Cuando todo est¨¢ en juego
La vida ser¨ªa casi insoportable si cada d¨ªa fu¨¦ramos conscientes de que la muerte est¨¢ all¨ª, certera y sorpresiva
Debo escribir esta nota para la que, habitualmente, tengo una o dos ideas que me permiten avanzar y no mitigan el placer que siento al encarar ensayos cortos, apropiados para la prensa. Hoy todo suena bien distinto.
Lo nuevo que trajo la pandemia es el comunitario llamado a la solidaridad. Estoy obligada a protegerme del virus no para evitar mi muerte, cuesti¨®n ego¨ªsta pero obvia, sino para proteger a los otros de la escurridiza enfermedad. La solidaridad tiene un orden jer¨¢rquico generoso: los viejos y d¨¦biles, antes; despu¨¦s, los m¨¢s j¨®venes, que, por serlo, tendr¨ªan mayores defensas. Por primera vez en d¨¦cadas se favorece a los viejos, para evitar que inunden los hospitales ocupando camas que ser¨ªan mejor empleadas si alg¨²n joven las necesita.
Nuestra cultura social est¨¢ en juego, incluida la llamada posmodernidad, desde el consumismo hasta el solipsismo. La clientela de shoppings pide que los cierren, porque es improbable que alguien tenga la osad¨ªa de medirse una prenda si ignora qui¨¦n la manose¨® antes, pas¨¢ndola por su cabeza, justo all¨ª, frente a la nariz y la boca, que son una zona roja. Los bares en los que era imprescindible reservar lugar lucen desiertos como si estuvi¨¦ramos en la ley seca de los a?os 1920. En Buenos Aires, ciudad donde los paseantes suelen atropellarse sin miramientos, poca gente camina y, si lo hace, se cuida de no tocar al otro que viene de frente, a quien, en tiempos m¨¢s ben¨¦volos, chocaba sin pedir disculpas.
Gran momento para peque?os cambios de las costumbres. En mi pa¨ªs, desconocidos que acaban de ser presentados se saludan con un beso (costumbre que deja at¨®nitos a los norteamericanos). El contagio provoc¨® el abandono de esos efusivos saludos entre desconocidos.
La pandemia es una obsesi¨®n de la que resulta dif¨ªcil librarse, porque est¨¢ en las noticias con la misma o mayor densidad con que el virus anda por el aire. Ella nos somete a un examen que tiene un sentido final. Y los consejos tambi¨¦n tienen ese sentido: es imperioso aislarse, como la religi¨®n exhortaba a prepararse en soledad frente a lo que Dios enviara, una soledad donde sea dif¨ªcil evitar el resumen de nuestros errores.
El sencillo recurso de estos d¨ªas consiste en citar La peste, de Albert Camus, que debe estar aumentando las ventas en una curva parecida a la de la difusi¨®n del maldito virus y regresa as¨ª de un temporario segundo plano. La novela de Camus nos ofrece un atajo. Recurrimos a La peste no simplemente para ver como la pens¨® un gran escritor en 1947, sino para ennoblecer la probabilidad de nuestra enfermedad o nuestra muerte. La vida ser¨ªa casi insoportable si cada d¨ªa fu¨¦ramos conscientes de que la muerte est¨¢ all¨ª, certera y sorpresiva. Como todo grande, Camus atraves¨® desplazamientos y olvidos. Pero ahora ha vuelto a escena.
Figura en notas y comentarios sobre la pandemia, como si se mencionara a Madame Bovary o Anna Karenina para reflexionar sobre una infidelidad matrimonial que se encamina a la tragedia. La literatura, frente a todos los escepticismos te¨®ricos, permite pensar. Y la ficci¨®n conserva una vieja capacidad representativa que, como vanguardistas, muchas veces pusimos en duda: representa un mundo y nos representa. Doble sentido: nos muestra un lugar y nos muestra a nosotros ocup¨¢ndolo o abandon¨¢ndolo.
Est¨¢ bien volver a Camus, porque trae no consuelo, sino preguntas: ?c¨®mo pensaron, sintieron y escribieron aquellos que perduran? ?Por qu¨¦ su obra tuvo la capacidad de representar algo que nos concierne todav¨ªa hoy profundamente? Las mismas preguntas suscita ?Beckett, que hoy podr¨ªa citarse a prop¨®sito de la invalidez y la muerte con solamente hojear Malone muere. En esa novela no hay peste, sino larga degradaci¨®n del cuerpo, lo opuesto a lo que produce la pandemia, que tiende a ser de tr¨¢mite r¨¢pido. Malone no reniega de lo que vendr¨¢. Lo acepta como inevitable y todo lo que le importa son sus crecientes imposibilidades: c¨®mo recuperar un bast¨®n que se le ha ca¨ªdo, por ejemplo, o c¨®mo conseguir que una enfermera se arrime a su cama.
Los fantasmas de la muerte por coronavirus nos pueden obturar esas otras muertes tremendas, implacables pero lentas y degradantes que ya han sido escritas con maestr¨ªa. No solo necesitamos la versi¨®n period¨ªstica de nuestra posible desaparici¨®n, ese argumento perentorio, aunque estemos acostumbrados a los relatos apurados, que temen perder lectores por el camino.
En Mi coraz¨®n al desnudo, Baudelaire escribi¨®: ¡°Perdemos casi toda nuestra vida en ridiculeces. Hay cosas que deber¨ªan excitar en alto grado la curiosidad humana, pero, a juzgar por su vida habitual, no inspiran nada¡±. Baudelaire fue un desesperado y un sensual. Esa contradicci¨®n lo desgarra y lo convierte en el poeta que escribi¨® sobre nuestros deseos y sus l¨ªmites. La prueba son estos versos que no hablan de la muerte, sino de una condici¨®n humana que es m¨¢s eterna e insoportable porque la padecemos en vida, no cuando la conciencia y el cuerpo nos abandonan: ¡°Alma de oscuros sue?os, que ahoga lo real entre sus muros¡±.
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