Salom¨¦ no baila sola
Castellucci debuta en Salzburgo con un montaje extremo y lunar de la ¨®pera de Richard Strauss
Petrificada, inm¨®vil, en posici¨®n fetal. As¨ª resuelve Romeo Castellucci el trance de Salom¨¦ en la danza de los siete velos. La coreograf¨ªa consiste en la ausencia de coreograf¨ªa, de forma que la idea del colapso f¨ªsico y mental sobre una piedra sacrificial sugestiona la incomodidad y hasta la claustrofobia del p¨²blico. Le ser¨¢ entregada a la princesa de Judea la cabeza del Bautista, pero la par¨¢lisis introduce una variante argumental a la perversidad del mito b¨ªblico. Y permite a los espectadores recrearse con la opulencia sonora de la Filarm¨®nica de Viena. No la dirige Welser-M?st con voluptuosidad ni desgarro, pero la profilaxis de su batuta tampoco degenera en el peligro de la anorgasmia.
Menos a¨²n en el extremo conceptual donde Romeo Castellucci, debutante en Salzburgo, concibe su aproximaci¨®n a la ¨®pera de Richard Strauss. Una lectura m¨¢s ps¨ªquica que piscoanal¨ªtica cuya est¨¦tica de blanco y negro alude simb¨®licamente a la dial¨¦ctica del erotismo y la muerte en la identificaci¨®n de Salom¨¦ con los espasmos del ciclo lunar. Eros y T¨¢natos bailan sobre el escenario, extreman los papeles de la princesa y el Bautista hasta que los re¨²ne el desenlace fatal del eclipse. Sobreviene entonces la gran oscuridad. Y se produce el soliloquio de Salom¨¦ delante del cad¨¢ver, no ya desprovisto de cabeza, sino sustituida por la de un caballo negro al que antes hab¨ªamos visto trotar como alegor¨ªa de la fe indomable que representa el ejemplo de Juan.
Ha arriesgado Castellucci en su debut. Y ha perjudicado la atenci¨®n a la m¨²sica de tanto entretejer las subtramas y las ideas -ninguna tan evidente como la regresi¨®n de Salom¨¦ al estado de ni?a o como el perfil incestuoso de Herodes-, pero tambi¨¦n ha explorado con audacia el espacio esc¨¦nico que se le propon¨ªa, una antigua escuela de equitaci¨®n, la Felsenreitschule, cuyas paredes horadadas a la gran monta?a le permiten evocar un aforismo latino que adquiere un peso dramat¨²rgico fundacional en su propia Salom¨¦: ¡°Te saxa luquuntur¡±, si las piedras te hablaran.
Y es el silencio de las piedras -y la porosidad de las tragedias que asimilaron- la referencia primitiva de una historia condenada a repetirse. La pasi¨®n y el deseo. La pulsi¨®n er¨®tica y la mortal. Y la propia mixtificaci¨®n en que ¡°incurre¡± el texto de Oscar Wilde -sexo y religi¨®n en sus ritos eucar¨ªsticos- al que se atuvo Richard Strauss con la traducci¨®n de Hedwig Lachmann en 1908. ¡°?Era el sabor de la sangre? , se pregunta Salom¨¦ despu¨¦s de besar los labios del Bautista decapitado. ¡°No. Tal vez no era sino el sabor del amor. Dicen que el amor tiene un sabor amargo¡±.
Ha tenido suerte Castellucci en el reparto. No ya por la calidad y la solvencia de las voces reclutadas -G¨¢bor Bretz, John Daszak, Ana Maria Chiurri, Julian Pr¨¦gardien-, sino por la implicaci¨®n absoluta de Asmik Grigorian en el papel protagonista. La idoneidad vocal, aun garantizada, no compite con las grandes heroinas que se atrevieron anta?o con Salom¨¦, pero la interpretaci¨®n abruma, impresiona, acongoja. E implica incluso un ejercicio de simpat¨ªa hacia los avatares de la princesa. Que no se nos presenta caprichosa ni fr¨ªvola, sino atormentada, v¨ªctima del pecado original del incesto -¡°puede que te quisiera demasiado¡±, le murmura Herodes- y sensible al camino de redenci¨®n en las aguas de un ba?o cat¨¢rtico donde aparece purificada.
Y no porque Castelucci se inmiscuya en el revisionismo feminista de los mitos antiguos y de los modernos, sino porque alude al remoto lenguaje de la Luna. Morir para luego resucitar, tal como se entresaca de los labios de Salom¨¦ camino de su propio martirio: el misterio del amor es tan grande como el misterio de la muerte.
Babelia
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