?rase una vez el ¡°¨¦rase una vez¡±
Algunos comienzos de libros se hacen tan c¨¦lebres que se convierten en lugares comunes: 'El Quijote', 'Cien a?os de soledad', 'La metamorfosis'... ?Qu¨¦ secreto encierran esas frases que pasan a la posteridad?
Cuando el Conejo Blanco aparece ante el Rey Rojo para dar su testimonio en el Pa¨ªs de las Maravillas, dice que no sabe por d¨®nde empezar. ¡°Empiece en el principio¡±, le dice el Rey, ¡°y siga hasta que llegue al final. Entonces det¨¦ngase¡±. ?Pero qu¨¦ es ese principio? San Juan, pensando sin duda que aclaraba as¨ª el complejo dogma cristiano, escribi¨® que en el principio era el verbo. Siglos m¨¢s tarde, en la primera parte del Fausto, el desilusionado doctor busca en esa primera palabra el entendimiento que siente le falta. Lutero hab¨ªa traducido ese verbo (logos) como wort, ¡°palabra¡±, perdiendo as¨ª los otros sentidos impl¨ªcitos en el vocablo griego, y Fausto se propone leerlos como ¡°sinn¡±, ¡°kraft¡± y ¡°tat¡± ¡ª¡°intelecto¡±, ¡°fuerza¡± y ¡°acci¨®n¡±¡ª. Para Fausto, en el principio del libro sagrado est¨¢n todas esas cosas.
Los comienzos m¨¢s c¨¦lebres
Odisea. Homero. Siglo VIII antes de Cristo. "H¨¢blame, Musa, del var¨®n de gran ingenio¡".
Il¨ªada. Homero. Siglo VIII antes de Cristo. "Canta, diosa, la c¨®lera de Aquiles¡".
Eneida. Virgilio. Siglo I antes de Cristo. "Canto las armas y a ese hombre que de las costas de Troya lleg¨® el primero a Italia¡".
Divina comedia. Dante Alighieri. 1321. "A mitad del camino de la vida, en una selva oscura me encontraba porque mi ruta hab¨ªa extraviado¡".
Don Quijote de la Mancha. Miguel de Cervantes. 1615. "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que viv¨ªa un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, roc¨ªn flaco y galgo corredor".
El contrato social. Jean-Jacques Rousseau. 1762. "El hombre ha nacido libre y en todas partes se halla en cadenas".
Moby-Dick. Herman Melville. 1851. "Llamadme Ismael".
Anna Kar¨¦nina. Le¨®n Tolst¨®i. 1877. "Todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera".
La metamorfosis. Franz Kafka. 1915. "Al despertar Gregorio Samsa una ma?ana, tras un sue?o intranquilo, encontrose en su cama convertido en un monstruoso insecto".
En busca del tiempo perdido. Marcel Proust. 1913-1927. "Mucho tiempo he estado acost¨¢ndome temprano".
Lolita. Vlad¨ªmir Nabokov. 1955. "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entra?as".
Cien a?os de soledad. Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez. 1967. "Muchos a?os despu¨¦s, frente al pelot¨®n de fusilamiento, el coronel Aureliano Buend¨ªa hab¨ªa de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llev¨® a conocer el hielo".
Las palabras iniciales de todo texto deben hacer presentir las p¨¢ginas que siguen. Pausada o bruscamente, resumiendo el argumento o distrayendo al lector para que no adivine el desenlace, indicando el tono de la narraci¨®n que vendr¨¢ o dando falsos indicios, excus¨¢ndose o vanaglori¨¢ndose de la aptitud del autor, las primeras palabras son el gesto de reconocimiento o desaf¨ªo lanzadas desde el punto final de un libro al lector que inicia el recorrido. Por motivos por lo general misteriosos, ciertas de estas aperturas se hacen tan c¨¦lebres que se transforman en lugares comunes, mientras que otras son relegadas al olvido como enamoramientos fugaces. Todo lector reconoce el aterrador inicio de La metamorfosis, de Kafka: ¡°Al despertar Gregorio Samsa una ma?ana, tras un sue?o intranquilo, encontrose en su cama convertido en un monstruoso insecto¡±. Nadie puede olvidar el inapelable comienzo de El contrato social, de Rousseau: ¡°El hombre ha nacido libre y en todas partes se halla en cadenas¡±. ?Por qu¨¦ recordamos el musical inicio de Las ruinas circulares, de Borges (¡°Nadie lo vio desembarcar en la un¨¢nime noche¡±), y no con igual facilidad ¡°Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua¡±, de Casa tomada, de Cort¨¢zar? Quiz¨¢s por el poder del inaudito adjetivo ¡°un¨¢nime¡±, tanto m¨¢s memorable que los banales aunque exactos ep¨ªtetos ¡°espaciosa y antigua¡±. Esto sugiere que tal vez nos dejemos seducir m¨¢s prontamente por el tono de los comienzos que por su significado. ¡°H¨¢blame, Musa, del var¨®n de gran ingenio¡± con que inicia la Odisea y ¡°Canta, diosa, la c¨®lera de Aquiles¡± de la Il¨ªada dependen, para que las recordemos, y a menos que sepamos griego antiguo, de la traducci¨®n que elijamos para leerlas.
Sin tomar en cuenta las p¨¢ginas preliminares que Cervantes escribi¨® para su Quijote, aun quienes no han le¨ªdo la novela se saben de memoria las primeras hoy c¨¦lebres palabras del primer cap¨ªtulo. Sin embargo, a pesar de los innumerables comentarios que aparecieron desde la publicaci¨®n del libro en 1605 (y a¨²n antes, cuando circulaban copias manuscritas del libro, como prueban las respuestas que da Lope a Cervantes en El peregrino en su patria, publicado el a?o anterior), no sabemos nada de c¨®mo el Quijote fue compuesto. No conservamos un manuscrito de la mano de Cervantes, no sabemos cu¨¢les fueron sus primeros esbozos, sus dudas, qu¨¦ otras palabras iniciales fueron imaginadas y desechadas, cu¨¢l fue su inspiraci¨®n inicial.
Goethe dec¨ªa que, antes de escribir una obra, uno ten¨ªa que tener ¡°el todo en su cabeza¡±
El imprescindible Francisco Rico, comentando en 1996 una edici¨®n cr¨ªtica del Quijote de Rodr¨ªguez Mar¨ªn, observ¨® que la larga nota acerca de aquel ¡°lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme¡± se?alaba la influencia de ¡°un menguado romancillo que ni el autor ni nadie pod¨ªa tener presente¡± y no dec¨ªa nada sobre la palabra lugar, que el lector, seg¨²n Rico, ¡°interpreta indefectiblemente y equivocadamente como ¡®sitio¡¯, ¡®paraje¡¯ y no como pueblecito¡±. Rico a?ade que la emoci¨®n que pueden despertar en el lector las famosas palabras de Cervantes muchas veces requiere el salteo de todo el armatoste cr¨ªtico. Las primeras palabras de una obra maestra pueden prescindir de celestinas.
Goethe dec¨ªa que, antes de escribir un libro, uno ten¨ªa que tener ¡°el todo en su cabeza¡± porque ¡°un libro no empieza necesariamente por la primera frase¡±. Probablemente esto sea cierto, pero hay algo inefable en las palabras iniciales que para un lector es el ¡°?brete, S¨¦samo¡± de un texto.¡°Arma virumque cano¡±, ¡°Nel mezzo del cammin di nostra vita¡±, ¡°Call me Ishmael¡±, ¡°Todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz lo es a su manera¡±,¡°Longtemps je me suis couch¨¦ de bonne heure¡±, se han convertido, al correr de nuestras lecturas, en una suerte de cat¨¢logo abreviado de la literatura universal can¨®nica. Al placer de la cita reconocida (de la Eneida, la Divina comedia, Moby-Dick, Anna Kar¨¦nina, En busca del tiempo perdido) se agrega la emoci¨®n de iniciar un viaje, el encanto de una aventura compartida. A veces, la arqueolog¨ªa literaria nos permite entrever la prehistoria de una obra. Boccaccio nos cuenta que Dante empez¨® a escribir su Comedia en lat¨ªn antes de elegir la lengua florentina, y que sus primeras palabras fueron¡°ultima regna canam¡± (¡°los reinos ultraterrenos cantar¨¦¡±), en lugar de la oscura selva y el camino de la vida. Sabemos, por el manuscrito que se conserva en la Fundaci¨®n Bodmer de Ginebra, que Proust imagin¨® las palabras¡°Pendant bien des ann¨¦es, chaque soir, quand je venais me coucher¡± antes de preferir la frase ahora c¨¦lebre. El tapuscrito de Cien a?os de soledad (conservado en la Universidad de Texas) nos revela en la primera p¨¢gina una ¨²nica correcci¨®n: la primera frase que anuncia el descubrimiento del hielo no tiene alteraciones, pero, en cambio, los dos p¨¢rrafos iniciales se convierten en uno solo.
Louis Arag¨®n, en desacuerdo con Goethe, declara en Je n¡¯ai jamais appris ¨¤ ¨¦crire que la escritura no ocurre despu¨¦s de concebir la obra entera sino en el incipit, por detr¨¢s de las palabras iniciales y tambi¨¦n a partir de ellas. Arag¨®n no entend¨ªa por ¡°palabras iniciales¡± las que aparecen impresas en el primer rengl¨®n de un libro, sino esa primera iluminaci¨®n verbal que tiene un escritor, una suerte de epifan¨ªa literaria a partir de la cual una obra empieza a existir. ¡°Una historia no tiene ni principio ni fin¡± son las primeras palabras de El fin de la aventura, de Graham Greene. ¡°Uno elige arbitrariamente el instante de la experiencia desde el cual mirar hacia atr¨¢s o hacia adelante¡±.
Ese instante puede estar fuera del marco de la historia. Sabemos que en el caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson, ese instante fue una pesadilla, una de las muchas en las que sent¨ªa que lo que ¨¦l llamaba ¡°la bruja nocturna¡± lo atrapaba por la garganta y le imped¨ªa respirar. La pesadilla no fue verbal sino f¨ªsica: la sensaci¨®n de estar pose¨ªdo por un temible y aborrecido color pardo. Para Flaubert, su Madame Bovary no comenz¨® con el a¨²n hoy misterioso ¡°nosotros¡± que reciben en su clase al nuevo alumno Charles Bovary, sino con la breve lectura de un suelto policial que le inspir¨® no s¨®lo el argumento, sino tambi¨¦n el estilo llano del libro. ¡°Anoche empec¨¦ mi novela¡±, le escribe Flaubert a su amiga Louise Colet el 20 de septiembre de 1851. ¡°Entreveo ahora dificultades de estilo que me aterran. No es un simple asunto ser sencillo. Tengo miedo de caer en un Paul de Kock o en un Balzac chateaubrianizado¡±. El lector de Madame Bovary siente el deseo de consolar a Flaubert y decirle que por cierto no fue as¨ª.
Tal vez el lector se deje seducir m¨¢s por el tono de los comienzos que por su significado
Hay primeras palabras de obras ilustres que no nos dicen nada de la genialidad a venir o por lo menos no nos embelesan. No creo que la lectura de ¡°Bien, desde ahora, G¨¦nova y Lucca no son m¨¢s que haciendas, dominios de la familia Bonaparte¡± haga que un lector desprevenido intuya que est¨¢ empezando a leer Guerra y paz, ni que ¡°Un fantasma recorre Europa¡± es la introducci¨®n al Manifiesto comunista. Por otra parte, hay comienzos tan geniales que el lector no puede sino sentirse desilusionado con las p¨¢ginas que le siguen. Por ejemplo, no s¨¦ si el Monsieur Teste, de Val¨¦ry, cumple con la promesa de su admirable inicio, ¡°La estupidez no es mi fuerte¡±, ni si Las torres de Trebisonda, de Rose Macaulay, mantiene a lo largo del libro la sutil iron¨ªa de su primera frase: ¡°Toma mi camello, querida¡¯, dijo mi t¨ªa Dot al desmontar del animal al regresar de la misa¡±.
Los lectores sentimos que las palabras con las que comienza un libro son esenciales, quiz¨¢s m¨¢s que las ¨²ltimas, porque sabemos que toda conclusi¨®n tiene algo de ?taca y que llegados a ella ya no hay m¨¢s viajes ni aventuras. La frase inicial de un texto presagia (aunque no revela) ese arribo al ansiado puerto. ¡°Si ser¨¦ el h¨¦roe de mi propia vida, o si ese rol ser¨¢ adjudicado a otro, las p¨¢ginas siguientes lo dir¨¢n¡±, escribe Dickens al comienzo de David Copperfield. Lo mismo puede decirse de toda primera palabra.
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