Las sombras del pasado
Vlad¨ªmir ?shkenazi ofrece dos conciertos muy irregulares al frente de la Orquesta Philharmonia
El mismo d¨ªa en que Iberm¨²sica presentaba por la ma?ana la primera de las dos temporadas celebratorias de su cincuentenario (casi una anomal¨ªa hist¨®rica en nuestro pa¨ªs, dedic¨¢ndose a lo que se dedica), la Orquesta Philharmonia ofrec¨ªa por la tarde el primero de los dos conciertos de su nueva visita madrile?a, una vez m¨¢s, como hace cuatro a?os, bajo la batuta de Vlad¨ªmir ?shkenazi, vinculado a ella desde hace d¨¦cadas y nombrado su director laureado en 2000.
El director y pianista ruso visit¨® por primera vez Madrid con la Philharmonia en 1986. Ha llovido mucho desde entonces (y lo hizo con fuerza en Madrid en la tarde del mi¨¦rcoles, antes, durante y despu¨¦s del primer concierto), pero uno y otra mantienen inalteradas sus se?as de identidad. La formaci¨®n que fundara Walter Legge en el arranque de la segunda posguerra mundial sigue siendo una de las mejores orquestas europeas, con un pasado glorioso, tanto en las salas de concierto como en los estudios de grabaci¨®n. Y ?shkenazi, un octogenario sobrado de energ¨ªa, se mantiene activo ante el teclado y en el podio, con la diferencia, o discrepancia, que ha sido siempre claramente perceptible entre ambas actividades: el pianista de recursos aparentemente ilimitados y el director cuando menos sui generis, de t¨¦cnica poco ortodoxa y resultados muy dispares.
Obras de Chaikovski, Shostak¨®vich, Mendelssohn, Mozart y Elgar. Esther Yoo (viol¨ªn) y Elena Bashkirova (piano). Orquesta Philharmonia. Dir.: Vlad¨ªmir ?shkenazi. Iberm¨²sica. Auditorio Nacional, 24 y 25 de abril.
En su visita de 2015 acompa?aron a ?shkenazi dos violinistas (Akiko Suwanai y Patricia Kopatchinskaja), con las que brind¨® versiones desiguales de los Conciertos de Sibelius y Mendelssohn, respectivamente. Ahora ha vuelto casi a repetirse la misma historia, ya que el Concierto de Chaikovski que escuchamos a la estadounidense Esther Yoo tampoco pasar¨¢ a los anales de las grandes interpretaciones de la obra, servida en anteriores temporadas de Iberm¨²sica por solistas como Vlad¨ªmir Spivakov, Henryk Szeryng, Viktoria Mullova, Midori, Nikolaj Znaider, Janine Jansen o Julian Rachlin. Esther Yoo no solo no se acerc¨® ni lejanamente a ninguno de ellos,? sino que produjo una impresi¨®n muy pobre, m¨¢s a¨²n si tenemos en cuenta que ha grabado recientemente la obra para un sello discogr¨¢fico de relumbr¨®n junto a estos mismos orquesta y director.
Este ¨²ltimo no ayud¨® a buen seguro a Yoo con una direcci¨®n muy poco inspirada y bastante rutinaria (las trompas tampoco tuvieron su tarde), pero fue dif¨ªcil encontrar en ella ninguna de las virtudes que podr¨ªan encumbrarla al olimpo de los grandes de su instrumento. Tiene un sonido peque?o y no especialmente bonito; los pasajes m¨¢s virtuos¨ªsticos sonaron casi siempre borrosos, especialmente acordes y escalas r¨¢pidas; la cadencia del primer movimiento fue una muestra de debilidades, m¨¢s que de fortalezas; y apenas exhibe rasgos personales y, cuando asoman puntualmente, no hacen sino empeorar lo ya escuchado. Aun as¨ª, y ante los aplausos del p¨²blico tras una obra de tanto lucimiento, Yoo toc¨® como propina la Passacaglia, de Handel, transcrita para viol¨ªn y viola por Johan Halvorsen. La secund¨® la viola solista de la orquesta, Yukiko Ogura, y tampoco aqu¨ª pudo atisbarse ninguna de las virtudes que deben de ver en la estadounidense quienes quieren auparla al estrellato violin¨ªstico. Tocada como un aluvi¨®n de notas sin rumbo ni sentido, fue otra versi¨®n a olvidar.
Las cosas mejoraron ostensiblemente en la D¨¦cima Sinfon¨ªa de Shostak¨®vich, un compositor sobre el que ?shkenazi ha impartido no pocas lecciones magistrales tanto al piano como batuta en mano (si bien m¨¢s lo primero, como de costumbre). Es extra?o verlo dirigir, con un uso limitad¨ªsimo de los brazos, casi siempre pegados al cuerpo, y circunscribiendo la mayor¨ªa de sus movimientos al torso. Es cierto que la orquesta no lo mira demasiado, como constatar¨¢ cualquier observador atento, pero deben de conocerlo tan bien que quiz¨¢ consideren innecesario hacerlo (y esta es la interpretaci¨®n m¨¢s ben¨¦vola que cabe imaginar). Las trompas siguieron sin dar lo mejor de s¨ª (han cambiado varios de sus integrantes y se a?ora especialmente a Katy Woolley), aunque los redimi¨® a todos en parte Laurence Davies con sus comprometid¨ªsimos solos del tercer movimiento, tocados de manera impecable. Hubo solos espl¨¦ndidos de flauta (extraordinario Samuel Coles), flautines, oboe, corno ingl¨¦s, fagot y viol¨ªn (el sensacional concertino Zsolt-Tiham¨¦r Visontay); el metal ray¨® siempre a alt¨ªsima altura; y la cuerda, aunque quiz¨¢ no sea la de la Philharmonia en alguna de sus ¨¦pocas gloriosas, sigue atesorando infinitos recursos y una gran ductilidad. Fue una versi¨®n notable, mejor en los momentos ¨ªntimos que en los bomb¨¢sticos, aunque tambi¨¦n aqu¨ª el espectro del pasado asom¨® con fuerza: el primero en tocar esta obra para Iberm¨²sica, en 1981, fue uno de sus m¨¢ximos especialistas, el recientemente fallecido Andr¨¦ Previn, al frente de la Sinf¨®nica de Londres. Y muchos recordar¨¢n tambi¨¦n la versi¨®n de Mariss Jansons al frente de la Filarm¨®nica de Oslo 13 a?os despu¨¦s. Un pasado que pesa.
El segundo concierto del jueves tuvo menos historia. Curiosamente, lo mejor son¨® justo al principio: la secci¨®n lenta, el Mar en calma, que abre la obertura de Mendelssohn, dirigida por ?shkenazi con poes¨ªa sincera y un perfecto equilibrio entre instrumentos, algo que ya no tuvo continuidad en el Pr¨®spero viaje, donde faltaron transparencia y aliento po¨¦tico. Elena Bashkirova fue una pulcra solista del Concierto n¨²m. 21 de Mozart, que son¨® demasiado intrascendente. ?shkenazi grab¨® todos los conciertos mozartianos con esta misma orquesta (tocando y dirigiendo), lo que lo convierte en un perfecto conocedor de este repertorio. Pero acompa?ar a otros no es lo suyo, como se demostr¨® de manera especialmente flagrante en la entrada de la orquesta tras la cadencia del primer movimiento. Ni pianista ni director tomaron en ning¨²n momento la iniciativa, por lo que la m¨²sica avanz¨® por sendas tan previsibles como impersonales. Tras los aplausos de rigor, Bashkirova se avino a tocar una propina: el Rond¨® K. 485 de Mozart. Sentado entre el p¨²blico la miraba con atenci¨®n su padre, Dmitri Bashkirov, el legendario pianista y pedagogo georgiano.
En la segunda parte, las Variaciones Enigma, de Elgar, sirvieron para constatar la enorme calidad de la orquesta, que dej¨® que el gran ¨®rgano del Auditorio se uniera a la fiesta final (el compositor ingl¨¦s marc¨® su parte ad libitum). Fue una versi¨®n descafeinada, poco victoriana si se quiere, de nuevo rutinaria, en la que los mayores destellos de genio se concentraron en la decimotercera variaci¨®n, que permiti¨® incluso tender un puente simb¨®lico con el comienzo del concierto: dos joyas destellantes en medio de una grisura generalizada. El metal volvi¨® a sonar poderoso pero descompensado, las maderas se lucieron en todas sus intervenciones (y es justo citar ahora expresamente al clarinetista Mark van de Wiel) y la cuerda despleg¨® omn¨ªmoda sus poderes en una obra que todos estos instrumentistas podr¨ªan tocar casi de memoria y sin nadie en el podio. Pero ?shkenazi estaba all¨ª, afable, sonriente, antidivo, obsequioso con todos, p¨²blico incluido. Su largu¨ªsima carrera directorial sigue siendo un milagro nada f¨¢cil de comprender.
Babelia
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