Ciudad de dolor
El escritor nigeriano-estadounidense Teju Cole traza en este relato in¨¦dito una par¨¢bola de nuestros tiempos de pandemia y reclusi¨®n, inspirada en 'Las ciudades invisibles' de Italo Calvino
Y despu¨¦s de uno de esos viajes que te llevan a dibujar una l¨ªnea imaginaria alrededor de la Tierra, un vuelo que la hab¨ªa depositado en la admirablemente brillante ninguna parte de un aeropuerto a primera hora de la ma?ana, la viajera tom¨® otro vuelo, alrededor de mediod¨ªa, y continu¨® su viaje. Pas¨® seis horas en ese segundo avi¨®n, aunque podr¨ªan haber sido 16; diferenciar ambos vuelos resultaba complicado en aquel universo suspendido. Su reloj de pulsera dec¨ªa una cosa, su calendario otra distinta y su cuerpo, v¨ªctima del jet lag, una tercera. Finalmente, hacia mediod¨ªa, el avi¨®n inici¨® su descenso, y la viajera pudo ver desde el aire lo que se asemejaba, en casi todos los aspectos, a una metr¨®poli al uso: el nudo de carreteras acostumbrado, los parques alargados, la repetici¨®n de rascacielos. Le record¨®, a la manera en que sol¨ªan hacerlo las vistas a¨¦reas, aquello que su madre le hab¨ªa explicado una vez sobre el colapso de estrellas gigantescas, que pod¨ªan reducirse hasta alcanzar un ancho no mayor que el de una ciudad. A juzgar por la distancia recorrida, la viajera bien podr¨ªa haber dado la vuelta al mundo y estar a punto de aterrizar en el lugar del que proced¨ªa. Pero algo en lo que ve¨ªa la convenci¨® de lo contrario: la inmensa ciudad era circular, y la mara?a de autopistas se desanudaba en el centro, dando lugar a lo que parec¨ªan carreteras de salida, similares a los radios de una rueda. Supo, por tal singularidad cartogr¨¢fica, que hab¨ªa llegado, y aquella era su primera vez, a la ciudad de Reggiana.
En la terminal, vio un letrero en el que aparec¨ªa el escudo de la ciudad, ilustrado con tres delfines. Estaban a finales de invierno, y el tiempo era inestable. Tan pronto nevaba como luc¨ªa el sol y, sin embargo, no tard¨® en darse cuenta de que, sin importar si nevaba o luc¨ªa el sol, las temperaturas tend¨ªan siempre a ser m¨¢s altas de lo que se esperaba que fueran. Ella, que sab¨ªa lo mucho que pod¨ªan parecerse las ciudades, solo estaba interesada en aquel momento en sus diferencias. Cuando descubri¨® que los ciudadanos de Reggiana eran refugiados, reci¨¦n llegados de otros lugares, supo aquel sitio iba a gustarle. La ciudad se hab¨ªa construido tan r¨¢pido que casi parec¨ªa haber aparecido de repente. Todo el mundo hab¨ªa llegado casi a la vez. La historia dec¨ªa que apenas hab¨ªa pasado una estaci¨®n entre la fundaci¨®n de la ciudad y el momento en el que hab¨ªa alcanzado su poblaci¨®n m¨¢xima. Que todo fuese tan nuevo para todos a la vez hac¨ªa que Reggiana se viese obligada a descubrir sobre la marcha en qu¨¦ consist¨ªa su cultura. Por otro lado, al igual que Qom o Touba, Reggiana era una ciudad sagrada. Como en Jerusal¨¦n, Lhasa, La Meca e Ile-Ife, la experiencia de lo numinoso estaba por todas partes. Sus calles eran sagradas, y tambi¨¦n sus paredes. Tocar una barandilla o abrir una puerta en Reggiana alumbraban la posibilidad de la muerte. No hab¨ªa interacci¨®n que no estuviera imbuida de un peso tremendo; cada una era como un terr¨®n de az¨²car tan pesado como el Everest. Y siendo as¨ª las cosas, la atm¨®sfera de la ciudad no era asc¨¦tica ni dram¨¢tica. Los ciudadanos ten¨ªan, por el contrario, una modesta forma de vida en aquel mundo hasta cierto punto embrujado, aquel mundo que estaba en guerra con aquello que no pod¨ªan ver. Sab¨ªan que lo invisible no era imaginario. Viv¨ªan bajo el azote de una Visitaci¨®n, y era por eso que todos los Reggiani ten¨ªan el toque de queda en la cabeza y un nudo en el coraz¨®n.
En Reggiana, la gente nac¨ªa y mor¨ªa, pero ocurr¨ªa que all¨ª el n¨²mero de muertes era siempre mayor. Tan duro era el azote que lo primero que hac¨ªan los ciudadanos, cada d¨ªa, era echar un vistazo, a los obituarios
En el momento de la llegada de la viajera, la mano de la Muerte se cern¨ªa con crueldad sobre la cuidadosa ciudad. Como en el resto de la Tierra, en Reggiana, la gente nac¨ªa y mor¨ªa, pero ocurr¨ªa que all¨ª el n¨²mero de muertes era siempre mayor. Tan duro era el azote que lo primero que hac¨ªan los ciudadanos, cada d¨ªa, era echar un vistazo, a los obituarios. Como le dijo el carretero a la viajera que la llev¨® a recoger sus raciones: ¡°Si revisamos los obituarios no es solo para saber qui¨¦n ha muerto durante la noche sino tambi¨¦n para comprobar que no hemos sido nosotros¡±. En el carro alguien hab¨ªa pintado el escudo de la ciudad, en el que pod¨ªa verse el pomo de una puerta. ¡°Reggiana¡±, hab¨ªa a?adido el carretero, ¡°es una de las pocas verdaderas democracias del mundo. Cualquiera en cualquier momento puede sucumbir a la Visitaci¨®n: los ricos, los pobres, los cultos, los incultos, los famosos, los an¨®nimos. El n¨²mero de habitantes de la ciudad no es el que es, porque no podemos evitar incluir a los muertos en el censo¡±. Le hab¨ªa contado, tambi¨¦n, que uno de las primeras v¨ªctimas de la Visitaci¨®n hab¨ªa sido un cliente suyo, un destacado arquitecto de la ciudad. Y a¨²n se refer¨ªan a ¨¦l, le dijo el carretero, en tiempo presente.
Los Reggiani intercambiaban historias de la misma manera en que los comerciantes de otras ciudades intercambiaban especias, art¨ªculos de cuero, perfumes, alfombras y tallas de madera. Cada historia que se contaba en Reggiana era distinta, y solo en la memoria, solo cuando la viajera intent¨® contarse a s¨ª misma las historias que le hab¨ªan contado, se dio cuenta de que todas eran una misma historia, variaciones, todas, de un solo relato que, de una manera u otra, ten¨ªa que ver con la Visitaci¨®n. Pero lo olvid¨® pronto, y al d¨ªa siguiente, cuando se top¨® con nuevas historias, cada una le pareci¨® tan novedosa e interesante como lo era para el que la contaba. Una tarde, mientras escrib¨ªa el relato de alguien que se hab¨ªa recuperado de la Visitaci¨®n, oy¨® sonar la campana de la iglesia, sin que convocase a nadie, y la llamada al rezo del barrio colindante, desatendida tambi¨¦n, por la prisa acostumbrada de los feligreses. Nadie acud¨ªa a su iglesia ni a su sinagogas, nadie, tampoco, a templos y mezquitas, las escuelas estaban vac¨ªas, las tiendas permanec¨ªan cerradas, la gente no sal¨ªa de casa. Pero eso no acab¨® con su vida social, pues los habitantes de Reggiana estaban tan interconectados que ¨¦sta se traslad¨® a sus hogares. En cada uno de ellos, cada familia dispon¨ªa de un potente medio de comunicaci¨®n que le permit¨ªa contactar con otras familias sin salir de su encierro. Y no s¨®lo eso. Grandes y peque?os negocios siguieron tambi¨¦n en pie oper¨¢ndose desde la mesa de la cocina y el dormitorio; y amantes, ex amantes y futuros amantes aprendieron a cultivar el deseo en ausencia del cuerpo amado.
Se dice que aquellos que se han visto obligados a reconstruir su realidad desarrollan formas particulares de conocimiento. Los Reggiani eran grandes gourmets, y cocinaban, con flagrante desprecio por las fronteras, mezclando aceite de palma, salsa de pescado, garri, remolacha, yogur, harissa, anchoas, yuca; aunque lo verdaderamente ¨²nico de la cocina de Reggiana era su predilecci¨®n por el concentrado en todas sus formas: si se les daba a elegir, prefer¨ªan salsas en lugar de caldos, licores en lugar de cerveza, vino en lugar de agua, complejos sofritos, chiles en lugar de pimientos. Junto a esa predilecci¨®n por lo reducido, preservado, deshidratado, picante y escabechado, exist¨ªa tambi¨¦n cierta inclinaci¨®n por lo frugal, y el aborrecimiento de los desechos innecesarios, culinarios y de todo tipo. Ninguna ciudad de tama?o comparable hab¨ªa producido jam¨¢s una cantidad tan peque?a de basura. El h¨¢bito se instauraba de forma natural en todo aquel que llegaba a la ciudad. La viajera llevaba apenas unos d¨ªas all¨ª cuando cay¨® en la cuenta de que escrib¨ªa siempre con el mismo l¨¢piz. Cuando se le gastaba la punta, lo afilaba. No se sent¨ªa tentada de salir a comprar otro, aunque tampoco habr¨ªa podido hacerlo, pues las papeler¨ªas estaban cerradas. El l¨¢piz fue empeque?eciendo hasta alcanzar el tama?o del l¨¢piz de un carpintero. Maravillada lo advirti¨® la viajera mientras escrib¨ªa, y no solo porque no le hab¨ªa ocurrido nada parecido desde ni?a, sino porque le encantaba sentir que ya formaba parte de la ciudad en esp¨ªritu, pese a no ser m¨¢s que una habitante pasajera.
En la casa del otro lado de la calle viv¨ªa una familia de cuatro miembros: una madre, un padre y sus dos hijos. El mayor de los hermanos era el ¨²nico que sal¨ªa de casa, trabajaba como limpiador en la ciudad, recog¨ªa la basura de la gente y adecentaba edificios infectados. A la viajera le gustaba su voz. La calle estaba tan silenciosa que cualquiera pod¨ªa hablar sin levantar la voz y ser entendido perfectamente por el vecino de enfrente, y esa suerte de conversaci¨®n a distancia era habitual en Reggiana. Una especialmente calurosa noche de marzo, hablando con el joven, la viajera descubri¨® que estudiaba los cielos. ¡°El de limpiador es solo un trabajo, en realidad soy astr¨®logo¡±, dijo el chico.
Ninguna ley exig¨ªa a los ciudadanos de Reggiana disponer de globos terr¨¢queos o colgar mapas del mundo en sus hogares. Pero todos lo hac¨ªan, y sol¨ªan decir: ¡°Reggiana es el mundo¡± o ¡°el mundo es Reggiana¡±. Cuando dec¨ªan, ¡°mi antiguo pa¨ªs¡± hablaban de todas las ciudades imaginables de la Tierra. Los mapas recordaban a los Reggiani, leales a su nuevo hogar, las ciudades que llevaban dentro, sus m¨¢s profundos anhelos y deseos. Nunca hab¨ªa estado la viajera en un lugar en el que la memoria importase tanto. No era mera nostalgia, sino un cierto tipo de hambre. Hambre por aquello que estaba a punto de desaparecer, y por aquello que luchaba por abrirse camino. Reggiana custodiaba el recuerdo del tacto, aunque a veces sus habitantes dec¨ªan no preocuparse por el pasado. Aseguraban no sentirse molestos por la falta de contacto f¨ªsico, pero romp¨ªan a llorar ante la mera contemplaci¨®n de una cortina que descansase en el alf¨¦izar.
En la ciudad, se esperaba que las enfermeras, los cirujanos, los carreteros, los tenderos y los limpiadores trabajasen fuera de casa. Se los consideraba h¨¦roes y, en algunos casos, se les veneraba como a santos. Eran los ¨²nicos que ten¨ªan vidas p¨²blicas. A la mayor¨ªa de la gente de Reggiana se la escuchaba pero no se la ve¨ªa. Era costumbre en Reggiana quedarse en casa, una convenci¨®n tan natural para ellos como la de vestirse. Solo se daban excepciones cuando hab¨ªa una buena raz¨®n para que se diesen. Cuando se trataba de entrar en contacto con cualquier otro, los Reggiani eran muy cuidadosos. Para darle algo a alguien, el que lo daba deb¨ªa dejar lo que fuese en un sitio, y despu¨¦s del paso del intervalo de tiempo que se consideraba adecuado, el receptor deb¨ªa recogerlo. Pese a todo, los vecinos estaban m¨¢s unidos que nunca. Lo que se o¨ªa a menudo importaba m¨¢s que lo que se acomet¨ªa.
La gente no sal¨ªa de casa. Pero eso no acab¨® con su vida social, pues los habitantes estaban tan interconectados que ¨¦sta se traslad¨® a sus hogares. Cada familia dispon¨ªa de un potente medio de comunicaci¨®n que le permit¨ªa contactar con otras familias sin salir de su encierro
Sentada ante su escritorio una tarde la viajera hab¨ªa o¨ªdo a una mujer gritar de placer. Era evidente que estaba haciendo el amor. No necesitaba sus palabras, lo que la traducci¨®n de aquel grito dec¨ªa en cualquier idioma del mundo era: ¡°?No pares, sigue, sigue!¡±. M¨¢s o menos al mismo tiempo, desde un lugar distinto, le hab¨ªa llegado el sonido de alguien tocando el violonchelo. Los fragmentos de melod¨ªa iban acompa?ados de largas pausas, de manera que parec¨ªa como si el violonchelista conversara con un interlocutor desconocido. A trav¨¦s de la ventana abierta, a la viajera le llegaron pedazos de vidas, seres humanos. Se dice que ning¨²n hombre es una isla, pero en Reggiana, todos los hombres y todas las mujeres eran islas. Todos los ni?os y todos los que no eran ni hombres ni mujeres eran islas. Estas islas pod¨ªan o¨ªrse entre s¨ª, pero permanec¨ªan separadas, sin tocarse, como un archipi¨¦lago humano.
Los museos de Reggiana, repletos de cuadros de un valor incalculable, estaban cerrados; sus bibliotecas, llenas de libros, tambi¨¦n; las sastrer¨ªas, vac¨ªas, y ni una sola taberna ofrec¨ªa un trago al sediento. Todo eso era triste, pero para tristeza la de la sala de conciertos de ac¨²stica perfecta que hab¨ªa en el centro de la ciudad, con sus paneles de madera de teca, sus escalonadas filas semicirculares de lujosos asientos rojos, su magn¨ªfico mural en el que estaban representadas las muchas naciones de las que proced¨ªan los refugiados, y, por encima de todo, su c¨²pula elevada, cuyo interior estaba cubierto de pan de oro. Permanec¨ªa en silencio d¨ªa y noche. Los talentosos m¨²sicos de Reggiana hab¨ªan encontrado, pese a todo, la manera de tolerar tan intolerable hecho: no dejar de tocar. Ek solitario violonchelista que hab¨ªa o¨ªdo no era m¨¢s que un filamento del vasto tejido que conformaban los m¨²sicos de la ciudad, uno de los 12 violonchelistas que hab¨ªa en ella, y estos, no era m¨¢s que un subconjunto de la secci¨®n de cuerdas, la secci¨®n de cuerdas de que dispondr¨ªa una gran orquesta, con sus metales, sus instrumentos de madera, sus percusionistas, su ¨²nica arpa. Los m¨²sicos tocaban cada d¨ªa, a la misma hora, lo hac¨ªan de verdad, y en su cabeza, y los habitantes de la ciudad les escuchaban, desde sus casas. Tocaban, los m¨²sicos, para s¨ª mismos, y para sus conciudadanos, y para la sala de conciertos, con la esperanza de poder llenarla otra vez alg¨²n d¨ªa, con la esperanza de o¨ªr c¨®mo la m¨²sica ascend¨ªa, otra vez, hasta su c¨²pula dorada.
Una noche, la viajera salud¨® al joven astr¨®logo desde el otro lado de la calle. ¡°?Hola¡±, le dijo y recibi¨® su saludo de vuelta: ¡°?Hola!¡±. Se imaginaron el uno al otro en la oscuridad. ¡°?Es peligroso tu trabajo?¡±, pregunt¨® la viajera, pues ten¨ªa entendido que los limpiadores, como los vigilantes, los m¨¦dicos, los enterradores y los carreteros, eran especialmente vulnerables a la Visitaci¨®n. ¡°Todo trabajo es siempre peligroso¡±, contest¨® el joven astr¨®logo, sin alzar demasiado la voz. ¡°Eres valiente¡±, dijo la viajera. No brillaba la luna sobre ellos. ¡°Te lo explicar¨¦¡±, dijo el astr¨®logo. ¡°Nueve meses antes de que lleg¨¢ramos¡±, dijo a continuaci¨®n, ¡°menos de un a?o antes de nuestra llegada, antes de que los cuatro ¨Cmi padre, mi madre, mi hermano y yo¨C dej¨¢ramos nuestro pa¨ªs, Urano entr¨® en Tauro. Sigue all¨ª, y all¨ª va a quedarse durante los pr¨®ximos siete a?os. Urano es el planeta de la rebeli¨®n, y creo que lo que quieres saber es qu¨¦ pasa cuando transita hacia el signo de Tauro¡±. Sorprendida, la viajera dijo, ¡°S¨ª, me gustar¨ªa saberlo¡±. La respuesta lleg¨® desde la oscuridad, desde el otro lado de la calle, sali¨® de una cara que no pod¨ªa ver. ¡°Tauro habla con la naturaleza desde su inalterada forma, previa a la intervenci¨®n humana¡±, dijo la voz. ¡°Su naturaleza es salvaje. Piensa en el Minotauro en su laberinto. Los cielos dirigen el destino de nuestra ciudad: Reggiana es el mundo. La Visitaci¨®n une nuestro microcosmos con el macrocosmos, lo que no podemos ver con lo que no podemos sentir. Hemos fastidiado a la naturaleza y ahora ella nos est¨¢ fastidiando a nosotros¡±. ¡°O no¡±, dijo la viajera. ¡°O no¡±, dijo el astr¨®logo, riendo. ¡°?Cu¨ªdate¡±, dijo la viajera. ¡°T¨² tambi¨¦n¡±, dijo el astr¨®logo.
Hab¨ªa un problema, y era un problema sencillo para el que sin embargo la viajera no ten¨ªa respuesta. El misterio era el siguiente: ?Estaba Reggiana en el mar, o junto a la orilla de un lago, o la rodeaba un ancho r¨ªo? La viajera hab¨ªa le¨ªdo tanto como hab¨ªa podido sobre la ciudad, pero hab¨ªa sido incapaz de dar con la respuesta. Habiendo evaluado las medidas por las que se reg¨ªa la ciudad, cay¨® en la cuenta de que estaba permitido salir a caminar, nunca durante demasiado tiempo, dos o tres veces por semana. Una vez fuera de casa, intent¨® resolver el misterio, pero le result¨® igualmente imposible, caminaba en c¨ªrculos, como si la tierra tratase de enga?arla, como si tuviera mente propia. Incapaz de encontrar una ribera o una orilla, acab¨® en un barrio lejano, repleto de magnolios. All¨ª conoci¨® a una vieja profesora de f¨ªsica, experta en estrellas de neutrones. ¡°?Vives en Reggiana?¡±, le pregunt¨® la viajera. ¡°Deber¨ªa ser yo quien te hiciese esa pregunta¡±, respondi¨® la astr¨®noma. La astr¨®noma no le sirvi¨® de ninguna ayuda en la resoluci¨®n de la configuraci¨®n de la ciudad, y tampoco la ayudaron los libros que consult¨® despu¨¦s, solo le dieron respuestas contradictorias. Busc¨® pistas en el escudo de la ciudad que encontr¨® en una enciclopedia. Vio un periscopio en ¨¦l. Esa noche, como el resto de noches, los Reggiani cocinaron. Cuando abri¨® la ventana, la brisa lleg¨® cargada de aromas. Oy¨® tocar al violonchelista, y d¨¦bilmente, a lo lejos, oy¨® a alguien toser.
A trav¨¦s de la ventana abierta, a la viajera le llegaron pedazos de vidas, seres humanos. Se dice que ning¨²n hombre es una isla, pero en Reggiana, todos los hombres y todas las mujeres eran islas
Durante sus paseos, la viajera empez¨® a desenredar el paisaje urbano. Cuando volv¨ªa a casa, miraba el mapa del mundo, y curiosamente, cuanto m¨¢s se fijaba, m¨¢s respuestas encontraba y m¨¢s detalladas eran estas. No revel¨® informaci¨®n fiable sobre la cantidad y la forma del agua que la rodeaba, pero s¨ª dej¨® claro que la ciudad era, entre otras cosas, una ciudad del aprendizaje. Los Reggiani ten¨ªan en muy buena estima a los ge¨®logos, antrop¨®logos, historiadores, et¨®logos, cosm¨®logos, bot¨¢nicos y alquimistas, y les hab¨ªan puesto sus nombres, los nombres de tan melanc¨®licos profesionales, a los sitios m¨¢s destacados de la ciudad ¨Cparques, plazas, cruces¨C. Por contra, las calles de la ciudad con las que se hab¨ªa topado en sus paseos estaban ¨²nicamente se?alizadas con coordenadas geogr¨¢ficas. Pero en el mapa, esas mismas calles, ten¨ªan nombres de otras ciudades que eran tambi¨¦n ciudades del aprendizaje. As¨ª, exist¨ªan las calles de El Cairo, Berkeley, Padua, Oxford, Sevilla, Esmeralda, Octavia, Bolonia, y las avenidas Pushpagiri, Tombuct¨², Gaegyeong. La viajera anot¨® los nombres y junto a ellos, las coordenadas latitudinales y longitudinales correctas, para establecer una concordancia entre unos y otras. El inventario se fue haciendo m¨¢s detallado cada d¨ªa, y sus paseos, m¨¢s largos. A veces, incluso tomaba el tranv¨ªa. Al tocar las relucientes barras, al sentarse en sus asientos de madera, se preguntaba si se estaba poniendo en peligro. En la primera p¨¢gina de su inventario, hab¨ªa dibujado el escudo de la ciudad. Lo hab¨ªa copiado de la bolsa de papel en la que le hab¨ªan servido sus raciones. El emblema central era una mano enguantada. ¡°Este es uno de esos viajes¡±, pens¨® la viajera, ¡°que se describen en los libros antiguos. Viajes dif¨ªciles de hacer con mapas convencionales pero que igualmente te llevan a lugares que parecen no existir y que a la vez no son menos reales que otros. La clave, en esos viajes, no es la distancia que se recorre, sino darse cuenta de que los peligros del viaje no se disipan al llegar¡±.
En el barrio de los magnolios, volvi¨® a encontrarse con la astr¨®noma. La conversaci¨®n tuvo lugar a primera hora de la tarde, porque a la astr¨®noma le gustaba pasar las noches en silencio y sola en su observatorio de la azotea. Hablaron a distancia. ¡°Hay son¨¢mbulos entre nosotros que creen estar exentos de la Visitaci¨®n¡±, dijo la astr¨®noma. ¡°?Qui¨¦nes son esos son¨¢mbulos?¡±. ¡°No son los que duermen sino los que no tardar¨¢n en estar despiertos¡±. ¡°?Te molestan?¡±, pregunt¨® la viajera. ¡°Al contrario¡±, dijo la astr¨®noma. ¡°Recuerda, todos hemos sido son¨¢mbulos antes de dejar de serlo¡±. Hac¨ªa calor aquel d¨ªa, m¨¢s del habitual. Los olmos empezaban a tener hojas, y los magnolios a florecer. ¡°Quieres decir que es cuesti¨®n de tiempo¡±, dijo la viajera. ¡°S¨®lo el tiempo dir¨¢. Pero s¨ª, as¨ª es¡±, dijo la astr¨®noma. La brisa lleg¨® cargada del canto de los p¨¢jaros, y el rosa de la flor del magnolio. El pelo afro de la astr¨®noma era blanco. ¡°?Puedo preguntarte algo que siempre he querido saber?¡±, dijo la viajera. ¡°Quieres saber si temo a la Muerte¡±, dijo la astr¨®noma. ¡°S¨ª¡±, dijo la viajera. ¡°No, no temo a la Muerte¡±, dijo la astr¨®noma. ¡°?Puedo preguntarte otra cosa?¡±, dijo la viajera, y se detuvo un momento, a la espera de que la astr¨®noma adivinase tambi¨¦n de qu¨¦ se trataba, pero no lo hizo, tan solo esper¨®. ¡°He o¨ªdo hablar de universos paralelos y mundos paralelos. Desde tu punto de vista, como mujer de ciencia, ?crees que hay otra Reggiana en alg¨²n otro lugar, ah¨ª fuera? Una Reggiana que es como esta en todos los sentidos, incluidos estos magnolios, incluido ese llameante arce rojo y esta tarde y el canto de los p¨¢jaros y nosotras dos y esta conversaci¨®n, una Reggiana que solo se diferencia de esta en una cosa: que en esa otra Reggiana la Visitaci¨®n ya se ha acabado¡±. La astr¨®noma dijo: ¡°La idea de un mundo alternativo se basa en un principio matem¨¢tico, no en la f¨ªsica observacional. Dada la cantidad limitada de formas en que la materia podr¨ªa organizarse en un multiverso infinito, las coincidencias son un hecho, y las coincidencias cercanas son igualmente un hecho¡±. ¡°?Podr¨ªa existir entonces una Reggiana sin el dolor de la Visitaci¨®n?¡±. ¡°S¨ª, deber¨ªa. ?Te consuela saberlo?¡±, dijo la astr¨®noma. El viento agit¨® las ramas de los ¨¢rboles. El canto de los p¨¢jaros baj¨® una octava. ¡°Madre¡±, dijo la viajera. Era de noche, la astr¨®noma se hab¨ªa ido. ¡°Has viajado mucho; llevas demasiado tiempo lejos¡±, dijo la astr¨®noma.
No mucho despu¨¦s de aquello, la viajera decidi¨® volver a casa. La ma?ana del d¨ªa en el que hab¨ªa decidido hacerlo, recibi¨® una noticia horrible. Era temprano por la ma?ana, y como buena ciudadana de Reggiana, antes de hacer otra cosa, le¨ªa los obituarios. Encontr¨® algo que le detuvo el coraz¨®n en el pecho: el joven astr¨®logo hab¨ªa muerto. Reggiana en el mar, Reggiana en un lago, Reggiana en un r¨ªo. Esa tarde, llena de dolor y dudas, la viajera se dirigi¨® al aeropuerto. Y descubri¨® que no hab¨ªa aeropuerto, que el aeropuerto hab¨ªa sido desmantelado cuidadosamente, cada elemento amontonado seg¨²n su tipo, desde las enormes vigas hasta las l¨¢minas de vidrio y los tornillos m¨¢s peque?os. Cuando regres¨® a la ciudad, conducida por un carretero enmascarado, lo hizo con el alivio de quien vuelve a casa.
Los minutos en Reggiana se alargaban como lo hac¨ªan las grandes catedrales, y pasaban semanas en el tiempo que una lib¨¦lula emplea en desplegar sus alas. ¡°Ayer¡±, dir¨ªa alguien, y para otro ser¨ªa ¡°el mes pasado¡±. Se produc¨ªa un peque?o pero notable retraso entre el que hablaba y el que entend¨ªa lo que se hab¨ªa dicho. El tiempo no tiene ning¨²n sentido aqu¨ª, se dijo la viajera. No hab¨ªa forma de entender c¨®mo, en una ciudad tan joven, hab¨ªa l¨¢pidas tan viejas. O tal vez era que aquello era lo que pasaba cuando el tiempo cobraba verdadero sentido, y su velocidad disminu¨ªa cuando no era necesario que corriera, y aceleraba cuando se ten¨ªa un prop¨®sito. Los estadios vac¨ªos, los bazares y las piscinas no sab¨ªan nada del paso del tiempo, pero los hospitales estaban llenos, y en ellos, el tiempo iba m¨¢s r¨¢pido de lo que los humanos pod¨ªan soportar.
Los ciudadanos sanos, para evitar ser consumidos por la tristeza y la preocupaci¨®n, segu¨ªan qued¨¢ndose en casa y disfrutaban de juegos de estrategia y rompecabezas. Pasaban horas jugando al ayo, el ajedrez, el go y el mahjong. En las tardes templadas, si no cuidaban a los enfermos o se dejaban batir por un duelo reciente, observaban el teatro de sombras que transmit¨ªa a cada hogar un complejo sistema de espejos. Las historias contadas en el teatro de sombras, sobre las costumbres y creencias de su antiguo pa¨ªs, siempre eran distintas, pero a diferencia de las nuevas historias de Reggiana, conservaban aquello que las hac¨ªa distintas, no se desvanec¨ªan sin m¨¢s.
Murieron veinte, un centenar, mil, 10.000, en esa ciudad de dolor sobre la cual, como un pa?o negro, se hab¨ªa arrojado la tristeza. Innumerables eran los condenados al hambre y a la pobreza
La viajera escribi¨® y escribi¨®, como si quisiera atrapar el tiempo y atarlo, con sus frases, a un paquete. Una ma?ana, se anunci¨® que la Visitaci¨®n hab¨ªa reclamado al m¨¢s destacado cirujano de la ciudad. Al d¨ªa siguiente, siete carreteros hab¨ªan muerto. Murieron veinte, un centenar, mil, 10.000, en esa ciudad de dolor sobre la cual, como un pa?o negro, se hab¨ªa arrojado la tristeza. Innumerables eran los que hab¨ªan sido condenados al hambre, y a la pobreza. En su escritorio, la viajera sofoc¨® una tos seca. Sac¨® punta a su l¨¢piz y escribi¨®: ¡°En el futuro, dejaremos Reggiana y volveremos a ser refugiados otra vez. No todos, solo aquellos que sobrevivan. No reconstruir¨¢n el aeropuerto, pero se abrir¨¢n las carreteras. La gente se ir¨¢, y la ciudad, abandonada, caer¨¢ en la ruina tan r¨¢pido como floreci¨®. Alg¨²n d¨ªa, Reggiana, no ser¨¢ m¨¢s que un recuerdo. En nuestra nueva ciudad utilizaremos todo lo que aprendimos en esta. En vez de la Visitaci¨®n, tendremos algo que no ser¨¢ la Visitaci¨®n¡±. Hizo una pausa. ?C¨®mo sonaba un clarinete? No pod¨ªa fiarse de su o¨ªdo. ¡°Pero esa futura Reggiana ya existe, en el futuro en el que todo esto ya es pasado. Las dos Reggianas conviven, una dentro de la otra, dos almas en un cuerpo¡±. Aspir¨® con profundidad el aire que entraba por la ventana. No ol¨ªa a nada. El l¨¢piz era tan peque?o que parec¨ªa estar a punto de desaparecer, y sus manos estaban manchadas de grafito. Un escalofr¨ªo recorri¨® su cuerpo.
Despert¨® llorando, en mitad de la noche. Le dol¨ªa todo el cuerpo, le ard¨ªa la garganta. Lo vio con la claridad que solo la oscuridad permite. El escudo de la ciudad, sin importar lo que pareciera ser cuando se lo miraba directamente, nunca cambiaba cuando lo miraba de soslayo o lo recordaba. Era siempre la misma cosa, una corona de radiantes radios, una ciudad circular vista desde el aire.
Traducci¨®n de Laura Fern¨¢ndez.
Teju Cole es escritor nigeriano-estadounidense, autor de los libros Ciudad abierta, Cada d¨ªa es del ladr¨®n y Cosas conocidas y extra?as, todos ellos publicados por Acantilado.
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