Dorothy Parker en Nueva York
En aquel viaje inici¨¢tico en busca de un escritor, en mi caso no era Truman Capote ni Scott Fitzgerald ni J. D. Salinger, sino esa periodista que hab¨ªa estado en la Guerra Civil
En mi primer viaje a Nueva York, como un sirio que llega a la Roma de Ner¨®n, hab¨ªa que cumplir con ciertos ritos ineludibles: ver el Guernica de Picasso en el MoMA, cruzar a pie el puente de Brooklyn, tomarme un martini en el River Caf¨¦, pernoctar en el Hotel Chelsea bajo la sombra de Dylan Thomas, comerme medio pollo en el Sylvia¡¯s, de Harlem, despu¨¦s de asistir a los oficios del domingo en cualquier capilla del S¨¦ptimo D¨ªa para o¨ªr el serm¨®n del reverendo con ritmo de blues, saber si era cierto que en las alcantarillas hab¨ªa colonias de cocodrilos blancos y ciegos y si los hombres rata se reproduc¨ªan entre las ca?er¨ªas oxidadas a 50 metros de profundidad en la vertical de la joyer¨ªa Tifanny¡¯s donde, seg¨²n Truman Capote, hab¨ªa que comprar un pu?ado de diamantes para a?adirlo a la avena del desayuno.
Se trataba de un viaje inici¨¢tico en busca de un escritor, pero en este caso no era Truman Capote quien m¨¢s me subyugaba, ni Scott Fitzgerald ni John Dos Passos ni J. D. Salinger, sino la periodista Dorothy Parker, que yo llevaba en la memoria desde un lejano verano de la adolescencia en que supe que esta mujer hab¨ªa visitado el hotel Voramar de Benic¨¤ssim, convertido en hospital durante la Guerra Civil, donde convalec¨ªan los brigadistas internacionales. All¨ª la periodista tuvo un amor con un miliciano, quien al final de la contienda se volvi¨® loco porque nadie le cre¨ªa cuando contaba en los bares su aventura.
Nueva York es un estado mental o un g¨¦nero literario frente al cual debe medirse un escritor porque cada cinco a?os cambia de naturaleza. Cuando llegu¨¦ por primera vez era una ciudad violenta y sucia, con olor a gas dulz¨®n mezclado con helado de vainilla podrido, hasta el punto de que te llevabas una decepci¨®n si en la primera noche no te hab¨ªan acuchillado en la Cocina del Diablo, entre la calle 42 y la Octava, o si no ve¨ªas a un profeta demente disparar su rifle a mansalva desde un alero.
?Qui¨¦n era Dorothy Parker? En mi primer viaje a Nueva York acababa de morir de un ataque al coraz¨®n, rehogada en alcohol, sola con su perro Troy en un hotel, el mi¨¦rcoles 7 de junio de 1967, pero en el aire a¨²n estaban vivos sus versos. ¡°Bebe y baila, r¨ªe y miente, ama toda la tumultuosa noche porque ma?ana tenemos que morir¡±, hab¨ªa escrito sin conseguirlo, pese a haberlo intentado dos veces; una cort¨¢ndose las venas con la cuchilla de afeitar de su marido y otra con Veronal.
En los tiempos de esplendor, en esta mujer conflu¨ªa el mundo que uno pod¨ªa so?ar, Scott Fitzgerald, William Faulkner, Dashiell Hammett, Raymond Chandler, el Hollywood al final del cine mudo, la ¨¦poca dorada de Montparnasse, las vacaciones en la Riviera, siempre invitada por amigos ricos que necesitaban las salidas de su lengua mordaz en las sobremesas o en las copas en los sillones blancos de los jardines, para sentirse maravillosos, malvados y evanescentes.
De la misma forma que dilapidaba su ingenio como un chico travieso, as¨ª llen¨® con sus relatos todas las revistas del momento, pero fue en The New Yorker, de la que era accionista, donde hizo brillar su talento. Un d¨ªa se puso de rodillas y rez¨®: ¡°Dios m¨ªo, te ruego que hagas que deje de escribir como una mujer¡±. ?C¨®mo suena hoy esta plegaria?
Sus letras dieron glamur a las canciones de Irving Berlin y Cole Porter. La primera grabaci¨®n de Glenn Miller, en 1932, era uno de sus poemas, titulado: C¨®mo iba a imaginar yo que esta felicidad era el amor. Y en Hollywood escribi¨® guiones a tanto la p¨¢gina en los boxes junto a Scott Fitzgerald, convertido en una ruina alcoh¨®lica. Parec¨ªa fr¨ªvola, siempre con un lul¨² en brazos, pero nunca dej¨® de ser una radical, un punto de referencia entre los periodistas de The New Yorker, ejemplares divinos que hab¨ªan establecido su tertulia en Mesa Redonda del hotel Algonquin, en el 59 de la calle 44 Oeste, hasta el punto de ocupar all¨ª una suite donde los amantes entraban y sal¨ªan como en una oficina de correos. Despreciar a los ricos, pero desear su dinero y vivir siempre rodeada de amigos hasta abrasarse en el altar de la madrugada. Ese era el Nueva York de Dorothy Parker.