Pen¨²ltimo e irresistible ¡®Trist¨¢n e Isolda¡¯ de Daniel Barenboim
Triunfo incontestable del argentino en la nueva producci¨®n de la ¨®pera de Wagner en la Staatsoper de Berl¨ªn, con divisi¨®n de opiniones para la muy irregular direcci¨®n esc¨¦nica de Dmitri Tcherniakov
Toda la historia de la ¨®pera converge en Trist¨¢n e Isolda: la anterior apunta decididamente hacia ella y la posterior brota irremediablemente de ella. No se arredra Daniel Barenboim ante su grandeza ni ante la leyenda negra que la acompa?a. El tenor que la estren¨®, Ludwig Schnorr ¨Cjunto a su propia mujer, Malvina, en el papel de la princesa irlandesa¨C, muri¨® misteriosamente seis semanas despu¨¦s, a poco de cumplir 29 a?os. Dos grandes directores de la ¨®pera, Felix Mottl y Joseph Keilberth, sufrieron sendos infartos mortales en plena representaci¨®n, en ambos casos en M¨²nich, la ciudad del estreno en 1865. Y hay testimonios de espectadores que, en los primeros a?os, hab¨ªan de ser evacuados de la sala tras sufrir desmayos o v¨®mitos. ¡°Ya no es ni siquiera m¨²sica¡±, le confes¨® un d¨ªa un anonadado Bruno Walter a Thomas Mann despu¨¦s de haberla dirigido. Es mucho m¨¢s que eso: un Trist¨¢n e Isolda vivido con intensidad remueve y trastoca las entra?as.
Mottl fue quien la estrenar¨ªa en Bayreuth en 1886, con direcci¨®n esc¨¦nica de Cosima Wagner. Cay¨® desplomado sobre el podio de la Bayerische Staatsoper el 21 de junio de 1911, justo el d¨ªa en que dirig¨ªa la ¨®pera por cent¨¦sima vez, pero Barenboim ha debido de superar ya con creces esa cifra. Sus caminos se cruzaron por primera vez en 1980 aqu¨ª, en Berl¨ªn, en la Deutsche Oper, con una producci¨®n de G?tz Friedrich, un a?o antes de que el argentino debutara en Bayreuth con la siempre recordada puesta en escena de Jean-Pierre Ponnelle. Luego llegar¨ªa, tambi¨¦n en la Verde Colina, la de Heiner M¨¹ller, que sustitu¨ªa tras su renuncia a otro franc¨¦s, Patrice Ch¨¦reau, con quien Barenboim acabar¨ªa haci¨¦ndola, muchos a?os despu¨¦s, en el Teatro alla Scala de Mil¨¢n.
Su debut en la Metropolitan Opera de Nueva York en 2008 ser¨ªa tambi¨¦n, c¨®mo no, con Tristan e Isolda, con una reposici¨®n del montaje de Dieter Dorn, y en su Staatsoper de Berl¨ªn ha estrenado dos nuevas producciones de Harry Kupfer (la que llev¨® al Teatro Real de Madrid en 2000) y la justamente olvidada de Stefan Bachmann. La ha hecho tambi¨¦n en versi¨®n de concierto, en todo o en parte, con la Sinf¨®nica de Chicago y la Staatskapelle de Berl¨ªn y a nadie puede extra?ar que Barenboim haya afirmado en m¨¢s de una ocasi¨®n que ninguna otra obra le ha influido tanto como este drama musical wagneriano, que ha logrado colarse por igual en el modernismo po¨¦tico de The Waste Land de T. S. Eliot, en el cine surrealista de Luis Bu?uel (La edad de oro y Un perro andaluz) o en las visiones apocal¨ªpticas de Lars von Trier (Melancholia). Tambi¨¦n parece dif¨ªcil que otro director logre nunca dejar con ¨¦l una huella tan duradera y tan profunda como la que ha ido forjando Barenboim durante los ¨²ltimos cuarenta a?os.
La decisi¨®n de confiar una nueva aproximaci¨®n esc¨¦nica a Dmitri Tcherniakov no estaba exenta de riesgos. El ruso es capaz de lo mejor (La leyenda de la ciudad invisible de Kitej, de Rimski-K¨®rsakov) y de lo peor (los atroces Macbeth y Don Giovanni perpetrados en el Teatro Real en la era Mortier), con casi todas las posibles gradaciones intermedias. Barenboim sabe c¨®mo se las gasta, pues ambos han colaborado tanto en el repertorio ruso (La novia del zar, El jugador y Bor¨ªs Godunov) como en nada menos que en Parsifal, cuando la Staatsoper estaba a¨²n exiliada en 2015 en el Teatro Schiller durante la larga remodelaci¨®n de su centenaria sede en la avenida Unten den Linden. Tcherniakov ambienta el primer acto de Trist¨¢n e Isolda no en un submarino, como hizo en su producci¨®n de 2005 para el Teatro Mariinski, sino en lo que parece ser el amplio sal¨®n de reuniones de un barco de lujo: el mar y la cubierta se adivinan ¨²nicamente en las pantallas de un circuito cerrado de televisi¨®n.
El segundo nos lleva al caracter¨ªstico espacio cerrado del agoraf¨®bico director ruso, una sala con ocho sillones desperdigados aqu¨ª y all¨¢: los ¨¢rboles del papel pintado que cubre las paredes y los serigrafiados en los cristales esmerilados de la puerta corredera es todo lo que queda de la naturaleza que prescribe el libreto de Wagner; la noche tampoco es nunca tal y Brangania lanza sus advertencias, invisible, tras la puerta que ella misma entreabre. El tercer acto presenta el sobrio aposento de Trist¨¢n en Kareol, con el inevitable sof¨¢ (casi un lugar com¨²n en las escenograf¨ªas de Tcherniakov), en el que yace tumbado inicialmente el protagonista de espaldas al p¨²blico, y un peque?o cub¨ªculo al fondo que contiene un camastro, sobre el que el pastor/corno ingl¨¦s toca su vieja tonada y que tendr¨¢ un papel decisivo al final de la ¨®pera.
Ya desde el primer acto queda claro que no vamos a asistir a un drama interior, espiritual, intemporal, sino decididamente high-tech, moderno, burgu¨¦s, y que Tcherniakov parece creerse solo a medias. El patinazo se produce sobre todo en el segundo acto, donde los dos amantes apenas se tocan o se besan y donde el ruso banaliza su amor haci¨¦ndoles dar brincos y gesticular como dos adolescentes entontecidos (al final del primer acto, tras tomar la p¨®cima amorosa, hab¨ªan estallado a re¨ªr), convirtiendo el erotismo tan¨¢tico y trascendente wagneriano, enraizado en Schopenhauer, en la euforia artificiosa de dos personajes que parecen sacados casi de un c¨®mic.
Peor a¨²n es que en el extenso d¨²o nos presente a Trist¨¢n como un iniciado en los secretos del amor y a Isolda como una simple y advenediza pupila que recibe una y otra vez la aprobaci¨®n de ¨¦l cuando acierta a cantar las palabras justas, algo que atenta de pleno contra el sustento filos¨®fico del libreto de Wagner. Tampoco el ataque posterior de Melot, que intenta fugazmente ahogar a Trist¨¢n hasta que los separa Kurwenal, resulta cre¨ªble, lo que dificulta comprender por qu¨¦ el tercer acto se abre con un Trist¨¢n moribundo. Tcherniakov esquiva los nudos argumentales importantes y se recrea en introducir muchos otros superficiales y distorsionadores. Y alterna, como siempre, errores crasos con fogonazos de genio y brillant¨ªsimas intuiciones teatrales.
Cuando Trist¨¢n rememora a sus padres en su delirio, vemos realmente a ambos (ella embarazada) en una acci¨®n superpuesta a los recuerdos de su hijo. Pero el mayor hallazgo, y el que compensa en parte algunos desatinos previos, se produce en la conclusi¨®n del tercer acto, cuando los hombres de Marke levantan del suelo el cad¨¢ver de Trist¨¢n y lo dejan, semiincorporado sobre el camastro, apoyado en la pared, de cara al p¨²blico. Isolda canta entonces de pie su Mild und leise, que no es ni una muerte, ni una transfiguraci¨®n, ni nada parecido, con la camisa de Trist¨¢n en sus manos. Al final acaba poni¨¦ndosela ella misma, logr¨¢ndose por fin simb¨®licamente esa unidad indiferenciada de los dos amantes (¡°Trist¨¢n t¨², yo Isolda, ?no m¨¢s Trist¨¢n!¡±, canta ¨¦l, y ¡°T¨² Isolda, Trist¨¢n yo, ?no m¨¢s Isolda!¡±, le responde ella) que se nos hab¨ªa hurtado en el segundo acto. Teatral y musicalmente, es un momento de una fuerza irresistible. Isolda apaga las luces, entra en el cub¨ªculo y corre lentamente la cortinilla que lo a¨ªsla del resto de la estancia para desaparecer de nuestra vista, y del mundo, en la uni¨®n definitiva con su amado.
Desde el foso, en cambio, la representaci¨®n fue un rosario ininterrumpido de prodigios. Barenboim plante¨® la introducci¨®n instrumental (Einleitung, escribe Wagner en la partitura) como un constante viaje de ida y vuelta hacia el silencio: la m¨²sica nace de la nada y, tras lanzar al aire acordes sin resolver, vuelve una y otra vez a ella. El primer acto fue agitado y nervioso, est¨¢tico el segundo y fren¨¦tico y est¨¢tico el tercero, con una respuesta formidable de la Staatskapelle de Berl¨ªn, que Barenboim ha convertido, por cantidad y por calidad, en la orquesta wagneriana actual por antonomasia: potente, c¨¢lida, flexible, dulce, avasalladora, capaz de tejer en todo momento el tapiz sonoro con que desea verse arropado e inspirado cualquier cantante.
Su d¨²o de amor ¨Caun contrapuesto a la torpe pobreza visual sobre el escenario¨C fue un estallido emocional perfectamente graduado y su manera de plantear y desgranar el Liebestod ¨Caqu¨ª s¨ª como r¨¦plica perfecta del mejor momento esc¨¦nico de la representaci¨®n¨C bastar¨ªa para consagrarlo como uno de los mejores directores wagnerianos de la historia. Recibi¨® repetidas y un¨¢nimes aclamaciones ¨Cprimero con toda su orquesta sobre el escenario y luego en varias ocasiones en solitario?, mientras que para Tcherniakov llovieron abucheos y aplausos en id¨¦ntica medida. Ni succ¨¨s de scandale, como tanto les gusta a los ni?os mimados del Regietheater, ni triunfo incontestable. Aciertos y desaciertos fueron igualmente ostensibles y al p¨²blico no le pas¨® inadvertido.
Barenboim ha decidido repetir la soberbia pareja protagonista que tuvo en Parsifal, Anja Kampe (Kundry/Isolda) y Andreas Schager (Parsifal/Trist¨¢n), dos cantantes que se entienden muy bien y que parecen, hoy por hoy, imbatibles en los cuatro papeles. Ella compone vocal y psicol¨®gicamente una Isolda en permanente y perfecta evoluci¨®n: una mujer atormentada, perversa y vengativa en el primer acto, anegada por el frenes¨ª amoroso en el segundo y desgarrada por la muerte de Trist¨¢n pero suavizada al escuchar ¨Csolo ella¨C la m¨²sica que emana de su cad¨¢ver en el tercero. Con graves rotundos, agudos poderosos, una dicci¨®n cristalina y un fraseo de escuela, Kampe es tambi¨¦n una actriz sobrada de recursos, aun cuando se ve obligada a hacer las tontadas que a veces le exige Tcherniakov.
Otro tanto puede decirse de Andreas Schager, que en muy poco tiempo (cant¨® en una sola funci¨®n en el Trist¨¢n e Isolda de Peter Sellars y Bill Viola en el Teatro Real en 2014) se ha consagrado como el mejor Heldentenor de la actualidad. Su voz conserva su enorme calidad y su bell¨ªsimo timbre en todos los registros, canta y expresa con igual claridad, es tambi¨¦n un actor may¨²sculo, siempre cre¨ªble (aunque se discrepe del planteamiento de Tcherniakov, su Trist¨¢n efervescente, en¨¦rgico y sobrado de fuerzas del tercer acto es una maravilla interpretativa) y, al contrario que todos los tenores, no solo no reserva fuerzas para el tercer acto, sino que, habiendo dado todo de s¨ª en los dos primeros, llega a su exigent¨ªsimo y largu¨ªsimo delirio como si no hubiera cantado nada previamente, exultante de fuerza y sobrado de recursos vocales: un milagro. Una y otro fueron, con todo merecimiento, los cantantes m¨¢s vitoreados en la prolongada tanda de aplausos finales.
Del resto del reparto, destac¨® el noble y en¨¦rgico Kurwenal de Boaz Daniel, con el ¨²nico borr¨®n de su ¡°so spiele lustig und hell¡± al comienzo del tercer acto, donde los agudos (Fa, Mi bemol) sonaron muy apurados. Eficaz la Brangania de Ekaterina Gubanova en el mismo papel que interpret¨® en Madrid, aunque tiende a cantar mejor que a contar, cuando en Wagner ambos verbos tienen pareja importancia. Muy desva¨ªdo y anodino el Marke de Stephen Milling, que hizo a?orar inevitablemente al rey noble y profundamente humano de Ren¨¦ Pape, compa?ero en tantas batallas triunfales de Daniel Barenboim, aunque en descargo del bajo dan¨¦s debe decirse que, como inform¨® J¨¹rgen Flimm, micr¨®fono en mano, antes del tercer acto, estaba aquejado de un fort¨ªsimo resfriado. Bien, sin nadie a destacar, los cantantes del resto de papeles secundarios.
¡°?Ni?a! ?Este Trist¨¢n est¨¢ convirti¨¦ndose en algo espantoso! ???Ese ¨²ltimo acto!!! Tengo miedo de que la ¨®pera se proh¨ªba, a no ser que una mala representaci¨®n convierta todo en una parodia. ?Solo pueden salvarme las representaciones mediocres! Las absolutamente buenas har¨¢n que la gente enloquezca a buen seguro. No puedo imaginarlo de otro modo¡±, escribi¨® Richard Wagner a su musa, Mathilde Wesendonck, en Lucerna a comienzos del mes de abril de 1859. Hoy la gente ya no se desmaya, ni vomita, como en el siglo XIX, pero no pocos enloquecimos de emoci¨®n, abducidos por el estremecimiento de esa ¡°dicha suprema¡± que canta Isolda justo al final de este Trist¨¢n berlin¨¦s, comandado por un Daniel Barenboim que no parece cansarse de bucear en las simas perturbadoras e inextinguibles de esta obra infinita. Seguir¨¢ en cartel en la Staatsoper hasta el 18 de marzo, pero seguro que llegar¨¢n a¨²n otros montajes bajo su ¨¦gida. Lo de pen¨²ltimo es un decir.
Babelia
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.