justamente porque ca¨ª bajo masas de palabras inabordables. Yo era una despose¨ªda que iba a lanzarme, con la furia de los despose¨ªdos, al ataque de la ciudadela.
Incluso libros m¨¢s sencillos (si se me permite este adjetivo) me planteaban dificultades que no pod¨ªa resolver: la cuesti¨®n de la esclavitud en Huckleberry Finn; la escuela dominical de la iglesia a la que obligaba a Tom Sawyer a que asistiera; la independencia de esas cuatro chicas sin padre que hab¨ªan formado una especie de cooperativa capitalista y piadosa en Mujercitas, de Louisa May Al?cott. Nadie consideraba necesario explicarme estas cuestiones de sustancia social. Finalmente, un visitante sensato me regal¨® La isla del tesoro, como si, con este gesto inteligente, me estuviera preparando para leer a Borges. Pero con la novela de Stevenson me paso al rev¨¦s: como no me parec¨ªa dif¨ªcil y pod¨ªa entenderla, no cre¨ª que estuviera leyendo un ¡°libro de verdad¡±.
A?os despu¨¦s, a los 17, me inscrib¨ª en la Facultad de Filosof¨ªa y Letras. Ya hab¨ªa le¨ªdo Baudelaire, Rimbaud, alg¨²n surrealista. Caigo decepcionada, traicionada, cuando el primer texto obligatorio es Un pueblecito, de Azor¨ªn. Mi soberbia adolescente se apoyaba en saber de memoria algunos poemas en franc¨¦s y en haberme fascinado hasta enamorarme de Julien Sorel, cuando le¨ª Rojo y negro durante mis ¨²ltimas vacaciones escolares. No esperaba que, dos meses despu¨¦s, la universidad me pusiera en la obligaci¨®n de estudiar el libro de cantos dorados de mi infancia.
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