Escr¨ªbeme una carta, ¡®porfa¡¯
De entre todos los g¨¦neros literarios, el ¨²nico que se halla en serio peligro de extinci¨®n es el epistolar
1. Ep¨ªstolas
De todos los g¨¦neros literarios el ¨²nico que se halla en serio peligro de extinci¨®n es el epistolar. La correspondencia, cuyo primer vestigio en la literatura europea lo encontramos en la Il¨ªada (la nota con intenci¨®n asesina que entrega el despechado Preto a Belerofonte, canto VI, 167-170), sufri¨® un golpe definitivo con el desarrollo de las tecnolog¨ªas de la comunicaci¨®n. Y eso a pesar de que ha habido cartas que han redise?ado el mundo: me vienen a la cabeza las de Pablo de Tarso, a quien el fil¨®sofo marxista-leninista Alain Badiou considera la condensaci¨®n de los rasgos invariables del militante. Pero los inventos han ido erosionando el g¨¦nero. Primero fue el tel¨¦grafo, que ahorraba palabras y, por tanto, pensamientos (recuerdo el texto reincidente de los lejanos telegramas azules que enviaba mi padre a mi madre: ¡°TODO BIEN STOP ABRAZOS STOP MANOLO¡±) y, m¨¢s tarde, vino todo lo dem¨¢s, hasta llegar en la d¨¦cada de los noventa al correo electr¨®nico y sus sucesivos ersatzs comunicativos (las redes sociales). Casi nadie verdaderamente humano escribe ya cartas, no hay tiempo: las que nos llegan al obsolescente buz¨®n anal¨®gico son las que no queremos o nos dan igual, y las remiten entidades a las que se les da un ardite c¨®mo estamos, qu¨¦ nos pas¨®, a qui¨¦n amamos o perdimos. De mis conocidos, uno de los pocos que conserva un archivo de correspondencia apetitoso es, como ya he dicho en alguna ocasi¨®n, Vicente Molina Foix, hoy preocupado, como otros miembros de la ¡°generaci¨®n del 68¡± ¡ªla ¨²ltima que escribi¨® muchas cartas¡ª sobre el postrero destino de su tesoro de arqueolog¨ªa literaria. Nada que ver, en todo caso, con el volumen que ocupa la Correspondance (1694-1778) de Voltaire, recogida en La Pl¨¦iade en trece espl¨¦ndidos tomos de unas 1.900 p¨¢ginas; o con la de George Sand (1804-1876), de la que existen m¨¢s de ?40.000! cartas dirigidas a diversos corresponsales a lo largo de su vida. La nostalgia por lo que lleva camino de desaparecer es una de las razones que explican que hoy se publiquen mas epistolarios que nunca; se recuperan incluso cartas que sus remitentes no habr¨ªan deseado que se publicaran, viol¨¢ndose quiz¨¢s sus deseos y revelando juicios y pareceres cuyo destino y excusa era solo la intimidad, m¨¢s ac¨¢ del uso que se les d¨¦ en las biograf¨ªas o en los cotilleos del milieu. Es lo que me lleva a recelar ¡ªa priori: a¨²n no he tenido ocasi¨®n de leerlo¡ª de Cuando editar era una fiesta, la correspondencia ¨ªntima y m¨¢s libre del maestro Jaime Salinas a su amor y c¨®mplice, el novelista island¨¦s Gudbergur Bergsson, que ahora publica Tusquets en edici¨®n de Enric Bou, el estudioso (y amigo de Salinas) que, por cierto, ya hab¨ªa publicado en el mismo sello una selecci¨®n de las cartas de Pedro Salinas a su amante ¡°secreta¡±, la hispanista Katherine Whitmore; una relaci¨®n, tambi¨¦n por cierto, en la que se inspir¨® Antonio Mu?oz Molina para el marco sentimental de su novela La noche de los tiempos (Seix Barral, 2009). Resulta parad¨®jico que, como pude averiguar en su momento, gran parte de la correspondencia del gran editor en su ¨¦poca de director en Alfaguara y Aguilar haya desaparecido, quiz¨¢s destruida como papelote (a los ejecutivos de los grandes grupos no parece importarles mucho su propia memoria hist¨®rica). Mientras tanto, me consuelo contradictoriamente con la lectura de la fascinante Antolog¨ªa de cartas de John Keats a diversos corresponsales (estupenda edici¨®n y traducci¨®n de ?ngel Ruip¨¦rez) que acaba de publicar Alianza. Y, en especial, de las cartas que el autor de la ¡®Oda a una urna griega¡¯ escribi¨® a su amor Fanny Brawne; de una de ellas, enviada cuando al poeta ya estaba muy enfermo (tisis), transcribo este fragmento: ¡°Solo Dios sabe si estoy destinado a saborear la felicidad contigo. En todo caso, lo que s¨ª s¨¦ es que considero no poca felicidad haberte amado hasta donde he podido¡±.
2. Wilcock
No supe qui¨¦n era el argentino Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978) hasta que, hacia 1990, cay¨® en mis manos su libro La sinagoga de los iconoclastas, que Herralde hab¨ªa publicado en 1982, dentro de su entonces flamante colecci¨®n Panorama de Narrativas (el original estaba en italiano, lo que justifica su inclusi¨®n en un cat¨¢logo dedicado a la literatura internacional; adem¨¢s, la serie Narrativas hisp¨¢nicas no se crear¨ªa hasta el a?o siguiente). En la ¨²ltima p¨¢gina de mi ejemplar (con cubiertas fatigadas, como dicen los libreros de viejo) apunt¨¦ con l¨¢piz ¡°divertid¨ªsimo¡±, nada mas. He sentido lo mismo leyendo el disparatado Libro de los monstruos (Atalanta; traducci¨®n Ernesto Montequin), una verdadera galer¨ªa de seres estrafalarios y estramb¨®ticos m¨¢s o menos amigables, pero siempre ins¨®litos, en la que se aprecia la influencia de su amigo Borges y, como se?ala acertadamente el prologuista Luis Chitarroni, del incre¨ªble Arcimboldo, uno de los pintores antiguos que m¨¢s interes¨® a los surrealistas. Da igual que se trate de personajes como Fulvia Net, que a pesar de hallarse en avanzado estado de putrefacci¨®n y despedir un tufo intolerable que no consiguen tapar los ung¨¹entos, sigue haciendo perder la cabeza a los hombres; o de Angelo Spes, ¡°el m¨¢s enano de los enanos¡±, ¡°feo como un bulldog¡±, que acumula monedas de oro y diamantes en rincones que ni siquiera conoce su esposa japonesa, ¡°flaca como un escarbadientes¡±; o del brillante Anastomos, cuyo cuerpo est¨¢ cubierto de peque?os espejitos y que cuando entra en el mar ¡°es como ver a una divinidad primordial de forma humana surgir del agua y del fuego al mismo tiempo¡±: la sesentena de monstruos de Wilcock, m¨¢s maravillosos que terror¨ªficos, nos reflejan de modo muy diferente (y con m¨¢s iron¨ªa) de como lo hacen el realismo o la s¨¢tira. Por eso nos completan. Y nos hacen sonre¨ªr, como si se trataran de personajes del mejor Liniers.
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