El arte de instalar
El domingo confund¨ª a un grupo de operarios con una ¡®performance¡¯. Se me hab¨ªan cruzado las l¨ªneas del ¡°arte¡± y la ¡°vida¡±
Visit¨¦, el domingo pasado, el viejo correo central de Buenos Aires, donde hoy tiene su sede el centro cultural N¨¦stor Kirchner. En cuanto al nombre, aclaro que los argentinos acostumbramos a bautizar calles, plazas o edificios utilizando apellidos de la historia m¨¢s reciente, incluso tan reciente que parece dif¨ªcil llamarla historia.
Ese edificio de estilo franc¨¦s tiene varios pisos, f¨¢cilmente accesibles por escaleras deslizantes que permiten apreciar la curva majestuosa de sus viejas escaleras de m¨¢rmol. En cada piso los visitantes pueden elegir detenerse y mirar hacia abajo, hacia el inmenso hall central, sobre el que cuelga un auditorio a gran altura. Justamente el domingo pasado se me ocurri¨® hacer un alto a mitad de subida, antes de visitar una exposici¨®n insustancial pero bonita.
Mir¨¦ hacia abajo y vi un grupo de personas dedicadas a instalar paneles y remachar tirantes o soportes. Me dije: ¡°Qu¨¦ raro, esta performance la pas¨¦ por alto cuando, a la entrada, consult¨¦ el cat¨¢logo mural¡±. Con la docilidad adquirida durante a?os de entrenamiento en el arte de ser p¨²blico, permanec¨ª algunos minutos en devota observaci¨®n, hasta que me entr¨® la curiosidad de conocer t¨ªtulo de la obra y nombre del artista responsable de que esos hombres estuvieran clavando paneles un domingo despu¨¦s del almuerzo. Consult¨¦ la programaci¨®n en el tel¨¦fono celular y, ante mi desconcierto, en el piso que estaba observando, no figuraba ninguna instalaci¨®n, ni con nombre ni sin ¨¦l. Nada de nada.
Llevo en mi equipaje d¨¦cadas de arte contempor¨¢neo y deb¨ª reconocer, con verg¨¹enza, que no se trataba de una ¡°instalaci¨®n¡± sino de obreros verdaderos que estaban dando martillazos verdaderos sobre paneles tambi¨¦n verdaderos. Pero estamos acostumbrados a estas instalaciones y performances, por consiguiente, mi error era apenas una distracci¨®n de domingo a la hora de la siesta. Hab¨ªa confundido el trabajo de un grupo de operarios verdaderos con una obra planificada por un artista contempor¨¢neo.
Me lo recrimin¨¦ de inmediato. He visitado farmacias armadas dentro de galer¨ªas de arte; me detuve ante campanas de vidrio que proteg¨ªan trozos de res, como sobre el mostrador de una carnicer¨ªa. Medit¨¦ sobre el transporte fluvial ante casillas de madera construidas con restos de barcazas especialmente remolcadas hasta un museo. Observ¨¦ el telar de alguna abuela colocado en medio de una sala de exhibici¨®n, y convertido, por ese gesto de trasladarlo desde el desv¨¢n hasta la sala, en algo diferente al objeto en desuso que ocupa lugar en una bohardilla hasta que alguien se decida a tirarlo, venderlo o convertirlo en un objeto de arte. Dicho sea de paso, Jean-Luc Godard, ante una instalaci¨®n de esta suerte, le pregunt¨® a su autor si no habr¨ªa sido m¨¢s interesante filmarla. Pregunta justa, ya que el telar segu¨ªa siendo un instrumento arcaico singularmente inerte.
Lo que al principio fue una revoluci¨®n est¨¦tica se fue convirtiendo en una repetici¨®n academicista
Recordaba frases tan descabelladas como la siguiente, pronunciada en un reportaje por el muy c¨¦lebre Vito Acconci, un neoyorquino internacional, como deben ser los artistas de ¨¦xito. Seg¨²n Vito Acconci, hoy ¡°es muy dif¨ªcil decir si un espacio es p¨²blico o privado cuando hay gente que duerme en el metro¡±. Es evidente que a Vito Acconci nunca le sucedi¨® tener que dormir a la madrugada en el metro de Times Square, por pobreza o por fatiga irresistible. Habr¨ªa comprobado que la polic¨ªa diferencia perfectamente el car¨¢cter p¨²blico o privado de tales espacios y se lo hace saber a los indigentes.
A comienzos de los a?os sesenta fui aprendiz de reportera en un programa de radio del Instituto Di Tella, la instituci¨®n del vanguardismo en Argentina. No me perd¨ª nada de lo que all¨ª suced¨ªa, aprovechando mi pase libre como trabajadora de la instituci¨®n, que adem¨¢s disfrutaba de la ventaja de ser una completa desconocida. Como habr¨ªa dicho alguna t¨ªa vieja: ¡°Estaba curada de espanto¡±. Me gustaba todo y aprobaba todo lo que fuera ¡°contempor¨¢neo¡±.
Estuve entre los primeros visitantes de La Menesunda, la legendaria instalaci¨®n de Marta Minujin. Fui testigo de la noche en que la polic¨ªa de una dictadura invadi¨® una sala de exposici¨®n para cerrar el ¡°ba?o p¨²blico¡± cuyos visitantes le hab¨ªan dado el uso habitual de escribir consignas pol¨ªticas en las paredes. Hab¨ªa visto una teletipo gigantesca que arrojaba tiras anch¨ªsimas de papel con noticias sobre la guerra de Vietnam. Hab¨ªa visto, y nunca olvidar¨¦, a una mujer vestida de seda verde, comiendo una manzana verde, tocada con un turbante que llegaba, como una verde alfombra, desde el fondo hasta la entrada de la galer¨ªa. Hab¨ªa sido testigo de la llegada del grafiti a las galer¨ªas de arte en un proceso de valorizaci¨®n de cada cent¨ªmetro cuadrado antes perseguido.
Y, con todo este entrenamiento que, debo decirlo, nunca fue tedioso, el domingo pasado confund¨ª a un grupo de operarios con una performance. Se me hab¨ªan cruzado las l¨ªneas del ¡°arte¡± y la ¡°vida¡±, porque ya estaba acostumbrada a que muchos artistas las cruzaran.
Lo que al principio fue una revoluci¨®n est¨¦tica se fue convirtiendo en una repetici¨®n academicista.
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