El enigma de la habitaci¨®n 622
El autor de ¡®La verdad sobre el caso Harry Quebert¡¯ vuelve a su Suiza natal para situar su nuevo ¡®thriller¡¯, del que EL PA?S ofrece las primeras p¨¢ginas en primicia
El d¨ªa del asesinato
Domingo 16 de diciembre
Eran las seis y media de la ma?ana. El Palace de Verbier estaba sumido en la oscuridad. Fuera, todav¨ªa era noche cerrada y estaba nevando mucho.
Las puertas del ascensor de servicio se abrieron en la sexta planta. Un empleado del hotel apareci¨® en el pasillo con una bandeja de desayuno y se dirigi¨® a la habitaci¨®n 622.
Al llegar, se dio cuenta de que la puerta estaba entornada. La luz se filtraba por la rendija. Anunci¨® su presencia, pero no obtuvo respuesta. Al final, se tom¨® la libertad de entrar, suponiendo que hab¨ªan dejado la puerta abierta para ¨¦l. Lo que descubri¨® le arranc¨® un alarido. Sali¨® huyendo para avisar a sus compa?eros y llamar a emergencias.
A medida que la noticia se propagaba por el Palace, se fueron encendiendo las luces en todos los pisos.
Un cad¨¢ver yac¨ªa en la moqueta de la habitaci¨®n 622.
Primera parte antes del asesinato
1. Flechazo
A principios de verano de 2018, cuando acud¨ª al Palace de Verbier, un prestigioso hotel de los Alpes suizos, estaba lejos de imaginar que me iba a pasar las vacaciones resolviendo el crimen que se hab¨ªa cometido en el establecimiento muchos a?os antes.
Supuestamente, mi estancia all¨ª iba a ser un ansiado respiro despu¨¦s de dos cataclismos a peque?a escala que hab¨ªan acontecido en mi vida personal. Pero antes de contaros lo que pas¨® ese verano, tengo que volver primero a lo que dio origen a toda esta historia: la muerte de mi editor, Bernard de Fallois.
Bernard de Fallois era el hombre a quien le deb¨ªa todo. El ¨¦xito y la fama los hab¨ªa conseguido gracias a ¨¦l.
Me llamaban ?el escritor? gracias a ¨¦l. Me le¨ªan gracias a ¨¦l.
Cuando lo conoc¨ª, yo era un autor a quien ni siquiera hab¨ªan publicado: ¨¦l hizo de m¨ª un escritor le¨ªdo en el mundo entero. Con su aspecto de patriarca elegante, Bernard hab¨ªa sido una de las personalidades m¨¢s destacadas del mundo editorial franc¨¦s. Para m¨ª fue un maestro y, sobre todo, pese a llevarme sesenta a?os, un gran amigo.
Bernard falleci¨® en el mes de enero de 2018, a los noventa y un a?os, y reaccion¨¦ a su muerte como lo habr¨ªa hecho cualquier escritor: me lanc¨¦ a escribir un libro sobre ¨¦l. Me entregu¨¦ a ello en cuerpo y alma, encerrado en el despacho de mi piso del 13 de la avenida de Alfred-Bertrand , en el barrio de Champel de Ginebra.
Como siempre que estaba escribiendo, la ¨²nica presencia humana que pod¨ªa tolerar era la de Denise, mi asistente. Denise era el hada buena que velaba por m¨ª. Siempre de buen humor, me organizaba la agenda, seleccionaba y clasificaba la correspondencia de los lectores, y rele¨ªa y correg¨ªa lo que yo hab¨ªa escrito. Llegado el caso, me llenaba la nevera y me repon¨ªa las provisiones de caf¨¦. Y, para terminar, se adjudicaba cometidos de m¨¦dico de a bordo, present¨¢ndose en mi despacho como si subiera a un barco despu¨¦s de una traves¨ªa interminable, y me prodigaba consejos de salud.
¡ª?Salga de aqu¨ª! ¡ªme ordenaba afectuosamente¡ª. Vaya a dar una vuelta por el parque para ventilarse las ideas. ?Lleva horas encerrado!
¡ªYa fui a correr esta ma?ana ¡ªle recordaba yo.
¡ª?Tiene que oxigenarse el cerebro a intervalos regulares! ¡ªinsist¨ªa.
Era casi un ritual cotidiano: yo obedec¨ªa y sal¨ªa a la terraza del despacho. Me llenaba los pulmones con unas cuantas bocanadas del aire fresco de febrero y luego, desafi¨¢ndola con una mirada guasona, encend¨ªa un cigarrillo. Ella protestaba y me dec¨ªa con tono consternado:
¡ªQue lo sepa, Jo?l, no le pienso vaciar el cenicero. As¨ª se dar¨¢ cuenta de cuant¨ªsimo fuma.
Todos los d¨ªas me impon¨ªa a m¨ª mismo la rutina monacal que segu¨ªa cuando estaba dedicado a escribir y que constaba de tres etapas indispensables: levantarme al alba, ir a correr y escribir hasta por la noche. De modo que, indirectamente, fue gracias a este libro como conoc¨ª a Sloane. Sloane era mi nueva vecina de rellano. Se hab¨ªa mudado hac¨ªa poco y desde entonces todos los residentes del edificio hablaban de ella. Por mi parte, nunca hab¨ªa tenido ocasi¨®n de conocerla. Hasta esa ma?ana en que, al volver de mi sesi¨®n diaria de deporte, me top¨¦ con ella por primera vez. Ella tambi¨¦n ven¨ªa de correr y entramos juntos en el edificio. Entend¨ª en el acto por qu¨¦ todos los vecinos coincid¨ªan al hablar de Sloane: era una joven con un encanto que te dejaba sin recursos. Nos limitamos a saludarnos educadamente antes de meterse cada cual en su casa. Yo me qued¨¦ alelado detr¨¢s de la puerta. Me ha b¨ªa bastado ese breve encuentro para empezar a enamorarme.
Al poco tiempo, solo ten¨ªa una cosa en mente: conocer a Sloane. Intent¨¦ un primer acercamiento aprovechando que los dos sal¨ªamos a correr. Sloane lo hac¨ªa casi todos los d¨ªas, pero sin horario fijo. Me pasaba horas deambulando por el parque Bertrand hasta que perd¨ªa la esperanza de encontr¨¢rmela. Y, de pronto, la ve¨ªa pasar fugazmente por una avenida. Por regla general, me resultaba imposible alcanzarla y la esperaba en el portal de nuestro edificio. Me impacientaba delante de los buzones y fing¨ªa que estaba recogiendo el correo cada vez que un vecino entraba o sal¨ªa, hasta que por fin llegaba ella. Pasaba delante de m¨ª, sonri¨¦ndome, y yo me derret¨ªa y me quedaba tan turbado que, antes de que se me ocurriera algo inteligente que decirle, ya se hab¨ªa ido a casa.
Fue la portera, la se?ora Armanda, la que me inform¨® sobre Sloane: era pediatra, inglesa por parte de madre, y su padre era abogado, hab¨ªa estado casada dos a?os pero no sali¨® bien. Trabajaba en los Hospitales Universitarios de Ginebra y alteraba el horario diurno y el nocturno, por eso me costaba tanto entender su rutina.
Despu¨¦s del fracaso de no coincidir con ella cuando sal¨ªa a correr, decid¨ª cambiar de m¨¦todo. Le encomend¨¦ a Denise la misi¨®n de vigilar el pasillo por la mirilla y avisarme cuando la viera aparecer. En cuanto o¨ªa las voces de Denise (??Est¨¢ saliendo de casa!?), yo sal¨ªa corriendo del despacho, peripuesto y perfumado, y me plantaba a mi vez en el rellano, como por casualidad. Pero lo m¨¢s que hac¨ªamos era saludarnos. Ella sol¨ªa bajar a pie, lo que imped¨ªa entablar cualquier conversaci¨®n. Y aunque le pisaba los talones, ?de qu¨¦ me serv¨ªa? En cuanto Sloane llegaba a la calle, desaparec¨ªa. Las poqu¨ªsimas veces que cog¨ªa el ascensor, yo me quedaba mudo y en la cabina reinaba un silencio inc¨®modo. En ambos casos, yo volv¨ªa a subir a casa con las manos vac¨ªas.
¡ª?Y bien? ¡ªme preguntaba Denise.
¡ªPues nada ¡ªmascullaba yo.
¡ªPero, Jo?l, ?c¨®mo puede ser tan in¨²til? ?A ver si nos esforzamos un poquito!
¡ªEs que soy algo t¨ªmido.
¡ª?Venga ya, d¨¦jese de monsergas! En los plat¨®s de televisi¨®n no se le nota nada t¨ªmido.
¡ªPorque a quien ve usted por televisi¨®n es al Escritor. Pero Jo?l es muy distinto.
¡ª?Pero vamos a ver, Jo?l, tampoco es tan complicado! Llama usted a la puerta, le regala unas flores y la invita a cenar. ?Le da pereza ir a la florister¨ªa, es eso? ?Quiere que me encargue yo?
Entonces lleg¨® esa noche de abril, cuando fui a la ?pera de Ginebra, yo solo, a ver la representaci¨®n de El lago de los cisnes.
Y hete aqu¨ª que en el entreacto, al salir a fumar un cigarrillo me top¨¦ con ella. Cruzamos unas palabras y, como ya estaba sonando el aviso para volver a la sala, me propuso ir a tomar algo juntos despu¨¦s del ballet. Quedamos en el Remor, un caf¨¦ a unos pasos de all¨ª. As¨ª fue como Sloane entr¨® en mi vida.
Sloane era guapa, divertida e inteligente. Sin lugar a dudas, una de las personas m¨¢s fascinantes que he conocido. Despu¨¦s de la noche del Remor, la invit¨¦ a salir varias veces. Fuimos a conciertos y al cine. La llev¨¦ a rastras a la inauguraci¨®n de una exposici¨®n de arte moderno infumable donde nos dio un ataque de risa y de la que salimos huyendo para ir a cenar a un restaurante vietnamita que le encantaba. Pasamos varias veladas en su casa o en la m¨ªa, escuchando ¨®pera, charlando y arreglando el mundo. Yo no pod¨ªa dejar de com¨¦rmela con los ojos: estaba postrado ante ella. C¨®mo entornaba los ojos, c¨®mo se retocaba el pelo, c¨®mo sonre¨ªa levemente cuando algo le daba apuro, c¨®mo jugueteaba con los dedos de u?as pintadas antes de hacerme una pregunta. Me gustaba todo de ella.
No tard¨¦ en pensar solo en ella. Tanto es as¨ª que aparqu¨¦ temporalmente el libro.
¡ªAy, Jo?l, est¨¢ usted en las nubes ¡ªme dec¨ªa Denise al comprobar que ya no escrib¨ªa ni una l¨ªnea.
¡ªEs por Sloane ¡ªexplicaba yo delante del ordenador apagado.
No ve¨ªa el momento de estar con ella y reanudar nuestras conversaciones interminables. No me cansaba nunca de o¨ªrle contar su vida, qu¨¦ la apasionaba, qu¨¦ le apetec¨ªa y a qu¨¦ aspiraba. Le gustaban las pel¨ªculas de Elia Kazan y la ¨®pera. Una noche, despu¨¦s de cenar con mucho vino en una cervecer¨ªa del barrio de P?quis, acabamos en el sal¨®n de mi casa. Sloane contempl¨®, divertida, los adornos y los libros de las estanter¨ªas de la pared. Estuvo mucho rato mirando un cuadro de San Petersburgo que hab¨ªa sido de mi t¨ªo abuelo. Luego les dedic¨® otro buen rato a las bebidas fuertes del mueble bar. Le gust¨® el esturi¨®n en relieve que decoraba la botella de vodka Beluga y lo serv¨ª en un par de vasos con hielo. Encend¨ª la radio, el programa de m¨²sica cl¨¢sica que escuchaba muchas noches. Me desafi¨® a identificar al compositor que estaba sonando. F¨¢cil, era Wagner. As¨ª que me bes¨® con La valquiria y me acerc¨® a ella tirando de m¨ª y susurr¨¢ndome al o¨ªdo que me deseaba.
La relaci¨®n dur¨® dos meses. Dos meses maravillosos. A lo largo de los cuales, sin embargo, el libro sobre Bernard fue recuperando terreno. Al principio aprovech¨¦ las noches en que Sloane ten¨ªa guardia en el hospital para adelantarlo. Pero cuanto m¨¢s adelantaba, m¨¢s me met¨ªa en la novela. Una noche, Sloane sugiri¨® que sali¨¦ramos: por primera vez, no acept¨¦ la oferta. ?Tengo que escribir?, le expliqu¨¦. De entrada, Sloane fue de lo m¨¢s comprensiva. Tambi¨¦n ella ten¨ªa un trabajo que a veces la ten¨ªa m¨¢s ocupada de lo previsto.
Y entonces rechac¨¦ salir por segunda vez. Tampoco en esta ocasi¨®n se lo tom¨® a mal. Ten¨¦is que entenderme: me encantaba cada instante que pasaba con Sloane. Pero ten¨ªa la sensaci¨®n de que iba a estar con ella para siempre, de que esos momentos de complicidad se repetir¨ªan indefinidamente. Mientras que la inspiraci¨®n para una novela pod¨ªa esfumarse tan r¨¢pido como hab¨ªa surgido, y la ocasi¨®n la pintan calva.
La primera pelea se produjo una noche a primeros de junio, cuando, despu¨¦s de acostarnos, me levant¨¦ de la cama para vestirme.
¡ª?Ad¨®nde vas? ¡ªme pregunt¨®.
¡ªA mi casa ¡ªcontest¨¦ con toda naturalidad.
¡ª?No te quedas a dormir?
¡ªNo, quiero escribir un rato.
¡ªO sea, que vienes, te desfogas y hasta la pr¨®xima.
¡ªTengo que adelantar la novela ¡ªle expliqu¨¦, contrito.
¡ª?No me digas que te vas a pasar todo el rato escribiendo! ¡ªestall¨®¡ª. ?Te tiras con eso todo el d¨ªa, hasta ¨²ltima hora de la tarde, y despu¨¦s de cenar, e incluso los fines de semana! ?Esto se est¨¢ saliendo de madre! Ya no me propones hacer nada.
Not¨¦ que nuestra relaci¨®n se iba apagando tan deprisa como hab¨ªa prendido. Ten¨ªa que hacer algo. Por eso, al cabo de unos d¨ªas, la v¨ªspera de marcharme a una gira de diez d¨ªas por Espa?a, llev¨¦ a Sloane a cenar a su restaurante favorito: el japon¨¦s del H?tel des Bergues, cuya terraza estaba en la azotea del establecimiento y ten¨ªa unas vistas a la rada de Ginebra que quitaban el hipo. Fue una velada de ensue?o. Le promet¨ª a Sloane ser menos escritor y m¨¢s ?nosotros?, insistiendo una y otra vez en lo mucho que significaba ella para m¨ª. Incluso empezamos a planear irnos juntos de vacaciones en agosto a Italia, un pa¨ªs que a los dos nos gustaba especialmente. ?Mejor la Toscana o Apulia? Ya lo investigar¨ªamos cuando volviera de Espa?a.
Nos quedamos en la mesa hasta que cerraron el restaurante, a la una de la madrugada. Era una noche templada de finales de primavera. Durante la cena, tuve la extra?a sensaci¨®n de que Sloane estaba esperando algo de m¨ª. Y en el momento de irnos, cuando me levant¨¦ de la silla y los empleados comenzaron a pasar la fregona por la terraza a nuestro alrededor, Sloane me dijo:
¡ª?A que se te ha olvidado?
¡ª?Olvidado qu¨¦? ¡ªpregunt¨¦.
¡ªHoy era mi cumplea?os...
Al ver mi cara de p¨¢nico, comprendi¨® que no se equivocaba.
Se march¨® hecha una furia. Intent¨¦ retenerla, deshaci¨¦ndome en excusas, pero ella se subi¨® al ¨²nico taxi libre que hab¨ªa delante del hotel y me dej¨® plantado en el umbral, ante la mirada jocosa de los aparcacoches. En lo que tard¨¦ en llegar al n¨²mero 13 de la avenida de Alfred-Bertrand, Sloane ya estaba en casa, hab¨ªa desconectado el tel¨¦fono y se negaba a abrirme. Al d¨ªa siguiente me march¨¦ a Madrid y mientras estuve all¨ª le envi¨¦ abundantes mensajes de texto y de correo electr¨®nico que no obtuvieron respuesta. Me qued¨¦ sin saber nada de ella. Volv¨ª a Ginebra el viernes 22 de junio por la ma?ana para encontrarme con que Sloane hab¨ªa roto conmigo.
Fue la portera, la se?ora Armanda, quien hizo de mensajera. Me par¨® cuando estaba entrando en el edificio:
¡ªHay una carta para usted.
¡ª?Para m¨ª?
¡ªEs de su vecina. No quer¨ªa meterla en el buz¨®n por la asistente de usted, que le abre el correo.
Abr¨ª el sobre en el acto. Encontr¨¦ una nota de unas pocas l¨ªneas:
Jo?l:
No va a funcionar.
Hasta pronto.
Sloane
Esas palabras me dieron de lleno en el coraz¨®n. Sub¨ª a casa con la cabeza gacha. Pens¨¦ que all¨ª, al menos, estar¨ªa Denise para subirme los ¨¢nimos en los d¨ªas venideros. Denise, la mujer encantadora a la que su marido hab¨ªa dejado por otra, un icono de la soledad moderna. Nada mejor para sentirse menos solo que encontrarse con alguien que est¨¢ a¨²n m¨¢s abandonado. Pero al entrar en el piso me encontr¨¦ con que al parecer Denise se marchaba. No eran a¨²n ni las doce.
¡ª?Denise? ?Ad¨®nde va? ¡ªle pregunt¨¦ a modo de saludo.
¡ªHola, Jo?l, ya lo avis¨¦ de que hoy me ir¨ªa pronto. Mi vuelo sale a las tres.
¡ª?Su vuelo?
¡ª?Jo?l! ?No me diga que se le ha olvidado! Lo hablamos antes de que se fuera a Espa?a. Me voy quince d¨ªas con Rick Corf¨².
Rick era un individuo a quien Denise hab¨ªa conocido por Internet. Efectivamente, hab¨ªamos hablado de esas vacaciones.
Se me hab¨ªa ido de la cabeza.
¡ªSloane me ha dejado ¡ªanunci¨¦.
¡ªYa lo s¨¦; lo siento mucho, de verdad.
¡ª?C¨®mo que ya lo sabe? ¡ªdije, extra?ado.
¡ªLa portera abri¨® la carta que Sloane dej¨® para usted y me lo cont¨® todo. No he querido dec¨ªrselo mientras estaba en Madrid.
¡ªY, aun as¨ª, ?va a marcharse? ¡ªle pregunt¨¦.
¡ª?Jo?l, no voy a anular mis vacaciones porque lo haya dejado su novia! Adem¨¢s, seguro que encuentra a otra en un pisp¨¢s. Todas las mujeres le ponen ojitos. Hale, nos vemos dentro de quince d¨ªas. ?Ya ver¨¢ c¨®mo se pasan enseguida! Y lo tengo todo previsto, , he ido a la compra. ?F¨ªjese! Denise me llev¨® corriendo a la cocina. Al enterarse de que Sloane y yo hab¨ªamos roto, se hab¨ªa anticipado a mi reacci¨®n: iba a quedarme encerrado en casa. Preocupada a todas luces por que dejase de alimentarme en su ausencia, hab¨ªa hecho un impresionante acopio de provisiones. Desde las alacenas hasta el congelador, estaba todo lleno de comida. Hecho lo cual, se march¨®. Y yo me qued¨¦ solo en la cocina. Me prepar¨¦ un caf¨¦ y me acomod¨¦ en el mostrador largo de m¨¢rmol negro, enfrente de todas las sillas altas que se alineaban desesperadamente vac¨ªas. En esa cocina cab¨ªamos diez, pero no hab¨ªa nadie m¨¢s que yo. Me arrastr¨¦ hasta el despacho donde pas¨¦ mucho rato mirando una foto m¨ªa con Sloane. Luego, cog¨ª una ficha y escrib¨ª ?Sloane? y, a continuaci¨®n, la fecha de este espantoso d¨ªa en que me hab¨ªa dejado, con la anotaci¨®n ?22/6: un d¨ªa que hay que olvidar?. Pero era imposible sacarme a Sloane de la cabeza. Todo me la recordaba. Incluso el sof¨¢ del sal¨®n, en el que acab¨¦ dej¨¢ndome caer y que me trajo a la memoria c¨®mo, pocos meses antes, en ese mismo sitio y encima de ese mismo tapizado, hab¨ªa empezado la m¨¢s extraordinaria de las relaciones, que yo hab¨ªa conseguido echar a pique.
Me contuve para no ir a llamar a la puerta del piso de Sloane ni telefonearla. Pero a ¨²ltima hora de la tarde, como ya no pod¨ªa m¨¢s, me acomod¨¦ en la terraza, fumando un cigarrillo tras otro, con la esperanza de que Sloane se asomase tambi¨¦n y nos encontr¨¢semos ?por casualidad?. Sin embargo, la se?ora Armanda, que me vio desde la acera cuando sali¨® a pasear al perro y cuando volvi¨®, al cabo de una hora, se fij¨® en que yo segu¨ªa all¨ª, me dijo desde el portal: ?No sirve de nada esperar, Jo?l. No est¨¢. Se ha ido de vacaciones?.
Me met¨ª otra vez en el despacho. Sent¨ªa que necesitaba irme. Me apetec¨ªa alejarme temporalmente de Ginebra, quitarme de encima los recuerdos de Sloane. Me apetec¨ªa tener calma y serenidad. Entonces, entre las notas sobre Bernard que ten¨ªa encima de la mesa, me fij¨¦ en la que se refer¨ªa a Verbier. Le encantaba ir all¨ª. La perspectiva de pasar all¨ª alg¨²n tiempo, de disfrutar de la tranquilidad de los Alpes para centrarme, me atrajo en el acto. Encend¨ª el ordenador y me met¨ª en Internet: enseguida me top¨¦ con la p¨¢gina web del Palace de Verbier, un hotel m¨ªtico; me bastaron unas pocas fotos para convencerme: la terraza soleada, el jacuzzi con vistas a unos magn¨ªficos paisajes, el bar de luces tamizadas, los salones acogedores y las suites con chimenea. Era exactamente el entorno que necesitaba. Pinch¨¦ en la pesta?a de reservas y me puse a teclear.
As¨ª fue como empez¨® todo.
El enigma de la habitaci¨®n 622. Jo?l Dicker. Traducci¨®n de Mar¨ªa Teresa Gallego y Amaya Urrutia. 624 p¨¢ginas. Alfaguara en castellano y La campana en catal¨¢n. Se publica el 3 de junio.
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