El hombre templado
Jorge ?Edwards es una de esas personas con gran sentido de la justicia que son inmunes a cualquier arrebato colectivo
La memoria viva preserva con una inmediatez de verdad las figuras lejanas de los muertos. Muy joven todav¨ªa, estudiando en la Universidad de Princeton, a finales de los a?os cincuenta, Jorge Edwards sali¨® a dar un paseo una ma?ana de invierno y vio venir a una peque?a figura por el campus nevado. ¡°Era¡±, cuenta, ¡°un hombre m¨¢s bien bajo de estatura, de mostachos grises, de capa, de sombrero con plumita de estilo de cazador ingl¨¦s. Cuando estuve cerca, lo mir¨¦ a los ojos claros, severos, mir¨¦ la nariz aguile?a, y comprob¨¦ sin una sombra de duda que era William Faulkner¡±. En el Madrid de ahora, a los ochenta y tantos a?os, Jorge Edwards recuerda el momento en que su ojos se cruzaron con los de Faulkner hace m¨¢s de medio siglo, y esa imagen que permanece en su memoria y que ¨¦l invoca escribiendo saca al viejo maestro de su pasado ya casi imaginario y lo acerca a nosotros. Esa es la tarea, el privilegio, casi la obligaci¨®n de quien ha vivido lo que casi nadie m¨¢s puede recordar: dar testimonio de lo que de otro modo se perder¨ªa, dejar constancia de su condici¨®n irreemplazable de testigo.
Jorge Edwards es un escritor especialmente preparado para esa tarea. Quien lea ahora este segundo volumen de sus memorias, Esclavos de la consigna, disfrutar¨¢ m¨¢s de volver al primero y a los otros dos m¨¢s lejanos, pero igual de admirables, Persona non grata y Adi¨®s, poeta. Con los mismos ojos perspicaces con que se fij¨® en Faulkner esa ma?ana de invierno, Edwards ha observado muy de cerca a muchos personajes y figurones decisivos de la segunda mitad del siglo pasado, y ha sido testigo directo de hechos hist¨®ricos que nosotros solo conocemos por los libros. No quedar¨¢ nadie que conociera a Pablo Neruda como Edwards lo conoci¨®. Sus retratos de Carlos Fuentes, de Fidel Castro, de Julio Cort¨¢zar, de Salvador Allende, de Mario Vargas Llosa son como bocetos a l¨¢piz de una extremada agudeza psicol¨®gica, siempre a un paso de la iron¨ªa, de la cautelosa distancia, que es la del propio car¨¢cter, y tambi¨¦n la de una actitud de escepticismo hacia los fervores exagerados, hacia el estruendo p¨²blico excesivo que adquieren algunos personajes y algunos acontecimientos p¨²blicos. ¡°Observaba con algo de frialdad a personas conocidas que parec¨ªan fren¨¦ticas de entusiasmo¡±, escribe. Se refiere a las efervescencias de Mayo del 68, a las que asisti¨® en Par¨ªs, pero pod¨ªa estar aludiendo tambi¨¦n a cualquiera de las grandes expectativas que tambi¨¦n vio de cerca, la del triunfo de la revoluci¨®n en Cuba, la de la Primavera de Praga, las v¨ªsperas de la victoria de Salvador Allende en 1970. Jorge Edwards es una de esas personas con gran sentido de la justicia que sin embargo son inmunes a cualquier clase de arrebato colectivo, a todo indicio de unanimidad. Como a tantos progresistas de Am¨¦rica y de medio mundo, la revoluci¨®n cubana lo llen¨® al principio de esperanza. Incluso confiesa que durante los primeros a?os prefiri¨® no hacer caso de testimonios cada vez m¨¢s abundantes de la deriva tir¨¢nica del r¨¦gimen: ¡°Tom¨¦ distancias m¨¢s o menos tempranas con respecto al castrismo (¡) pero hab¨ªa elementos que me habr¨ªan permitido distanciarme mucho antes, a pesar de la general beater¨ªa, del rampante fanatismo¡±.
Quiz¨¢ la propensi¨®n al escepticismo y al desapego de Edwards, tan fortalecida por sus lecturas asiduas de Montaigne y Stendhal, tenga tambi¨¦n que ver con las circunstancias de una biograf¨ªa de lealtades divididas, o duplicadas, no siempre f¨¢ciles de conciliar entre s¨ª. Jorge Edwards, diplom¨¢tico y aficionado a los viajes, ha vivido mucho tiempo en las capitales de Europa, en el Par¨ªs mitificado de los ap¨¢tridas latinoamericanos: pero siempre ha sido muy consciente de su origen chileno, de su pertenencia a un pa¨ªs y a una cultura situados por los azares de la geograf¨ªa en la periferia extrema del mundo. El cosmopolita Edwards conserva un hondo arraigo sentimental hacia los personajes literarios y bohemios de la Santiago de su juventud, figuras memorables o mediocres y en cualquier caso olvidadas, de una melancol¨ªa como de capital de provincia espa?ola. Ese arraigo chileno, que es tambi¨¦n la lealtad de un escritor a los yacimientos secretos de su literatura, le impidi¨®, confiesa Edwards, convertirse del todo en un intelectual a la manera de Par¨ªs, a la manera latinoamericana de Par¨ªs. En medio de la familiaridad social de los escritores, los artistas, las estrellas culturales, los diplom¨¢ticos, la extranjer¨ªa incr¨¦dula de Jorge Edwards era una estrategia instintiva de preservaci¨®n.
Era un provinciano viajero, un libertino entre ocasional e ilusorio y padre de familia, un hombre progresista abrigado hasta cierto punto por su familia burguesa, un diplom¨¢tico dedicado a la literatura, un escritor acogido a la modesta seguridad profesional de la diplomacia. En la exageraci¨®n pol¨ªtica y vital de los a?os sesenta parece que pocas veces perdi¨® la templanza: yo lo imagino como esos observadores t¨ªmidos y en el fondo desconfiados que en medio del delirio de una fiesta alcoh¨®lica o psicod¨¦lica lo ven todo desde fuera, aunque en alg¨²n momento participen en ella y se dejen llevar por tentaciones peligrosas. En los a?os, las d¨¦cadas exageradas, del boom de la literatura latinoamericana y de las pasiones revolucionarias, Jorge Edwards fue uno de esos escritores un tanto postergados a los que solo ahora empezamos a apreciar mejor, cuando han pasado los estr¨¦pitos de las famas desatadas y el marketing, de los novelistas endiosados que borraban bajo su sombra a casi todos los dem¨¢s. En 1967, un editor amigo suyo le dio a leer el manuscrito de una novela que estaba a punto de publicar, asegur¨¢ndole que iba a ser un ¨¦xito: era Cien a?os de soledad. A Jorge Edwards los desbordamientos de la invenci¨®n literaria le despertaban un recelo parecido a los de la vehemencia ideol¨®gica: ¡°A m¨ª, desde el primer momento, me aburri¨® un poco la fantas¨ªa excesiva de esos Cien a?os, las mujeres que levitaban, las mariposas que se multiplicaban, las lluvias que duraban 40 a?os¡±.
Eran tiempos de unanimidades literarias y pol¨ªticas, de inquisidores voluntarios que en nombre de las causas m¨¢s nobles pod¨ªan lo mismo ocultar cr¨ªmenes que excomulgar a disidentes. Ahora, tanto tiempo despu¨¦s, Jorge Edwards mira todo aquello con la tranquilidad ¨ªntima de no haberse dejado arrastrar, con el remordimiento de no haberse fijado antes, de no haber tenido algunas veces la necesaria lucidez o entereza. Lo que no pierde es el impulso antiguo de seguir observando: ¡°Yo ten¨ªa en esos a?os algo que todav¨ªa conservo, octogenario y todo: curiosidad por el mundo en sus m¨¢s variadas formas, apasionados deseos de conocer y de seguir conociendo¡±.
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