El hada que comparti¨® sus angustias
Florence Welch sedujo con su fr¨¢gil melodrama a un Sant Jordi que no se llen¨®
Como de otra ¨¦poca, de otros tiempos, coloreados en sepia. Florence Welch ayer noche en el Palau Sant Jordi de Barcelona. Vestido largo, vaporoso, transparentando las piernas por efecto de las luces posteriores y de lo tenue de las gasas que las cubr¨ªan. Melena larga, as¨ª como de hippie inspirada en lady Godiva, descalza quiz¨¢s para sentir mejor el suelo o para asegurar que su dispraxia no le jugase una mala pasada. E intensa desde el comienzo de un concierto melodram¨¢tico pautado por su voz de mezzosoprano, capaz de subir octavas como un romeo los pelda?os que conducen a la alcoba de su amada. Inusual conjunto de elementos al parecer impropios de tiempos veloces en los que el sentimiento se arrincona por innecesario, tal es la inversi¨®n de valores asociada a la apariencia y el consumo. Florence va por otro camino.
Ya por la selecci¨®n de su escenograf¨ªa, basada en un escenario que parec¨ªa de cart¨®n reciclable, sencillo y con desniveles que se antojaban org¨¢nicos, de sedimentaci¨®n. Perfectamente iluminado, sin exceso de aspaviento tecnol¨®gico, sin pantallas sobre las que mostrar ocurrencias y suficientemente di¨¢fano para que ella, la vestal, pudiese deambular como flotando, igual que esas bailarinas que emerg¨ªan de las cajas de m¨²sica, girando sobre s¨ª mismas. Es m¨¢s, hab¨ªa un arpista que evocaba precisamente el sonido propio de aquellos ingenios tan de otros tiempos. Y adem¨¢s del arpista, otros siete m¨²sicos que en conjunto sonaron fant¨¢stico desde la primera canci¨®n, June, bot¨®n de muestra de lo que vendr¨ªa despu¨¦s, otras 16 piezas de car¨¢cter confesional.
Porque para Florence la m¨²sica es terapia, con ella afronta y procura superar sus problemas existenciales. La muerte de los seres queridos, sus antiguas adicciones, la soledad, la inseguridad y dem¨¢s ingratitudes propias de eso que se llama vivir pasaron por escena, pasan por sus canciones, como v¨ªa de sanaci¨®n. Es as¨ª su p¨²blico, 10.000 personas que no llenaron el recinto, ya de por s¨ª con aforo limitado por zonas inaccesibles, una especie de terapeuta que asiste a la exposici¨®n de las vivencias de la paciente y, a diferencia de los profesionales, su consejo es la entrega incondicional al torrente de est¨ªmulos musicales que ofrece Florence. Aplauden su emotividad, la quieren as¨ª y no desean que cambie.
Desde el minuto cero ese p¨²blico se dej¨® llevar por la grandiosidad dram¨¢tica de canciones que recuerdan a un globo, comienzan inanes para ir ters¨¢ndose por efecto de la instrumentaci¨®n y de un uso ¨¦pico del tempo de las canciones y del crescendo instrumental. Al final el globo es r¨ªgido y abultado, y por encima la poderosa voz de Florence emerg¨ªa dando sentido al conjunto, ensordeciendo a los terapeutas y facilitando que ella diese saltitos por escena en el centro del torbellino sonoro. Y al hablar emerg¨ªa la chica que parece apocada, naif e ingenua que ri¨® f¨¢cil y blandamente incluso al decir que Barcelona es muy bonita. Nada que ver su tono de voz al hablar y al cantar: habl¨® como si fuese t¨ªmida y cant¨® como una Castafiore post-indie. Pero con t¨¦cnica y sin desafinar.
El concierto fue una perfecta puesta en escena de esta intensidad emocional que s¨ª parece propia de los a?os 90 y posteriores, de esas escenas art¨ªsticas en las que todo hace da?o, todo es trascendente, todo es sustancial, todo hiere y no hay espacio para el respiro, la iron¨ªa, el humor, la distancia o el simple convencimiento de que esto, al fin y a la postre, s¨®lo es m¨²sica pop, con toda su grandeza y peque?ez, con todo su sentido y todas sus limitaciones. Pero, y esto hace a Florence algo diferente, la explicaci¨®n en escena de todo ello no la convierte en un ser atribulado cargado por las cadenas de la incomprensi¨®n, de la soledad y de la responsabilidad. Ella, al contrario, parece feliz exorcizando sus demonios en p¨²blico, hasta el punto de parecer un personaje de cuento, un hada tierna que camina sobre los problemas como si fuesen flores que se abren bajo sus descalzos pies. Y al hablar, entre mensajes de autoayuda, reconocimientos a Patti Smith y arengas emotivas, acab¨® de redondear un personaje singular que limita, ni que sea tenuemente, su intensidad vivencial.
Sus dos ¨²ltimos discos coparon la mayor parte de un repertorio ajustado a la hora y media en la que el recuerdo de Kate Bush plane¨® por escena, bajo las gasas que ondulantes se suspend¨ªan sobre las cabezas de los m¨²sicos. Pero que todo lo antedicho no nos sit¨²e ante un concierto plomizo por afectado. Canciones como ¡°Dogs Day Are Over¡± o ¡°Ship To Wreck¡± repartieron sonrisas mel¨®dicas y suficiente ritmo como para que la pista se asemejase a una pandereta sobre la que cosquillea un pu?ado de arena. Y todo tuvo ese aire de feminidad que, como ella sugiri¨®, se opone a la masculinidad t¨®xica del macho alfa, sudoroso, pleno de testosterona, tan r¨ªgido y orgulloso como agresivo y elemental. No dej¨® de parecer otro t¨®pico, hay muchas formas de ser mujer e incluso hombre, pero ha de reconocerse la coherencia de un espect¨¢culo bien construido, bien interpretado y llevadero pese a su densidad musical y gusto por la filigrana plateresca.
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