Lo importante era marcharse
El Reina Sof¨ªa presenta los dibujos y esculturas de H. C. Westermann, cuyo virtuosismo y figuraci¨®n resultaron impopulares en pleno pop americano
El teniente Giovanni Drogo recibe como primer destino un puesto de frontera, la fortaleza Bastiani, lugar incomprensible e incomprendido considerado por todos los militares que all¨ª llegan un lugar de tr¨¢mite a la espera de otra misi¨®n donde puede que progresen. La expectativa del ataque se produce una y otra vez, son siempre falsas alarmas, pero el joven Drogo se resiste a pensar que ha ido a parar a un lugar de mediocridad. Transcurren d¨ªas, noches interminables atravesadas por el vaiv¨¦n de las linternas, y ¨¦l sigue siendo el vig¨ªa que espera multitudes mientras se debate entre la sensaci¨®n de nadidad que le impulsa a anhelar volver a casa y la esperanza de un ataque enemigo que significar¨ªa la justificaci¨®n de su carrera. Este es el retrato que Dino Buzzati hizo del ¨²ltimo artista rom¨¢ntico en El desierto de los t¨¢rtaros (1940), un antih¨¦roe obstinado en la espera de algo que no existe y que abraza el escepticismo como ¨²nica visi¨®n del mundo.
Al igual que el protagonista de la novela de Buzzati, H. C. Westermann aparece en el arte de mediados del siglo XX como una figura errante, marginal. Del norte del desierto de California, donde se desarroll¨® su juventud, ten¨ªa que llegar su fortuna, la aventura, pero acab¨® inadaptado a las alegr¨ªas de la gente normal. Decidi¨® seguir la disciplina, el orgullo de la responsabilidad escrupulosa que le ofreci¨® el Ej¨¦rcito, donde sirvi¨® como marine durante la Segunda Guerra Mundial y a?os despu¨¦s en la guerra de Corea, pensando quiz¨¢ que algo distinto tendr¨ªa que venir de all¨ª, algo verdaderamente digno.
Drogo/Horace Clifford Westermann descubri¨® que la guerra era una frontera muerta, as¨ª que aliment¨® su esperanza intacta con la nueva fe que le proporcion¨® ser artista. Sus dibujos, y en mayor medida sus esculturas, eran tentativas figurativas que nunca encontraron una direcci¨®n concreta en el escarpado y liso murall¨®n del minimalismo, el arte pop y la abstracci¨®n exc¨¦ntrica de aquellos a?os. Como un astuto combatiente, trep¨® por una breve pared en apariencia inaccesible y la cort¨® a pico, tenazmente. Se le oy¨® blasfemar, se le vio derrumbarse, y aun as¨ª el soldado Horace vibraba en cada esfuerzo. Las amenazas del enemigo del norte no eran m¨¢s que un pretexto para dar sentido a su trabajo, que siempre era el de volver a casa. Lo importante era marcharse. As¨ª fue como, en el medio del camino, sus amigos artistas y alg¨²n cr¨ªtico se apresuraron a animarle. Solamente el curso del arte oficial no parec¨ªa cambiado. ?Caramba, ellos no hab¨ªan pedido irse de la fortaleza!
Sus obras eran tentativas figurativas que no encontraron direcci¨®n concreta en el murall¨®n del minimalismo
?C¨®mo calificar la obra de Westermann? ¡°For God¡¯s Sake¡± (por el amor de Dios), se lee en la inscripci¨®n de uno de sus dibujos de finales de los sesenta dedicado al cr¨ªtico Dennis Adrian. En ¨¦l se concentra pr¨¢cticamente toda la imaginer¨ªa del autor angelino (1922-1981), el lobo de mar que lleva en el pecho un tatuaje de amor maternal (¡°Querida mam¨¢¡ comenz¨® a escribir¡ e inmediatamente se sinti¨® como cuando era ni?o¡¡±). Vemos un nudo marino en forma de aspa, dentro de uno de los lazos hay una cruz con la inscripci¨®n ¡°I¡¯m Going Home¡± (vuelvo a casa), al lado una sirena de grandes pechos y expresi¨®n temerosa, un barco fantasma que vuela y otro rodeado de tiburones, un ancla que parece m¨¢s la risa de un payaso triste y la soga del ahorcado que tiembla como una pulsaci¨®n de vida. El dibujo es una ¡°rosa de los vientos¡± que orientar¨¢ al visitante por las 130 obras distribuidas por formatos (c¨®mic, esculturas, pinturas, litograf¨ªas, cartas) y cronolog¨ªas m¨¢s o menos atravesadas por ideas recurrentes, como el que se mete en el habit¨¢culo de una fortaleza llena de objetos impecablemente construidos con las maderas de un barco que emiten crujidos; sin embargo, dentro de ellos se consigue descubrir algo que parece un cielo y otras cosas rid¨ªculas, fantas¨ªas de colegial.
La obra de H. C. Westermann es la de un artista al borde de la altiplanicie. En el fondo del valle rocoso est¨¢n el surrealismo de Cornell y Man Ray, el dada¨ªsmo de Duchamp, tambi¨¦n Claes Oldenburg, Leon Golub, Mike Kelley, Paul McCarthy y Raymond Pettibon. Se podr¨¢ intuir de una forma u otra en las pinturas y esculturas del gran desierto, donde saltan animales y acr¨®batas, monigotes y t¨®tems antropomorfos con ojo de Polifemo y boca de Marilyn. Los ¡°barcos de la muerte¡± tienen el mismo estatus de ata¨²d que los arcones que contienen compartimentos a modo de est¨®magos, cada uno dentro de sus cofres, virtuosamente tallados (Westermann aprendi¨® la t¨¦cnica de su ¨¦poca como ebanista de rieles de tren), que en su caso son parte de la escultura, como para Brancusi lo era el pedestal.
Sus hombres-casa son figuras meton¨ªmicas que llevan dentro poemas visuales sobre dramas terror¨ªficos en los que se intuye la aceptaci¨®n, pero tambi¨¦n la esperanza. Algunos est¨¢n en llamas, otros decorados con puertas que se abren y se cierran, cristales de colores y espejos. Sus m¨¢quinas enfadadas, hechas con maderas desbastadas, ensambladas y policromadas, son paradojas visuales fuera de quicio y rodeadas, como tiburones hambrientos, por los temas del arte de todos los tiempos: el suicidio, el infortunio, las profundidades inexplicables de la psique, los dioses de la guerra, la dignidad. Un ancla de madera que se derrite, una m¨¢quina del mill¨®n, gasolineras, marcas de refresco y otros elementos de lo vernacular le sirven para hacer una reflexi¨®n sobre la vida cotidiana de su pa¨ªs.
La obra de Westermann tuvo una resonancia intermitente. Se le reconoci¨® en vida, en una muestra individual en Los Angeles County Museum of Art; tambi¨¦n en el Art Institute de Chicago, donde se hab¨ªa formado como artista a principios de los cincuenta gracias a una beca para veteranos de guerra. A falta de un reconocimiento mayor, ide¨® su propio mausoleo, que titul¨® Un pedazo del museo de sue?os destrozados (1965), una talla en madera donde algo que parece un embutido descansa en equilibrio inestable sobre un pedestal colocado a su vez encima de una plancha de ¨¦bano con unas cu?as negras que sugiere un mar infestado de tiburones. La fortaleza del museo est¨¢ asegurada, aunque ese apoyo sea deficiente para defender al marinero que persevera en la idea de volver a casa.
Volver a casa. H. C. Westermann. Museo Reina Sof¨ªa. Madrid. Hasta el 6 de mayo.
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