Leer sin saber
Algunas ficciones pueden arrebatarnos desde un principio. Otras aparecen cuando no se las espera
A nadie se le pedir¨¢n explicaciones si dice que En busca del tiempo perdido, Madame Bovary o Doctor Faustus son los libros que m¨¢s le impresionaron. Tal declaraci¨®n ratifica lo que ahora se llama canon, es decir, la champions league de la literatura. Con igual tranquilidad, se acepta nombrar a Jane Austen junto a Stendhal, o a Heine en la misma frase que a Baudelaire. Salvo para rebeldes que quieran intranquilizar lo establecido, esos nombres figuran en la mayor¨ªa de las listas. Ya no causan esc¨¢ndalo en los tribunales, ni hay fiscales que los persigan como a Flaubert, o censores que quieran borrarlos como sucedi¨® con Lolita, de Nabokov. Solo a un provocador profesional se le ocurrir¨ªa decir que, al lado de Rojo y negro, se puede poner una novela desva¨ªda de Lamartine; que Victor Hugo no es para tanto, si se piensa en lo bien que escrib¨ªa Alfred de Vigny; o que, finalmente, Eliot es bastante aburrido si lo comparamos con Neruda. Hay listas con las que no se juega, donde se prescriben libros que hay que leer contra viento y marea.
Un amigo recuerda, con verg¨¹enza retrospectiva, que fue a una librer¨ªa para adquirir Edipo rey de S¨®focles, pensando que S¨®focles era un lugar de Grecia. La profesora no lo hab¨ªa aclarado a su p¨²blico de secundaria. Pareja confusi¨®n me afectaba, de adolescente, frente al Quijote. Antes me hab¨ªa sucedido mezclar el Cantar de Mio Cid con Le Cid de Corneille, sin consecuencias fatales. Me gustaban m¨¢s los versos del drama franc¨¦s. Del Quijote, en la escuela, nos obligaron a memorizar algunos p¨¢rrafos sobre las armas y las letras, incomprensibles para nuestra incultura y mucho m¨¢s dif¨ªciles de retener que las sextinas del Mart¨ªn Fierro, que finalmente ayudaban con el verso corto y la rima.
Decid¨ª entonces, a los 14 a?os, que leer¨ªa el Quijote yo solita, empresa que, a mediados del siglo XX, era completamente imposible para una chica, aunque fuera muy pretenciosa. Sentada en el segundo patio de la casa, me concentr¨¦ tardes y tardes para ¡°leer¡± a Cervantes, tarea que, de vez en cuando, aliviaba con una merecida botellita de coca-cola. Solo ten¨ªa el Diccionario de la Real Academia. No exist¨ªa Internet, y mi familia tom¨® distancia de una empresa que consider¨® uno de mis habituales caprichos.
Me fue muy mal. La Real Academia informaba que una venta era ¡°una casa establecida en los caminos o poblados para hospedaje de los pasajeros¡±. ?O sea que era un hotel? El conocimiento, adquirido en vacaciones, de tal tipo de establecimiento volv¨ªa inveros¨ªmil lo que Cervantes les adjudicaba como escenario. Y as¨ª con decenas de palabras: burler¨ªa, bachiller o achaque, para m¨ª, no significaban lo que parec¨ªan designar en el Quijote. Igual continu¨¦ recorriendo las p¨¢ginas, en una horrible edici¨®n de Sopena, sin notas ni ilustraciones. No obten¨ªa diversi¨®n alguna, todo quedaba en un m¨¢s all¨¢ de mis capacidades. Tanto habr¨ªa dado atreverme con el Ulises, de Joyce, animada por la esperanza de que le¨ªa ingl¨¦s y esa destreza bastaba. Con Joyce, la humillaci¨®n habr¨ªa sido peor, porque hubiera llegado a la conclusi¨®n de que tampoco le¨ªa ingl¨¦s.
Mucho m¨¢s tarde aprend¨ª que cada libro llega a su tiempo. Y que mientras ese tiempo no llega, otras novelas nos capturan. Eso me sucedi¨®, a los 15 a?os, con Rojo y negro, de Stendhal, porque de inmediato me identifiqu¨¦ con Julien Sorel, que se convirti¨® en mi personaje m¨¢s amado, probablemente hasta hoy. Conservo todav¨ªa el ejemplar de Garnier. Si entonces hubiera le¨ªdo La monta?a m¨¢gica, de Thomas Mann, me habr¨ªa encontrado en un mundo casi tan complicado como el de los refranes y retru¨¦canos del Quijote. Cuando le¨ª la novela de Stendhal no sab¨ªa nada de la Francia de la Restauraci¨®n, pero tuve la impresi¨®n de que no necesitaba saber nada.
Algunas ficciones pueden arrebatarnos desde un principio, sin pedirnos demasiado a cambio. Otras aparecen cuando no se las espera. Eso me sucedi¨® con una novela de Arthur Schnitzler, que le¨ª tard¨ªamente porque algo me indicaba que deb¨ªa esperar para leerla en su lengua. Anoche termin¨¦ Spiel im Morgengrauen, traducida como Apuesta al amanecer por Miguel S¨¢enz. La le¨ª dos veces seguidas en la misma semana. Un joven teniente pierde y gana y vuelve a perder todo en una noche, hasta matarse a la ma?ana siguiente, porque la deuda de juego impagable es una deuda de honor. El mecanismo narrativo perfecto y los di¨¢logos tan leves como ir¨®nicos avanzan con la elegancia decadente del Imperio Austroh¨²ngaro pr¨®ximo a su final. No soy jugadora y, sin embargo, algo de Schnitzler me concern¨ªa directamente. Con su personaje, sent¨ª una extra?a familiaridad, aunque yo conozca muy poco de las costumbres militares de los oficiales se?oritos o de las reglas del punto y banca. Quiz¨¢ la causa sea cierta inclinaci¨®n por tomar riesgo.
Cada lector llega a la literatura de las maneras m¨¢s azarosas. En Willi Kasda, el jugador de Schnitzler, reconoc¨ª a Sergio Escalante, el jugador de Cicatrices, la novela de Juan Jos¨¦ Saer. Nunca se lo pregunt¨¦ a Saer y ya no habr¨¢ ocasi¨®n de hacerlo.
La cronolog¨ªa no existe.
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