Sorolla, en Lisboa
El pintor valenciano plantaba su caballete en el campo o una playa como un fot¨®grafo plantar¨ªa el tr¨ªpode de su c¨¢mara
Joaqu¨ªn Sorolla plantaba su caballete en medio del campo o contra el viento de una playa como un fot¨®grafo plantar¨ªa el tr¨ªpode de su c¨¢mara. La ¨¦poca en la que Sorolla alcanza su plenitud como pintor es tambi¨¦n la del despegue de la fotograf¨ªa, y la de otro artefacto entonces m¨¢s aparatoso, que era el de las c¨¢maras de cine. Hay muchas fotos de Sorolla pintando al aire libre, casi todas tomadas por alguno de sus hijos, su hija Elena, sobre todo. Y hay retratos hechos por ese padre que fue sin duda el m¨¢s familiar de los pintores en los que los hijos aparecen sosteniendo una c¨¢mara (que Sorolla fuera un hombre tan familiar sin duda da?¨® su prestigio como pintor moderno). En la gran exposici¨®n de Sorolla que est¨¢ ahora en el Museu Nacional de Arte Antiga, de Lisboa, una de las obras que m¨¢s me han impresionado es un gouache sobre papel que parece una instant¨¢nea fotogr¨¢fica, o un plano en contrapicado de la mejor ¨¦poca experimental del cine: muy desde arriba, probablemente desde la ventana de un hotel, se ve una fila de autom¨®viles negros con brillos de charol, una acera llena de gente, corredores con ropas blancas de deporte. Es una imagen del marat¨®n de Nueva York de 1911, esbozada a toda velocidad para captar algo fugitivo que sucede en un momento, con un sentido pl¨¢stico m¨¢s propio de la fotograf¨ªa o del cine que de la pintura de esa ¨¦poca. El valenciano agropecuario al que durante cerca de un siglo trat¨® con tanta condescendencia la cr¨ªtica de arte espa?ola ¡ªcasi tanta como la que lleva generaciones recibiendo Gald¨®s de la cr¨ªtica literaria¡ª resulta ser aqu¨ª un modernista que se enfrenta con los ojos abiertos y los pinceles alerta al espect¨¢culo inusitado de la ciudad del siglo XX.
Sorolla muri¨® con 60 a?os extenuado de tanto trabajar y tanto viajar, abrumado por el encargo desmedido del multimillonario Archer P. Huntington, que aspiraba a acumular en su Hispanic Society de Nueva York no solo todas las obras de arte y las piezas de artesan¨ªa y todos los manuscritos y los libros que vinieran de Espa?a, sino tambi¨¦n todas las visiones posibles del pa¨ªs, en un proyecto entre el orientalismo colonial y la antropolog¨ªa. En los salones espectrales de la Hispanic Society los paneles de la Visi¨®n de Espa?a de Sorolla son un mareo y un sobresalto de trajes regionales, procesiones y romer¨ªas, un catafalco enorme en el que se comprende que Sorolla tuviera que dejarse la vida para completarlo. Parece que el millonario Huntington aspiraba al monopolio de las im¨¢genes de Espa?a igual que al de los ferrocarriles americanos con los que amas¨® su fortuna.
A veces la justificaci¨®n de una obra inmensa son las tentativas y los bocetos preparatorios que llevaron a ella. El artista se dej¨® la vida queriendo completar algo que nunca iba a ser mejor que su proceso inacabado. En el Decamer¨®n de Pasolini, un pintor del Trecento que se encuentra en la mitad de un gran fresco religioso, rodeado por la agitaci¨®n de sus ayudantes, subiendo y bajando todo el d¨ªa de los andamios como un alba?il, se queda dormido tras el agotamiento de toda la jornada y ve en un sue?o su fresco terminado, resplandeciente de oros y azules. Entonces piensa: ¡°Para qu¨¦ tomarse el trabajo de hacer toda una obra perfecta cuando es tan hermoso so?arla¡±.
El artista se dej¨® la vida queriendo completar algo que nunca iba a ser mejor que su proceso inacabado
Es muy probable que el encargo de Huntington tuviera para Sorolla algo de pesadilla. Pero hab¨ªa cobrado la suma enorme de 150.000 d¨®lares y no estaba en condiciones de arrepentirse. Y tambi¨¦n sucede que una obligaci¨®n exterior que lo agobia a uno le abre de repente posibilidades de invenci¨®n que sin ella no se le habr¨ªan revelado. Huntington, con un mal gusto inevitable de multimillonario, le hab¨ªa pedido una secuencia de paneles de pinturas hist¨®ricas al estilo del academicismo del siglo XIX. Fue Sorolla quien tuvo la idea m¨¢s sensata de proponer un panorama de los paisajes y las vidas populares espa?olas. As¨ª ten¨ªa motivo para dedicarse con m¨¦todo a algo de lo que m¨¢s le gustaba: ir por ah¨ª observando y pintando, por los caminos espa?oles que muy pocos artistas hab¨ªan recorrido desde la ¨¦poca de los viajeros rom¨¢nticos; ir con sus aparejos y su caballete de pintor de campo, de fot¨®grafo en la estela de Laurent, aunque con una visi¨®n m¨¢s testimonial que arqueol¨®gica, con una sensibilidad agudizada al extremo por lo inmediato y lo fugitivo: no por un monumento o un paisaje en s¨ª, sino por el modo en que los transforma la luz de un momento a otro, por los efectos y los espejismos de las lejan¨ªas, la sombra fresca de los ¨¢rboles a la orilla de un r¨ªo, el blanco de cal y el azul implacable de la fachada de una cueva en las laderas ¨¢ridas del Sacromonte.
El Museu Nacional de Arte Antiga es m¨¢s silencioso todav¨ªa en estas ma?anas primeras del a?o. En los bocetos y el paisaje, en los apuntes tomados sobre un peque?o rect¨¢ngulo de madera a una velocidad no muy inferior a la del disparo de una fotograf¨ªa, es donde Sorolla se concede un m¨¢ximo de libertad, una rapidez taquigr¨¢fica. En tres brochazos sinuosos de morado, de blanco y de azul est¨¢ resumido el horizonte nevado del Guadarrama. La profusi¨®n crom¨¢tica de una cepa de vid que a¨²n no ha perdido las hojas, rojas y ocres y amarillas en el sol oto?al, posee un v¨¦rtigo entre de naturalismo y mancha pura que me hace acordarme de las abstracciones florales que pintaba Joan Mitchell. En el intento de captar la mutabilidad incesante de la naturaleza y de la percepci¨®n humana, Sorolla se acerca a la abstracci¨®n por un camino parecido al del viejo Monet: el cielo en el espejo del agua y las sombras de las nubes en marcha sobre la hierba y los ¨¢rboles que inclina el viento, la tentativa y la imposibilidad de atrapar lo que fluye y cambia y desaparece en la forma inm¨®vil de un cuadro. No hay dos blancos de lienzo o de cal o dos ocres de tierra o dos cielos que sean id¨¦nticos en los paisajes de Joaqu¨ªn Sorolla. No parece que se cansara nunca de fijarse en los matices diferentes de cosas muy parecidas entre s¨ª. En los ¨²ltimos a?os, abatido por la hemiplej¨ªa, miraba el jard¨ªn de su casa, las sombras m¨®viles de los ¨¢rboles y el sol que se filtraba en las hojas, el cielo en el estanque. Sedentario por fin, miraba absorto lo que ya no pod¨ªa pintar.
Tierra adentro. La Espa?a de Joaqu¨ªn Sorolla. Museu Nacional de Arte Antiga. Lisboa. Hasta el 31 de marzo.
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