Pa¨ªses sin cuento
El relato nace del choque de dos mundos, de la traducci¨®n de un modo de vida perdido, el campo, y otro no del todo asumido, la gran ciudad
![Jorge Luis Borges en una entrevista, en 1985.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/VSK7VZPMTO7W6GGWSEL5V63SNY.jpg?auth=733907c1315789ed3b259cb2543914bbbb0bb76ac2562fd7609df096d95a6d53&width=414)
Aunque los editores y los escritores siempre esperan que les entreguen novelas, lo cierto es que los escritores latinoamericanos siguen expresando lo mejor de s¨ª mismos en cuentos. Pienso en Samanta Schweblin y Mariana Enr¨ªquez; pienso en los ya cl¨¢sicos cuentos de Mis documentos, de Alejandro Zambra, pero tambi¨¦n en la boliviana Liliana Colanzi, la peruana Claudia Ulloa, la mexicana Guadalupe Nettel, el tambi¨¦n mexicano Emiliano Monge, la ecuatoriana Gabriela Alem¨¢n o la chilena Paulina Flores.
Hijos de Borges, Julio Ram¨®n Ribeyro, Juan Jos¨¦ Arreola, Felisberto Hern¨¢ndez o Manuel Rojas, se podr¨ªa sin exagerar del todo leer la mayor parte de las novelas latinoamericanas como tantas colecciones de cuentos donde los personajes se allanan a tener los mismos nombres. Por m¨¢s tel¨¦fonos m¨®viles, aviones, pastillas y bolsas de pl¨¢stico de supermercado con que conviven los nuevos narradores latinoamericanos, la fogata donde los campesinos contaban sus cuentos sigue estando en el centro de su voluntad de narrar.
Es esa, por lo dem¨¢s, la historia que cuenta El Sur, acaso el mejor de los relatos de Jorge Luis Borges, la historia de un perfectamente urbano rat¨®n de biblioteca que de pronto se encuentra con el campo y la violencia, y la valent¨ªa y la muerte. Quiz¨¢ sea leg¨ªtimo preguntarnos si no hacemos otra cosa los latinoamericanos que contar esa historia.
El relato nace del choque de dos mundos, de la traducci¨®n de un modo de vida perdido, el campo, y otro no del todo asumido, la gran ciudad
El cuento nace del choque vivo de dos mundos, de la traducci¨®n de un modo de vida perdido, el campo, y otro no del todo asumido, la gran ciudad. Estados Unidos y sus grandes praderas que terminan en ciudades vertiginosas fue donde la t¨¦cnica del cuento cristaliz¨® en los relatos de Ernest Hemingway o Raymond Carver. Algo parecido pasa con la Rusia del final de zarismo y con la Inglaterra victoriana. Luis XIV, en cambio, al obligar a sus condes y duques a desplazarse a Versalles destruy¨® cualquier v¨ªnculo entre la literatura escrita y la oral. De tanto espiarse por el ojo de la cerradura en la sobrepoblada Versalles, Madame de La Fayette cre¨® de la nada la novela psicol¨®gica, un tipo de relato en que las digresiones del narrador lo son todo.
Como sucedi¨® paralelamente con la cocina, el baile o la ropa, la jardiner¨ªa, se empez¨® a premiar en la Francia del siglo XVII la mezcla inaudita e inesperada de cadencias y formas que s¨®lo una corte dedicada integralmente a ella puede producir. Stendhal tendr¨¢ para volver al g¨¦nero que descubrirlo en Italia. M¨¦rim¨¦e en Sevilla. Solo Maupassant har¨¢ del cuento el centro de su obra.
El cuento franc¨¦s se compone en general de novelas miniatura para las que los franceses usan el ambiguo termino de nouvelle (que se usa tambi¨¦n para el g¨¦nero perfectamente franc¨¦s de la novela corta). El t¨¦rmino cuento (conte) se suele reservar para los cuentos infantiles. Alguien que como Juan Rulfo casi solo escribi¨® cuentos resulta para los franceses incomprensible. Juan Rulfo, que es quiz¨¢ la prueba viva de ese choque violento y f¨¦rtil entre el campo devastado y la ciudad moderna en que el desplazado debe explicar de d¨®nde viene.
Una teor¨ªa, la de la relaci¨®n entre campo y cuento, que encuentra como tantas otras perfectas teor¨ªas un desmentido patente en la literatura espa?ola. Porque a pesar de la presencia permanente del campo en la vida urbana de Madrid, Barcelona, Zaragoza o Bilbao, el cuento, y m¨¢s a¨²n la figura del cuentista, es en Espa?a como en Francia una excepci¨®n que confirma la regla. El cuento no est¨¢ como en Buenos Aires o en M¨¦xico en el centro de ning¨²n canon espa?ol. Escritores tan brillantes en estas lides como Ignacio Mart¨ªnez de Pis¨®n, Luis Magriny¨¤ o Marcos Giralt muy luego se decantan por ¡°las cosas serias¡±, es decir, las novelas y el ensayo (acaso, en su variante del columnismo, el verdadero gran g¨¦nero espa?ol).
Quiz¨¢s habr¨ªa que atribuirle esa misteriosa ausencia a esa idea de las ¡°cosas serias¡± que los Borbones llevaron a la Pen¨ªnsula desde Francia junto con sus reyes. Ser¨ªa el tema de otro art¨ªculo hasta qu¨¦ punto es la Francia borb¨®nica la que nos separa a los espa?oles de los latinoamericanos que escogimos como imperio el ingl¨¦s primero y el americano despu¨¦s. Lo cierto es que lo mejor y lo peor de la literatura espa?ola quiz¨¢ vengan de la incomodidad de no poder contarse como en las fogatas del campo, de tener que sentarse como los mendigos de Viridiana, de Bu?uel, en la mesa de los amos. En Valle-Incl¨¢n, Cela, en Mars¨¦, en el Ferlosio narrador, la oralidad se venga de las convenciones realistas, descociendo por todos lados la novela cortesana para dar pie a una demencia picaresca o esperp¨¦ntica plenamente espa?ola. Algo parecido, aunque de manera completamente distinta en cada caso, pasa en Vila-Matas, ?lvaro Pombo, Javier Tomeo o Ray Loriga.
O quiz¨¢ todo esto sea una cuesti¨®n de tiempo. Los latinoamericanos sabemos que la atenci¨®n de nuestros lectores, apurados por toda suerte de contingencias, es poca. Sabemos que nuestra historia es breve tambi¨¦n, somos un instante. En Espa?a el tiempo no es oro como en Am¨¦rica, ni plata, el tiempo es s¨®lo el tiempo.
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