Cielos desiertos
La bi¨®loga Rachel Carson escrib¨ªa una prosa arrebatadora, que un¨ªa la imaginaci¨®n de la ciencia con la precisi¨®n de la poes¨ªa
Los n¨²meros agregan elocuencia a lo que las palabras no llegan a expresar. La revista Science publica un estudio que ha sobrecogido a los mismos cient¨ªficos que lo llevaron a cabo: en algo menos de medio siglo, desde 1970, han desaparecido 3.000 millones de p¨¢jaros en Am¨¦rica del Norte, casi la tercera parte de la poblaci¨®n que hab¨ªa entonces. En este peri¨®dico, Miguel ?ngel Criado da cuenta de una contabilidad igual de sombr¨ªa: en 20 a?os han desaparecido 95 millones de p¨¢jaros de los campos y los cielos espa?oles, entre ellos 15 millones de golondrinas. En uno y otro sitio las causas son las mismas, porque son universales: la agricultura intensiva, la desaparici¨®n de los humedales, la urbanizaci¨®n ilimitada, el abuso de insecticidas y de herbicidas.
Miguel ?ngel Criado cuenta en una cr¨®nica excelente algo que me despierta el recuerdo: un espacio de alimentaci¨®n y de cr¨ªa para muchos p¨¢jaros eran los barbechos, esos campos que se dejaban sin cultivar en a?os alternos para que se recuperaran los nutrientes del suelo. En los barbechos los p¨¢jaros encontraban refugio, calma, simientes, insectos, gusanos, hierbas silvestres. En los campos que se quedaban en barbecho cerca de la huerta de mi padre nosotros dej¨¢bamos todo el d¨ªa a nuestros animales de carga, una yegua y una burra, con las patas delanteras trabadas para que pudieran moverse sin huir, aliment¨¢ndose con la hierba y con los tallos secos de los cereales de la cosecha anterior, y al mismo tiempo abon¨¢ndola con su esti¨¦rcol. Me acuerdo del vuelo rasante de los p¨¢jaros que hac¨ªan sus nidos en los surcos de los olivares, y de los cantos distintos que mi padre y mi abuelo eran capaces de identificar sin dificultad, dependiendo de la estaci¨®n del a?o. La llegada de la primavera ven¨ªa marcada para m¨ª por las golondrinas que alborotaban justo en un hueco sobre el balc¨®n de mi dormitorio. En la plazuela delante de mi casa hab¨ªa unos ¨¢lamos de copas enormes que los p¨¢jaros atronaban desde el amanecer. Sal¨ªa por la ma?ana con la cartera camino de la escuela y luego del instituto, y el aire fresco y limpio de la primera hora del d¨ªa estaba atravesado a cada momento por los vuelos y los silbidos de las golondrinas. En cuanto se alargaban las sombras y ced¨ªa algo el calor en los atardeceres de verano, el cielo, los campanarios, los aleros, pertenec¨ªan a las escuadrillas kamikazes de los vencejos, a los que los ni?os llam¨¢bamos aviones. Algunos chocaban contra algo y ca¨ªan aturdidos, y era un dolor verlos arrastrarse, con las alas in¨²tiles, los picos abiertos en el calor del verano.
No es nostalgia: es el testimonio personal de un apocalipsis. Cada vez con m¨¢s frecuencia, en los ¨²ltimos a?os, salgo a la calle por la ma?ana, a esa primera hora en la que queda un rastro de los d¨ªas escolares de final de curso, con una promesa de verano en la frescura del aire, y casi nunca veo golondrinas, no ya en el centro de Madrid, sino en cualquier parque, o en una calle de un pueblo, o en esas calles de Lisboa en las que se respira todav¨ªa una quietud rural. Me asomo al balc¨®n, reci¨¦n levantado, y si acaso veo dos o tres golondrinas, pero ya no las escucho, y todav¨ªa veo menos vencejos en los atardeceres.
No es verdad que los n¨²meros sean inexpresivos. Quince millones de golondrinas han desaparecido en estos 20 a?os en Espa?a. Cuando voy de viaje me asomo siempre a la ventanilla del coche o del tren y el cielo es m¨¢s ilimitado porque apenas se ve un p¨¢jaro: quiz¨¢s alguna rapaz solitaria, inm¨®vil en el ascenso de una corriente de aire. Como hace mucho tiempo que no me despierto en las ma?anas de abril en aquel dormitorio, no s¨¦ si quedar¨¢ ni el rastro del nido de barro que se llenaba cada a?o de cr¨ªas estridentes. En las copas de los ¨¢rboles del Retiro y de la Fuente del Berro, donde de vez en cuando voy a recostarme contra el tronco como de mamut lanudo de una sequoia, la algarab¨ªa m¨¢s frecuente en los ¨²ltimos tiempos es la de las cotorras invasoras.
En los peri¨®dicos americanos que informan estos d¨ªas sobre la hecatombe de los p¨¢jaros aparece con frecuencia el nombre de Rachel Carson, que fue quien alert¨® por primera vez, en 1962, del da?o que el uso masivo de pesticidas qu¨ªmicos estaba haciendo a las aves, a las aguas, a los insectos, a toda la vida natural. Aquel libro suyo, Silent Spring, estuvo en el origen del movimiento ecologista, y en ¨¦l se escuch¨® una de las primeras voces que se rebelaban contra el conformismo y la ceguera de un modelo de desarrollo basado en la destrucci¨®n de la naturaleza. Algunos de los mejores escritores no aparecen en las historias de la literatura. Aparte de ser una bi¨®loga marina muy experimentada, Rachel Carson escrib¨ªa una prosa arrebatadora, que cumpl¨ªa aquella ambici¨®n de Vlad¨ªmir Nabokov: unir la imaginaci¨®n de la ciencia con la precisi¨®n de la poes¨ªa. En Espa?a se ha impuesto la extra?a creencia de que el activismo radical es incompatible con la b¨²squeda de la belleza. Rachel Carson, sublevada solitariamente contra las grandes empresas qu¨ªmicas, enferma del c¨¢ncer que iba a matarla solo dos a?os despu¨¦s, se las arregl¨® para completar un manifiesto de denuncia dotado de un rigor cient¨ªfico irrebatible y de una calidad de estilo que se alimentaba de las fuentes m¨¢s nobles de la literatura americana de la naturaleza. Ley¨¦ndola se respira el aire de lucidez exaltada y de maravilla ante el espect¨¢culo del mundo que est¨¢ en Thoreau y en Whitman, y que quiz¨¢s viene de Darwin y de Alexander von Humboldt.
El ¨²ltimo libro de Rachel Carson se public¨® cuando ella ya hab¨ªa muerto. Su t¨ªtulo The Sense of Wonder ya es en s¨ª mismo un manifiesto: la palabra wonder contiene al mismo tiempo la maravilla y el asombro. Gracias en gran parte a la militancia de Carson se salvaron las ¨¢guilas calvas y los halcones peregrinos, que estaban a punto de extinguirse por culpa del DDT. Pero m¨¢s de 3.000 millones de p¨¢jaros han desaparecido desde entonces. Ella pensaba que el asombro ante la belleza del mundo despierta una humildad que no puede existir ¡°codo con codo con una ansiedad de destrucci¨®n¡±. Es urgente leerla para despertar de este letargo idiota antes de que hayan desaparecido todos los p¨¢jaros, antes de que sea imposible salvarlos.
Primavera silenciosa. Rachel Carson. Traducci¨®n de Joandom¨¨nec Ros. Cr¨ªtica, 2016. 416 p¨¢ginas. 19,90 euros.
El sentido del asombro. Rachel Carson. Traducci¨®n de Mar¨ªa ?ngeles Mart¨ªn Rodr¨ªguez-Ovelleiro. Encuentro, 2012. 48 p¨¢ginas. 5 euros.
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