Ocho candados gigantes
Nadie recibe en Suiza y el viajero reserva para dormir un cuchitril con dos camas individuales y un ventilador roto
?Me puedes guardar el sitio?, le pregunto a Martha, una australiana que viaja durante el verano por Europa y luego, cuando el fr¨ªo aprieta, vuelve a su S¨ªdney natal a gozar del est¨ªo austral. Sonr¨ªe y asiente. Mi sitio es un palmo cuadrado en el lugar reservado para dejar las maletas en un vag¨®n de este tren que transita entre Lyon y Ginebra. Tras una hora de pie, he logrado hacerme fuerte en ese m¨ªnimo espacio. En el costado izquierdo siento que se me clava algo que parece un palo de golf, o una catana. Enfrente, sentada, est¨¢ Martha. Junto a ella y una pareja de estadounidenses que han venido a una boda en Suiza, hemos estado departiendo sobre Trump.
Cada vez que el tren paraba en una estaci¨®n yo, alternativamente, estaba a punto de caerme sobre Martha o sobre la mujer estadounidense. Me levanto y, saltando sobre humanos sentados en el suelo y bicicletas, llego al ba?o. Dentro, una familia lo est¨¢ utilizando como compartimento privado. No s¨¦ si vamos a Ginebra o a Nueva Delhi. Vuelvo. Le cuento el drama a Martha. Sonr¨ªe. ¡°Ya lo he visto en otras ocasiones en este tren¡±, me dice. Martha podr¨ªa ser mi Julie Delpy. Por ella podr¨ªa bajarme en Ginebra e inventarnos juntos una nueva vida. Martha toca el viol¨ªn. Martha tiene unos 80 a?os.
A media hora de llegar a Ginebra aparece una bella francesa y me pide coger algo de la mochila desde cuyo interior se me est¨¢ clavando esa cosa infernal. Saca un libro de J.M. Coetzee y le hago un comentario, porque es lo que hacen los j¨®venes que leen cuando se topan con otros j¨®venes que leen, sobre todo, si el encuentro sucede en trenes europeos. Hablamos con cierta fluidez durante unos tres minutos, que es para lo que da mi franc¨¦s. Pasado ese lapso procedo a hacer siempre una cosa muy rara: hablo ingl¨¦s con acento franc¨¦s. No pregunten por qu¨¦. Ella se asusta y se va con su libro a leer sentada sobre una bicicleta en el vag¨®n de al lado.
Sorprendentemente, he logrado coger el tren correcto, el bus indicado e incluso bajarme en la parada que tocaba. Aqu¨ª no hay nada. Pero nada. NADA
Llego a Ginebra y necesito ir al ba?o con urgencia. En 45 minutos sale mi tren hacia Z¨²rich. Voy al aseo, pero no puedo entrar porque solo se puede pagar en francos suizos que no tengo. En el and¨¦n espero el tren con las piernas cruzadas y pensando en b¨¦isbol (deduzco que si funciona para alargar el sexo, lo har¨¢ para demorar esto m¨ªo). Parezco un cruce entre Jim Morrison y alguien a quien acaban de operar de algo muy doloroso.
La estaci¨®n de Z¨²rich es del tama?o de un pueblo mediano de Castilla La Mancha. Tardo diez minutos en encontrar la salida. Hace un fr¨ªo que pela y, otra vez, son las seis de la tarde y a¨²n no he comido nada. Cruzo la calle, no sin antes estar a punto de ser atropellado por varios tranv¨ªas. Me siento en una terraza. Miro la carta. 23 euros un plato de ravioles. Veo uno pasar. Contiene tres ravioles. Pido un bocadillo de salami por el que me cascan 10 euros. Entonces, tiritando, vuelvo a meterme en esa estaci¨®n que ya es mi Barton Fink. Necesito reservar mi trayecto a Viena ma?ana. Al cabo de unos 20 minutos deambulando encuentro las taquillas. Un chaval tan amable como poco eficaz me cuenta que hay obras en la ruta, por lo que debo hacer varios trasbordos. Saca un Ipad y, tras varias operaciones, me ense?a la que ¨¦l cree que es la ruta que m¨¢s me conviene. Cuatro paradas. Dos buses. Dos trenes. 21 horas. ¡°Mejor saca un n¨²mero y ve a una ventanilla¡±, concluye. Media hora de espera y llega mi turno. Ventanilla 19, contigo empez¨® todo.
Le cuento mi situaci¨®n a la mujer. Se pasa la mano por la frente y no es por el calor. Empieza a teclear. Saca una opci¨®n bastante sensata. Viena v¨ªa M¨²nich. Son casi diez horas. Diez horas me parece sensato, ?en qu¨¦ me estoy convirtiendo? ¡°Pero tienes un rato para ver M¨²nich¡±, me consuela. Entonces me pregunta d¨®nde me hospedo. Le ense?o la direcci¨®n, pues si intento pronunciar el nombre de la calle y el barrio igual cree que padezco afasia. ¡°Ufff, qu¨¦ lejos¡±, dice contrariada. Me saca un billete de tren para donde debo ir y otro de bus para el que debo coger tras el tren.
Sorprendentemente, he logrado coger el tren correcto, el bus indicado e incluso bajarme en la parada que tocaba. Aqu¨ª no hay nada. Pero nada. NADA. Empiezo a caminar hasta llegar al Budget Hostel, el nombre ya lo dice todo. Llamo al timbre. Nada. Otra vez. Nada. Llamo al n¨²mero de tel¨¦fono que hay en la puerta. Nada. Entonces veo que hay a mi derecha ocho candados gigantes numerados. Chequeo el email, a pesar de que me van a crujir con el roaming. Veo que tengo un correo de la propiedad con un c¨®digo para abrir uno de los candados. Dentro estar¨¢n las llaves de la puerta y de la habitaci¨®n. Esto parece el concurso aquel de Jes¨²s V¨¢zquez de las cajas. Media docena de intentos despu¨¦s, desbloqueo uno: no hay nada. Nada. NA. DA.
La estaci¨®n de Z¨²rich es del tama?o de un pueblo mediano de Castilla La Mancha. Tardo diez minutos en encontrar la salida.
Son casi las diez de la noche, estoy en no se d¨®nde de Z¨²rich y no tengo d¨®nde dormir. Vuelvo al bus, al tren y a la maldita estaci¨®n central de Narnia. Al bajar, me siento en un bar, abono 8 euros por una cerveza y reservo el sitio m¨¢s barato a menos de 15 minutos andando de la estaci¨®n. Llego al lugar, llamo al timbre. Nada. Alguien me ha puesto una c¨¢mara oculta, ya es oficial. Al cabo de un rato aparece una joven oriental tambale¨¢ndose. Va pedo. Tengo reserva, le digo. Se le escapa la risa. Finalmente, logro subir a la habitaci¨®n, cuyo ¨²nico mobiliario son dos camas individuales y un ventilador roto. Son las once de la noche ?qu¨¦ hago? ?Me meto en la cama ¨Ccuesta decidir cu¨¢l de las dos, pues parecen igual de inc¨®modas- o me bajo a vivir en Z¨²rich? Cojo 20 euros y, sin mirar atr¨¢s, me lanzo a las calles¡
Babelia
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