La nostalgia perdida
Los objetos del pasado tienden a recordarme solo sucesos melanc¨®licos. Por eso suelo deshacerme de ellos
No me gustan las calesitas ni los viejos parques de diversiones. No me interesan los juguetes que recuerdan mi infancia, de los que no conservo ninguno, pero que se encuentran en algunos puestos de feria dominical. No tengo ni un anillito que haya cumplido en mi poder m¨¢s de diez a?os. No conservo viejas revistas: ni el Billiken ni el Pato Donald que le¨ªa con fervor religioso todas las semanas.
No s¨¦ cu¨¢ndo comenz¨® este operativo de limpieza de mi propio pasado. Pero conozco bien sus resultados: no tengo objetos que ofrezcan un soporte a la nostalgia. Me dar¨ªa mucho miedo ser asaltada por el borrador de una carta, de la ¨¦poca remota en que se escrib¨ªan borradores, y que esas p¨¢ginas me ofrecieran la clave de una equivocaci¨®n hoy irremediable; o encontrar el abrigo blanco con el que camin¨¦ por primera vez en Nueva York, de noche, confundiendo el Este y el Oeste de Manhattan, buscando un lugar donde se escuchara jazz, sin gu¨ªa de la ciudad, sin el Village Voice, perdida como es lindo perderse cuando algo sucede por primera vez.
Admito que me falta una dimensi¨®n del tiempo. Cuando un amigo me envi¨® m¨¢s de doscientas fotograf¨ªas de antiguos viajes por Am¨¦rica Latina se me ocurrieron tres cosas. La primera fue preguntarle por qu¨¦ suerte de demencia me hab¨ªa transferido ese material denso, donde ambos ¨¦ramos muy j¨®venes, como eran j¨®venes quienes nos acompa?aban. La segunda fue devolv¨¦rselas de inmediato, pero me di cuenta de que eran copias digitalizadas, de modo que, en vez de tomarme el trabajo de retornarlas, deb¨ªa hacer algo para lavarles el aura pret¨¦rita. La tercera fue convertirlas en la materia de lo ¨²nico que se me ocurri¨®: escribir sobre ellas. La escritura las exorciz¨®, porque comenc¨¦ a mirar esas fotograf¨ªas como si fueran citas ajenas que ir¨ªan a parar a un texto. Finalmente, recalaron en un libro de viajes. Pero no fue f¨¢cil porque me resultaba odiosa la primera persona y tuve que construir un plural donde el recuerdo de m¨ª misma terminara fundido y confundido.
Libros viejos conservo apenas. El primero, que me regalaron cuando ten¨ªa 7 a?os, es una edici¨®n del Fausto criollo ilustrada por Florencio Molina Campos, un dibujante ni realista ni nostalgiosamente evocativo, m¨¢s bien entre sarc¨¢stico y c¨®mico, que tambi¨¦n ilustraba almanaques comerciales. El otro es la primera edici¨®n de la Historia de San Mart¨ªn de Bartolom¨¦ Mitre. Muchos a?os despu¨¦s, encontr¨¦ all¨ª la narraci¨®n exacta de la batalla de Jun¨ªn donde la carga de h¨²sares, que decidi¨® el fin de las guerras de independencia sudamericanas, fue encabezada por Isidoro Su¨¢rez, abuelo de Borges por el lado materno. Y hay un tercero, que no me explico por qu¨¦ subsisti¨® en mi biblioteca tantas veces mudada de domicilio: los Cuentos de mi molino de Alphonse Daudet en la edici¨®n francesa.
Conservo tambi¨¦n Los olvidados, ¨²nica novela de Fernando del R¨ªo, uno de mis cinco t¨ªos. No est¨¢ en la biblioteca sino apoyada contra ella, para que se vea la tapa con el dibujo de una chica de pelo enrulado. Cuando se public¨® ese libro, yo ten¨ªa 5 a?os y cre¨ª que hab¨ªa sido la modelo del dibujo, pero me desenga?aron enseguida. Sin resignarme, pregunt¨¦ si era la protagonista, con id¨¦ntico resultado. Todav¨ªa no sab¨ªa leer y deb¨ª aceptar esa primera desilusi¨®n con la literatura.
Los objetos tienen una dura temporalidad que siempre los remite al recuerdo. Alguien se sentaba a leer ese libro, cerca de esa l¨¢mpara. Alguien usaba ese collar de corales o ese pa?uelo con flores de seda italiana. Por suerte, el collar se ha roto y al pa?uelo lo agujere¨® una brasa de cigarrillo. Alguien limpiaba con cuidado los relieves de dragones y las superficies esmaltadas de aquel pebetero probablemente chino. Alguien hab¨ªa rescatado de un remate esa mesita Reina Ana sobre la que se apoyaban los vasos y las jarras. Alguien se peinaba frente a ese espejo biselado, que hab¨ªa envejecido y estaba manchado por rasgu?os oscuros, pero conservaba su prestigio hasta que se hizo trizas.
Lo que hoy me rodea es nuevo y va cambiando. Todo puede perderse o romperse sin drama. Cada cinco o diez a?os realizo una limpieza general que me permite deshacerme de los objetos que ya no cumplen esas condiciones. He tirado manojos de cartas, camafeos, fotograf¨ªas, ropas, que me recordaban alguna circunstancia feliz o un desen?canto.
De todo pasado hay malas y buenas memorias. A m¨ª me sucede que los objetos tienden a conservar solo las melanc¨®licas. Por eso, un domingo sal¨ª a vender los tomos de una colecci¨®n de pintura publicada en los a?os 1920, donde yo hab¨ªa visto mis primeras v¨ªrgenes de Rafael y de Murillo, que me gustaban m¨¢s que las de Leonardo, mis primeros impresionistas y hasta alg¨²n picasso. Cada vez que paso por esa librer¨ªa de viejo no recuerdo los libros que malvend¨ª apurada, sino c¨®mo me cost¨® arrastrarlos por la calle de Corrientes en una bolsa demasiado pesada.
Hered¨¦ el Longines de mi padre, un peque?o reloj de bolsillo, con cubierta dorada. Ven¨ªa de tiempos felices, pero ya no lo tengo y desconozco cu¨¢ndo pas¨® al anonimato del mundo.
Los objetos del pasado tienden a recordarme solo sucesos melanc¨®licos. Por eso suelo deshacerme de ellos
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