?Gallego bruto?
Mi padre era un hombre desbordante de prejuicios, pero todos ellos cayeron ante la discreta cortes¨ªa de don ?ngel
Llegamos al fin de a?o que, en mi pa¨ªs sure?o, corresponde al verano y las vacaciones. Todo predispone a recordar las de la infancia. Es un t¨®pico tan intensamente gastado que prometo a los eventuales lectores no hablar demasiado de mis aventuras. En aquel lejano entonces, aprend¨ª que los gallegos no eran brutos. No me lo ense?¨® mi abuelo gallego, porque muri¨® antes de que yo pudiera conocerlo. Adem¨¢s, las an¨¦cdotas que repet¨ªan sus hijas (mi madre y mis t¨ªas) acentuaban el prejuicio sobre aquel inmigrante de A Coru?a, agobiado por el trabajo, que dec¨ªa con desprecio, posiblemente fingido, que las buenas notas obtenidas por sus hijos en la escuela apenas serv¨ªan para ¡°echarlas al puchero¡±. O quiz¨¢s esta era una met¨¢fora que sus hijos no entendieron.
Pero, afortunadamente, a los seis a?os conoc¨ª a don ?ngel Naveira. Hab¨ªa sido pescador en Galicia y su madre lo hab¨ªa embarcado hacia Am¨¦rica para que no se le muriera ¡°otro hijo en la mar¡±. Cumpliendo ese mandato, don ?ngel le compr¨®, en cuanto pudo, un pasaje a su hermano menor. Dos Naveira se salvaron as¨ª de la borrasca y el naufragio. Durante 20 a?os, don ?ngel durmi¨® debajo del mostrador en el almac¨¦n de ramos generales que Carlos Dopazo, otro gallego nada bruto, hab¨ªa levantado con su reciente y peque?a fortuna. El almac¨¦n estaba en una aldea del norte argentino, que mi padre frecuentaba cuando ¨ªbamos a hacer las compras durante los largos meses de las vacaciones. Afable y conversador, don ?ngel nos recib¨ªa en los escritorios de su ya importante comercio. Mi padre se sentaba all¨ª y comenzaba una conversaci¨®n de la cual era, muchas veces, el ¨²nico interlocutor. Yo daba vueltas entre piezas de lona, rollos de alambre, ruedas de molino y latas de conservas mientras esperaba que se hicieran las doce. A esa hora, acompa?aba a don ?ngel y a mi padre al bar del hotel frente a la plaza. Ellos tomaban su aperitivo de jerez y yo una naranjada con rodajas de salame y pedacitos de queso.
Todos los d¨ªas, don ?ngel y mi padre discut¨ªan sobre qui¨¦n iba a pagar el consumo. Los dos eran invitadores compulsivos, de modo que el torneo se repet¨ªa igual e inexorable, ya que los dos tambi¨¦n rechazaban la forma m¨¢s moderna de la alternancia. Siempre uno de ellos se afanaba por adelantarse en el momento de pedir la cuenta. Ambos sacud¨ªan las billeteras sobre sus cabezas, ante el rostro del mozo que ya estaba acostumbrado a la escena y eleg¨ªa a uno o el otro, seguro de que la propina ser¨ªa buena, viniera de quien viniera.
Don ?ngel era la imagen del inmigrante ideal: gallego de m¨®dico acento, buen escuchador, sin ning¨²n rasgo pintoresco de esos que enloquecen al racismo y al nacionalismo
Don ?ngel, el gallego, porfiaba con mi padre, nieto y bisnieto de argentinos, en un cuadro de competencia entre inmigrantes y criollos. Venciera quien venciera, la porf¨ªa terminaba cuando nos levant¨¢bamos y don ?ngel nos acompa?aba hasta el carro, tirado por un caballo tobiano, que nos estaba esperando frente a la plaza.
Mi padre, cuya palabra era santa, siempre dec¨ªa que don ?ngel era un hombre de gran inteligencia. De modo que la idea del ¡°gallego bruto¡± ca¨ªa en pedazos frente a esa prueba emp¨ªrica que mi padre certificaba con la experiencia que yo le atribu¨ªa. Pepe, el hermano de don ?ngel que se hab¨ªa salvado de la mar, inauguraba mi imagen de cultura gallega con un libro de Rosal¨ªa de Castro, del que me le¨ªa en voz alta Campanas de Bastabales.
Cuando, por Semana Santa, volv¨ªamos al pueblito, encontr¨¢bamos a don ?ngel haciendo los preparativos para un ¡°guiso de pescado¡±, plato que no estaba incluido en nuestras inclinaciones decididamente carn¨ªvoras. El pueblito quedaba a 300 kil¨®metros de la ciudad m¨¢s pr¨®xima. A esa ciudad llegaba algo que don ?ngel consideraba alimento premium: bacalao. Supongo que ser¨ªa alguna forma del pescado seco o salado, ya que nunca vi en esos caminos de tierra camiones frigor¨ªficos. Sea el pescado que fuere y en el estado en que don ?ngel lo consiguiera, el Viernes Santo nos invitaba a comer ese guiso que comenzaba a preparar desde la ma?ana temprano. Ni a mi padre ni a m¨ª nos gustaba el resultado de su esfuerzo; nos daba aprensi¨®n la olla con esos pedazos de algo desconocido, revueltos entre otros pedazos de galleta ablandada por el caldo, de donde brotaba un olor que resulta desagradable si antes no se ha aprendido que es agradable. De todos modos, mi padre, que com¨ªa como un criollo, se sentaba a la mesa de don ?ngel y celebraba con ¨¦l la ceremonia. Yo la pasaba peor porque practicaba esa intolerancia t¨ªpica de los ni?os frente a comidas ¡°raras¡±. Los ni?os no son exploradores gourmet, por lo menos en aquella ¨¦poca.
Pero me gustaba escucharlo a don ?ngel. Su acento me gustaba. Sobre todo, me gustaba la manera en que ¨¦l y mi padre, transcurrido el almuerzo, hacia la media tarde, sal¨ªan a caminar por el pueblo, tomados del brazo. Mi padre era un hombre desbordante de prejuicios, porque, con raz¨®n o sin ella, consideraba que su familia viv¨ªa desde un tiempo muy largo en Argentina. Sin embargo, esos prejuicios cayeron ante la discreta cortes¨ªa de don ?ngel. O quiz¨¢s, don ?ngel era la imagen de su inmigrante ideal: gallego de m¨®dico acento, buen escuchador, sin ning¨²n rasgo pintoresco de esos que enloquecen al racismo y al nacionalismo.
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