Graham Greene en la Costa Azul
En un diminuto apartamento que daba al puerto de Antibes pasaba sus ¨²ltimos a?os el escritor, sentado en un butac¨®n frente al mar con doce botellas de J&B
Tendida a lo largo de la bah¨ªa, Niza era ya una ciudad pasada de moda, con cierto aire destartalado, que se hab¨ªa convertido en un reino de abuelitas de cabello azul y de viejos muy bronceados, todos deambulando por el paseo de los Ingleses tirados por un caniche hacia el m¨¢s all¨¢. Lejanos ya sus tiempos de gloria, ahora Niza estaba penetrada por los hampones, de modo que para triunfar solo te daba dos salidas, ser macarra o caniche.
Sentado en un banco del paseo, mientras aspiraba a tener los mismos derechos humanos que una mascota, me puse a leer el peri¨®dico de la regi¨®n, que tra¨ªa bellos cr¨ªmenes provenzales. Gaetano Zampa, rey de la mafia marsellesa, amaneci¨® suicidado aquel d¨ªa de julio de 1984. A partir de ese momento por toda la Riviera no hab¨ªa cesado el tiroteo. Los rufianes se estaban abriendo paso en el escalaf¨®n con una ensalada de plomo.
Quedaban ya lejos los a?os locos en que Francis Picabia, seguido de una tropa de artistas de vanguardia, Jean Cocteau, Matisse, Picasso, Man Ray, Paul Eluard, hab¨ªa puesto de moda estos parajes. Algunas p¨¢lidas musas de Montparnasse bajaban desde Par¨ªs, se instalaban en el Negresco, llenaban la ba?era de champ¨¢n rosa y se cortaban las venas.
Mougins, Juan-les-Pins, Saint-Tropez, Cap d¡¯Antibes, Vallauris, Saint-Paul-de-Vence. Este paisaje aun estaba amparado por la memoria de aquellos bohemios de oro. Desde su ¨²ltima residencia de Notre Dame de Vie, en 1973, Picasso hab¨ªa subido a los infiernos con sombrero de paja, pantal¨®n corto y camiseta de apache. Ahora en los puertos deportivos las popas de los yates estaban pobladas de magnates de la salchicha o del pl¨¢stico, de jeques del crudo, de reyes destronados. Solo hab¨ªa un personaje que justificaba viajar hasta all¨ª.
En un diminuto apartamento de dos piezas que daba al puerto de Antibes pasaba sus ¨²ltimos a?os el escritor Graham Greene, sentado en un butac¨®n frente al mar con doce botellas de J&B alineadas en una estanter¨ªa de la cocina. Era ya un viejo sonrosado, de ojos azules acuosos y sonrisa bondadosa, que iba a misa los domingos muy planchado, en compa?¨ªa de su amante Yvonne Cloetta con la que convivi¨® sus ¨²ltimos 30 a?os. Aunque se hab¨ªa convertido al catolicismo para casarse con la cat¨®lica Vivien, su primera esposa, pronto descubri¨® que lo m¨¢s sabroso de esta religi¨®n era el pecado seguido del perd¨®n, pero nadie como Graham Greene supo manejar con tanto placer literario la culpa y el remordimiento hasta darle el sentido a su vida como novelista, esp¨ªa, esposo infiel, amante apasionado y viajero por los lugares m¨¢s turbios del planeta.
Un verano con 18 a?os tumbado en una hamaca le¨ª la novela El poder y la gloria, la historia de un sacerdote lujurioso y alcoholizado quien durante la revoluci¨®n de M¨¦xico, a salvo fuera de la frontera, vuelve a cruzarla hacia este lado para darle el sacramento a un agonizante y muere fusilado. Aquellas vacaciones en el cine de verano al lado de casa pasaban la pel¨ªcula El tercer hombre. De noche desde la cama o¨ªa la c¨ªtara de Anton Karas que me tra¨ªa la memoria de una Viena derruida, llena de esp¨ªas, y a Orson Welles al pie de la noria del Prater.
Aquel d¨ªa, mientras le¨ªa que en la Riviera iban ya 21 fiambres bien baleados, vi cruzar por el paseo de los Ingleses al escritor en compa?¨ªa, tal vez, de su amante. Le segu¨ª con la mirada hasta que se perdi¨® confundido entre otros jubilados arrastrados por su perro. En ese momento Graham Greene hab¨ªa emprendido una lucha directa contra todos los hampones que se hab¨ªan apoderado de Niza amparados por los pol¨ªticos. El panfleto J'acusse (1982) era una prueba de que en aquel anciano ligeramente encorvado sobre sus piernas largas, autor de El americano impasible, quedaba todav¨ªa el fuego de un luchador. Poco despu¨¦s abandon¨® su apartamento de Antibes y se fue a Vevey, un pueblo de Suiza a morir junto a su hija. El funeral fue como una secuencia de cualquiera de sus novelas. A un lado de los bancos estaba Vivien, de 86 a?os, de la que no se hab¨ªa divorciado. Al otro lado estaba Yvonne, de 60 a?os, que tampoco se hab¨ªa separado de su marido. En medio estaba Graham Greene dentro del f¨¦retro, como siempre entre el cielo y el infierno.