Algo relacionado con la vida
Ni la literatura, ni la pintura interesaban al novelista Julian Barnes de ni?o. Pero esto cambi¨® un verano en Par¨ªs al ver los cuadros de Gustave Moreau, el pintor favorito de Flaubert
Mis padres nunca intentaron cultivarme a una edad temprana (ni a ninguna otra); como tampoco trataron de disuadirme de que lo hiciese. Ambos eran maestros de escuela, por lo tanto el arte (o quiz¨¢, para ser m¨¢s exactos, la idea del arte) era algo respetado en mi casa. Hab¨ªa buenos libros en las estanter¨ªas e incluso hab¨ªa un piano en el sal¨®n, aunque jam¨¢s se toc¨® en toda mi infancia. Era un regalo que mi abuelo materno hab¨ªa hecho a mi madre, su adorada hija, cuando era una joven pianista, talentosa y prometedora. Sin embargo, sus estudios pian¨ªsticos se pararon en seco cuando ten¨ªa veintipocos a?os y tuvo que enfrentarse a una intrincada partitura de Scriabin.
Tras intentar dominar la pieza y fracasar una y otra vez, comprendi¨® que hab¨ªa alcanzado cierto nivel, pero que nunca pasar¨ªa de ah¨ª. Dej¨® de tocar, de forma abrupta y definitiva.
Aunque no logr¨® deshacerse del piano, que la acompa?¨® en cada mudanza, sigui¨¦ndola fielmente cuando se cas¨®, cuando fue madre, cuando envejeci¨® y cuando qued¨® viuda. Sobre la tapa del piano, a la que se le quitaba el polvo con regularidad, reposaba una pila de partituras, incluida la de Scriabin que mi madre hab¨ªa abandonado d¨¦cadas atr¨¢s.
En cuanto a la pintura, en la casa hab¨ªa tres cuadros al ¨®leo. Dos eran paisajes del Finisterre franc¨¦s, pintados por uno de los assistants franceses de mi padre. En cierto modo, eran igual de enga?osos que el piano, ya que el ¡°t¨ªo Paul¡±, como le llam¨¢bamos, no los hab¨ªa pintado precisamente en plein air, sino a partir de unas postales que hab¨ªa copiado (y magnificado). Todav¨ªa conservo sobre mi escritorio los originales de los que se sirvi¨®. El tercer cuadro estaba colgado en el vest¨ªbulo de casa y era un poco m¨¢s aut¨¦ntico. Era un ¨®leo de un desnudo femenino, con un marco dorado; probablemente una intrascendente copia del siglo XIX a partir de un original igual de intrascendente. Mis padres lo hab¨ªan comprado en una subasta en las afueras de Londres, donde viv¨ªamos. Sobre todo lo recuerdo porque me parec¨ªa carente de erotismo. Lo cual me resultaba extra?o, puesto que casi todas las dem¨¢s representaciones de mujeres desnudas me produc¨ªan un efecto que yo consideraba poco saludable. Quiz¨¢ fuese eso lo que provocaba el arte: tanta solemnidad despojaba a la vida de toda excitaci¨®n.
Exist¨ªan otras pruebas de que aquello pudiera ser el prop¨®sito y el efecto del arte: el sopor¨ªfero teatro amateur al que nuestros padres nos llevaban a mi hermano y a m¨ª una vez al a?o y los aburridos coloquios de arte que sol¨ªan escuchar en la radio. A los doce o trece a?os yo era un peque?o y saludable filisteo del tipo que se nos da tan bien producir a los brit¨¢nicos, aficionado al deporte y a los c¨®mics. Era incapaz de entonar una canci¨®n, no aprend¨ª a tocar ning¨²n instrumento, nunca estudi¨¦ arte en el colegio y jam¨¢s particip¨¦ en ninguna obra de teatro m¨¢s all¨¢ de interpretar a uno de los tres Reyes Magos (no ten¨ªa que decir ni una sola palabra) cuando ten¨ªa siete a?os. Al principio solo consideraba la literatura como parte de mis tareas escolares y apenas vislumbraba las conexiones que ten¨ªa con la vida real, as¨ª que en general no era m¨¢s que una asignatura sobre la que deb¨ªa examinarme.
Una vez mis padres me llevaron a ver la Wallace Collection en Londres: m¨¢s marcos dorados y m¨¢s desnudos desprovistos de erotismo. Nos detuvimos largo rato ante uno de los cuadros m¨¢s c¨¦lebres del museo: Caballero sonriente, de Frans Hals. Yo no ten¨ªa ni la m¨¢s remota idea de por qu¨¦ sonre¨ªa aquel hombre de rid¨ªculo bigote ni de por qu¨¦ aquella obra era considerada interesante. Es probable que tambi¨¦n me llevasen a la National Gallery, pero no lo recuerdo. No fue hasta el verano de 1964, mientras pasaba varias semanas en Par¨ªs al acabar el instituto y antes de entrar en la universidad, cuando empec¨¦ a ver pintura por voluntad propia. Aunque al Louvre deb¨ª de haber ido m¨¢s por obligaci¨®n, aquel museo enorme, oscuro y anticuado me impresion¨® sobremanera, quiz¨¢ porque no iba nadie conmigo y no estaba sometido a la presi¨®n de simular respuesta alguna ante una determinada obra. El Museo Gustave Moreau, cerca de la Gare Saint-Lazare, hab¨ªa pasado a manos del Estado franc¨¦s tras la muerte del pintor en 1898 y, dada la lobreguez y suciedad de las salas, no parec¨ªa que nadie se hubiese esmerado en preservarlo desde entonces. En el piso superior se encontraba el estudio de Moreau, de techos altos y enorme como un granero, que apenas lograba calentarse m¨ªnimamente con una estufa negra y maciza que seguramente ser¨ªa la misma que usaba el pintor en su ¨¦poca. Del suelo al techo las paredes estaban atiborradas de cuadros mal iluminados y hab¨ªa unos grandes muebles de madera de cajones estrechos que pod¨ªas abrir para estudiar cientos de bocetos preliminares. Yo no hab¨ªa visto nunca una obra de Moreau y no sab¨ªa nada de ¨¦l (menos a¨²n que era el ¨²nico pintor contempor¨¢neo de Flaubert a quien este admiraba incondicionalmente). Toda aquella obra me desconcert¨®: ex¨®tica, enjoyada y de un oscuro brillo, con una mezcla extra?a de simbolismo accesible e inaccesible a la vez, del cual poco pod¨ªa sacar yo en claro. Quiz¨¢ fuese el misterio lo que me atrajo; y quiz¨¢ admir¨¦ m¨¢s a Moreau porque nadie me dijo que lo hiciese. Pero no hay duda de que fue all¨ª donde me recuerdo observando por primera vez unos cuadros detenidamente, en lugar de permanecer ante ellos con una actitud pasiva y sumisa.
Y tambi¨¦n me gust¨® Moreau porque era muy raro. En aquella etapa temprana como observador, me atra¨ªa un arte que fuese lo m¨¢s transformador posible, de hecho cre¨ªa que eso era el arte. Coger la vida y transformarla, mediante un proceso secreto y fascinante, en otra cosa: algo relacionado con la vida, pero m¨¢s potente, m¨¢s intenso y, preferentemente, m¨¢s extra?o.
Entre los pintores del pasado me atrajeron artistas como El Greco y Tintoretto por sus formas alargadas y l¨ªquidas; El Bosco y Brueghel por su fantas¨ªa desbordante; Arcimboldo por sus ingeniosas y emblem¨¢ticas construcciones. Y entre los pintores del siglo XX (lo que llamamos arte moderno) me entusiasmaban pr¨¢cticamente todos, siempre que transformaran la insulsa realidad en cubos y en fragmentos, en remolinos viscerales, salpicaduras intensas, en ingeniosas geometr¨ªas y construcciones enigm¨¢ticas. Si hubiera conocido a Apollinaire m¨¢s all¨¢ de su obra po¨¦tica (moderna y, por lo tanto, admirable), habr¨ªa estado de acuerdo con sus alabanzas del cubismo, que consideraba una reacci¨®n ¡°necesaria¡± y ¡°noble¡± contra la ¡°frivolidad contempor¨¢nea¡±. Y en cuanto a la historia m¨¢s amplia y extensa de la pintura, por supuesto que me daba cuenta de que Durero, Memling y Mantegna eran brillantes, pero sent¨ªa que, para el arte, el realismo era una especie de par¨¢metro predeterminado.
Era un enfoque normal y normalmente rom¨¢ntico. Necesit¨¦ ver mucha pintura antes de comprender que el realismo, lejos de constituir el campamento base para aquellos que se aventurasen a mayores alturas, pod¨ªa ser igual de aut¨¦ntico e incluso igual de raro; que tambi¨¦n requer¨ªa determinada elecci¨®n, organizaci¨®n e imaginaci¨®n, as¨ª que, a su manera, pod¨ªa ser igual de transformador.
Este texto forma parte de ¡®Con los ojos bien abiertos. Ensayos sobre arte¡¯, nuevo libro del novelista brit¨¢nico Julian Barnes, que edita Anagrama el 12 de diciembre.
Traducci¨®n de Cecilia Ceriani.
Babelia
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