Mejor callarse, solo un poco
El confinamiento no me ha afectado como escritora, sino como ser humano. No ha cincelado mi alma art¨ªstica ni despertado la menor inspiraci¨®n en m¨ª. M¨¢s bien ha suscitado el deseo de seguir viviendo como viv¨ªa antes
En los d¨ªas que siguieron al anuncio del confinamiento, recib¨ª numerosas llamadas de editoriales extranjeras que hab¨ªan tenido la amabilidad de traducir mis obras, o de conocidos que me propon¨ªan redactar un escrito, o grabar un v¨ªdeo sobre el confinamiento. Tambi¨¦n me escribieron muchos amigos, que terminaban sus mensajes con la esperanza, impregnada de nuevo de una inmensa amabilidad, de que lo ¡°aprovechara para escribir un buen libro¡± o ¡°hallara la inspiraci¨®n¡± (o ¡°el tiempo¡±) para escribir. En una asociaci¨®n de la que soy miembro, un debate entre varios anim¨® las discusiones por correo electr¨®nico durante los primeros d¨ªas: ?a favor o en contra de los diarios del confinamiento? Algunos grandes medios de comunicaci¨®n hab¨ªan encargado a Leila Slimani o a Marie Darrieussecq que escribieran uno, lo que por otra parte hab¨ªa suscitado el sarcasmo, o declaraciones odiosas. La misma asociaci¨®n hab¨ªa decidido abrir un blog para que sus miembros pudieran expresarse. Por ¨²ltimo, una investigadora de mi universidad se dirigi¨® a los estudiantes, en el marco de un estudio de psicolog¨ªa social que hab¨ªa decidido realizar sobre el asunto, invit¨¢ndoles a llevar su diario del confinamiento.
En resumidas cuentas, la escritura como remedio, como medicamento, como terapia soberana contra el mal del confinamiento.
Al cabo de los d¨ªas me invadi¨® una irritaci¨®n sorda. Entend¨¢monos, no iba dirigida contra nadie. Todas estas iniciativas son sinceras, generosas, benevolentes, por retomar una palabra que se ha utilizado a menudo estos ¨²ltimos a?os, pero que durante estos d¨ªas adquiere otra connotaci¨®n. No las juzgo, no las desapruebo, tambi¨¦n tengo en cuenta la cordialidad o la confianza en el otro que las sustenta. Sencillamente, me inspiraron una violenta sensaci¨®n de discordancia. Con el paso de los d¨ªas, me preguntaba cu¨¢l era su raz¨®n de ser, porque si hay algo cierto, es que el confinamiento nos deja tiempo para la introspecci¨®n.
Creo que lo primero que me sorprendi¨® fue esta extra?a imagen que devuelve el escritor. El escritor m¨¢s fuerte que nada. La escritura m¨¢s fuerte que la muerte. La escritura alada y victoriosa que triunfa sobre la hidra del confinamiento.
En mi caso, la receta milagrosa no funcion¨®. La escritora result¨® ser una mujer corriente, preocupada por su familia, por sus parientes fr¨¢giles, por sus amigos enfermos de coronavirus. Descubri¨®, como todos los dem¨¢s, durante su primera salida, con una estupefacci¨®n llena de tristeza, que la ciudad estaba desierta, que en algunos estantes de los supermercados, donde nos cruzamos con sospecha y enmascarados como g¨¢nsteres, durante las dos primeras semanas faltaban los productos de primera necesidad. La escritora, y seguramente no fue la ¨²nica, intent¨® calcular la tasa exacta de mortalidad por neumon¨ªa, se pregunt¨® si las personas a las que quer¨ªa o conoc¨ªa morir¨ªan, si ella misma enfermar¨ªa, en una ciudad con los hospitales saturados, en la que el cielo, desde luego, vibra con el canto de los p¨¢jaros, pero tambi¨¦n lleva tres semanas zumbando con el infernal ballet de los helic¨®pteros que trasladan a los enfermos. La escritora sinti¨® que se le part¨ªa el coraz¨®n al ver en un medio de comunicaci¨®n digital una foto de ¡°su¡± estaci¨®n, ¡°su¡± tren de alta velocidad, el de Par¨ªs, el del trabajo, el de las visitas al editor, a los amigos, el de las vacaciones, transformado en una ambulancia rodante para transportar personas al borde de la muerte cuyas vidas colgaban del hilo de un respirador. Esta es una de las im¨¢genes m¨¢s tristes que he visto nunca, la de esta inversi¨®n infernal de las fuerzas de la vida y la muerte, que nos asalta estos d¨ªas con toda su dureza.
La escritora, despu¨¦s de hacer lo que pudo para trabajar desde casa y poner en marcha todo lo que era posible en lo que se refiere a clases alternativas, seguimiento, apoyo pedag¨®gico y mensajes, sinti¨® una punzada en el coraz¨®n al pensar en aquellos alumnos con quienes estaba terminando el segundo semestre, en sus nombres, en sus rostros, esos j¨®venes, empollones, encantadores y motivados, con los que trabajar supon¨ªa un placer semanal. Pens¨® en la inmensa decepci¨®n del grupo del m¨¢ster que hab¨ªa trabajado duro para preparar un encuentro con L¨¦onor de Recondo y estaba deseando preguntarle sobre su magn¨ªfica Pietra Viva. A veces, con sus mensajes llegaba el consuelo.
No tengo certezas ni un manual de instrucciones sobre el siguiente paso. Simplemente me digo que se necesitar¨¢ un gran esfuerzo para crear de nuevo una vida colectiva en la que no tengamos miedo del pr¨®jimo
La escritora tambi¨¦n se enoj¨® enseguida con su Gobierno. No es que creyera que la pol¨ªtica pudiera vencer a una enfermedad, o que un primer ministro fuese capaz de sacarse de la manga una cura o un mill¨®n de mascarillas. Pero ?c¨®mo no experimentar esa furiosa desolaci¨®n al enterarnos de que el jueves iban a cerrar las escuelas, y el s¨¢bado las tiendas, mientras nos machacaban con que pod¨ªamos ir a votar sin riesgo? ?C¨®mo no rebelarse ante los comentarios de un maestro de escuela, que, para justificar el confinamiento, reprochaba a los franceses el haber paseado demasiado el domingo? El confinamiento no necesita estos argumentos pobres; es una medida sanitaria esencial, porque, buena o mala, es la ¨²nica que tenemos, y da igual que sea impopular.
La escritora fue a votar y no logr¨® disuadir a su padre de 84 a?os, enfermo del coraz¨®n, de que acudiera a hacerlo. Se dijo a s¨ª misma que si 15 d¨ªas despu¨¦s ¨¦l se contagiaba con el virus, nunca se lo perdonar¨ªa a Emmanuel Macron. Enseguida dej¨® de ver las noticias y de leer los peri¨®dicos, espantada por los mercaderes de desgracias, por los fabricantes profesionales de miedo, por la ansiedad que produc¨ªa un flujo de noticias, a cual m¨¢s catastr¨®fica, por las teor¨ªas m¨¦dicas que variaban sobre todo en funci¨®n del material disponible. Una noche, agradeci¨® que el primer ministro reconociera que no hab¨ªa ni mascarillas ni pruebas, y por lo tanto... Ya era hora. La escritora comprob¨® que un n¨²mero incre¨ªble de personas sent¨ªa una necesidad igualmente incre¨ªble de dar su opini¨®n sobre el asunto; que, en el lapso de una semana, fil¨®sofos, presidentes de grandes naciones y cronistas de televisi¨®n se hab¨ªan vuelto m¨¢s sabios que el mejor de los epidemi¨®logos, y sab¨ªan todo lo que hab¨ªa que saber (y m¨¢s) sobre la hidroxicloroquina o la profilaxis. Por no hablar de los principales catastrof¨®logos, debidamente etiquetados como ¡°economistas¡±, dispuestos a explicarnos que todo el planeta colapsar¨¢ sin remedio porque el capitalismo acaba de dar con un hueso tan duro de roer que no podr¨¢ trag¨¢rselo.
Piedad.
As¨ª que no, la escritora no hab¨ªa sentido deseos de escribir, y entonces todav¨ªa menos. Hizo lo que todo el mundo: sal¨ªa una vez a la semana a comprar algo para comer; despachaba el trabajo que quedaba, con una falta de eficiencia que a menudo le causaba consternaci¨®n; se informaba donde deb¨ªa hacerlo; intentaba consolar a quien lo necesitaba; buscaba consuelo cuando le hac¨ªa falta. Ve¨ªa series de televisi¨®n (recomienda la excelente Les Revenants, que se perdi¨® en su momento) y le¨ªa: nada de cl¨¢sicos, ni a Kant o Schopenhauer, ni La peste de Camus, ni siquiera a Montaigne o Pascal. Solo peri¨®dicos y autobiograf¨ªas que llevaba mucho tiempo queriendo rese?ar, novelas polic¨ªacas, sudafricanas, japonesas, islandesas, israel¨ªes. Le¨ªdas, por otra parte, con poca atenci¨®n, distra¨ªda por la tentaci¨®n de enviar un correo electr¨®nico, un mensaje, pedir noticias de un amigo de quien no sab¨ªa nada desde hac¨ªa tres d¨ªas, enviar una foto del gato a tal o cual conocido.
La escritora limpi¨® su jard¨ªn, lo desembaraz¨® de las hojas de oto?o que hab¨ªa usado para proteger las plantaciones de las heladas, escuch¨® durante mucho tiempo a los p¨¢jaros entre un helic¨®ptero y otro, observ¨® las sucesivas floraciones de la sax¨ªfraga y la forsitia, vio c¨®mo se desplegaban las hojas de la hortensia y se prepar¨® para la explosi¨®n de glicinias. La glicinia, una planta sorprendente y repentina, que recoge la savia en sus capullos y puede cubrir en tres d¨ªas un jard¨ªn con un tierno dosel verde. Observ¨® largamente al animal con el que vive y obtuvo de su contemplaci¨®n, de la suavidad de su pelo y del espect¨¢culo de su tranquilidad, un consuelo infinito.
Mi experiencia era tan banal que no entend¨ªa la necesidad de decir algo al respecto. Solo en un punto afect¨® a la escritura: cuando el libro que deb¨ªa aparecer fue devuelto al distribuidor
Tambi¨¦n record¨® los a?os que hab¨ªa pasado leyendo los diarios personales que las mujeres llevaban durante la Ocupaci¨®n, esas p¨¢ginas que eran a la vez similares y diferentes de un libro a otro, que contaban, a lo largo de cuatro a?os el fr¨ªo, el miedo, el racionamiento, la separaci¨®n de los seres queridos, la crueldad de esas noticias imposibles de obtener a no ser por las miserables tarjetas interzona; p¨¢ginas que relataban el suplicio infernal que supon¨ªa para algunas el haberse convertido en leprosas, en un animal acosado, en pocas palabras, en una jud¨ªa, bajo el r¨¦gimen de P¨¦tain, cuando se palpaba la barbarie, la desesperaci¨®n y la incomodidad, pero en las que a veces sentimos vibrar la necesidad de resistir, la determinaci¨®n de hacerle frente, la fraternidad m¨¢s pura, la que se reafirma en las dificultades. La escritora se preguntaba c¨®mo pod¨ªan algunos hablar de ¡°guerra¡± cuando no estaba la Wehrmacht en la puerta, ten¨ªamos electricidad, agua caliente, caf¨¦, una nevera llena y nada m¨¢s grave que tener que esperar diez d¨ªas para recibir las compras en Monoprix.
No trivializo. Algunos sufren y sufren realmente, f¨ªsicamente: un hombre que vive en la calle, en mi barrio, una cara familiar, explicaba al polic¨ªa de turno que ya no pod¨ªa conseguir provisiones, ni siquiera un caf¨¦ caliente por la ma?ana. Las personas que ganaban poco y ya no ganan nada. Los que viven con otros seis en cincuenta metros cuadrados en los suburbios. Los que van a trabajar con el miedo en el cuerpo. Por extra?o que parezca, no son ellos los que llenan las p¨¢ginas de peroratas.
El confinamiento no me habr¨¢ hecho ni mejor ni peor escritora. No habr¨¢ cincelado mi alma art¨ªstica ni despertado la menor inspiraci¨®n en m¨ª. M¨¢s bien ha suscitado, en este estadio, el deseo de seguir viviendo como viv¨ªa antes, en silencio, con tranquilidad, prestando atenci¨®n a una naturaleza de la que me siento una part¨ªcula ef¨ªmera, insignificante, una peque?a mota de polvo en el gran todo, y eso es bueno. No tengo certezas ni un manual de instrucciones sobre el siguiente paso. Simplemente me digo que se necesitar¨¢ un gran esfuerzo para reconstruir y saber crear de nuevo una vida colectiva en la que no tengamos miedo de nuestro pr¨®jimo. Y que las bonitas palabras del momento no pesen demasiado cuando haya que poner de nuevo en marcha la bomba del dinero, la que contamina, envenena, deforesta y mata. Pero gana.
El confinamiento no me ha afectado como escritora, sino como ser humano. Y mi experiencia era tan banal, tan poco tr¨¢gica, tan insignificante, que no entend¨ªa la necesidad de decir algo al respecto. Solo en un punto afect¨® a la escritura y le hizo un da?o infinito: el 17 de marzo, cuando las librer¨ªas ya estaban cerradas (y prefiero saber que los libreros est¨¢n a salvo, a pesar del terrible da?o que les van a causar estas semanas de cierre forzoso), el libro que deb¨ªa aparecer dos d¨ªas despu¨¦s en las librer¨ªas fue devuelto al distribuidor. Se llamaba Armen. Hab¨ªa trabajado en ¨¦l durante tres a?os, dos para escribirlo, uno para preparar el manuscrito, las autorizaciones y las fotograf¨ªas. Mis editores lo hab¨ªan convertido en una peque?a joya. Es la biograf¨ªa de un poeta armenio, Armen Lubin, y me aventur¨¦ en los archivos con todas mis fuerzas, contando su vida lo m¨¢s fielmente posible, y tambi¨¦n un poco de la m¨ªa a trav¨¦s de la suya. Me encant¨® ir a Saint-Marcellin a hablar sobre ¨¦l con Danielle Maurel, a quien hab¨ªa visto en Grenoble unas semanas antes; me alegr¨® conversar sobre fotograf¨ªa con mi amiga Ga?lle Josse, evocar la inquietante figura de Vivian Maier, el peso de la responsabilidad biogr¨¢fica tan bien descrita al final de su libro Une femme en contre-contrejour.
La aparici¨®n de Armen, cuya escritura me hab¨ªa exigido mucho y dejado exhausta, fue una liberaci¨®n largamente esperada, despu¨¦s de un viaje dif¨ªcil. Y se rompi¨® all¨ª, en las aristas del confinamiento, sin que nadie sepa si podr¨¢ ocupar un lugar en las librer¨ªas ni c¨®mo. Sin poder liberarme de la sensaci¨®n de haber fallado, de haberlo traicionado y de haber decepcionado a todos los que confiaron en m¨ª y me abrieron sus puertas para evocar su memoria.
Y sin que yo sepa, m¨¢s all¨¢ de lo que siento, si esa es realmente la cuesti¨®n, si podemos permitirnos sentir dolor en un momento en el que tanta gente siente dolor, y no solo por cuestiones literarias; si existe la m¨¢s m¨ªnima justificaci¨®n, la menor pertinencia, para llenar el mundo con este estado de ¨¢nimo, el mundo actual, al que las fauces de la muerte agarran con m¨¢s fuerza que de costumbre, y que se enfrenta al fantasma de una quiebra colectiva.
Despu¨¦s, se necesitar¨¢ mucho tiempo para seleccionar las emociones, mucho tiempo para reconectarse con la belleza de la vida, para volver a encontrar el equilibrio, el deseo y el gusto.
Pero por el momento, mejor callarse, solo un poco.
Traducci¨®n de News Clips.
H¨¦l¨¨ne Gestern es escritora francesa, autora de la novela El olor del bosque (Perif¨¦rica y Errata Naturae).
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