?pera interrumpida
Manuel Guti¨¦rrez Arag¨®n firma para 'Babelia' un relato de misterio y un tanto apocal¨ªptico en el transcurso de una velada en el Teatro Real de Madrid
Est¨¢bamos en el preludio de la ¨®pera m¨¢s hermosa entre todas las ¨®peras, la m¨¢s grande. Ese preludio profundo y melanc¨®lico, tan lleno de energ¨ªa c¨®smica que la muerte y la vida llegan a ser una misma cosa. La m¨²sica del preludio parece empujarnos hacia un final fatal y por eso no queremos que cesen de tocar los violines, ni los chelos, ni los oboes, ni el delicado timbal, cuya baqueta el int¨¦rprete ha envuelto en un pa?uelo de seda para que sus golpes se asemejen a latidos. La tensi¨®n va creciendo hacia la conclusi¨®n de la pieza, que intuimos ya est¨¢ cerca, pero que no es as¨ª porque la tensi¨®n sigue en aumento y el final est¨¢ llegando, pero no llega.
El patio de butacas del Teatro Real de Madrid est¨¢ al completo, as¨ª como los mejores palcos y gran parte del anfiteatro. Yo estoy, estaba, en la fila cuatro de los pares, y pod¨ªa ver el viento a mi derecha, y a una parte de la cuerda abajo, en el foso. El director dej¨® que el ¨²ltimo acorde se quedara suspendido, enigm¨¢tico, en el aire y luego comenz¨® a bajar los brazos para recibir el aplauso del p¨²blico. En ese momento fue cuando apareci¨® aquel hombrecillo en mitad del pasillo, un ser de apariencia menuda y con gafas de lentes oscuras, que vest¨ªa, pese a estar dentro de la sala, una gabardina larga muy usada, y una bufanda. Dio una palmada para llamar la atenci¨®n del respetable y exclam¨®:
¡ª??Se?oras y caballeros! ?Atenci¨®n! ?Escuchen!
La gente pens¨®, pensamos, que est¨¢bamos ante un perturbado. Los acomodadores comenzaron a acudir al pasillo con rapidez. El hombre de la gabardina los intent¨® detener con un gesto y exclam¨®:
¡ª??Por favor, por favor, escuchen! ?Las salidas del teatro est¨¢n bloqueadas por fuera! ?Estamos atrapados! ?No se puede salir!
Los acomodadores le rodearon. Yo nunca hab¨ªa visto un n¨²mero tan grande de acomodadores, no sab¨ªa que el Teatro Real tuviera tantos, la verdad, y que acudieran con esa celeridad ante la presencia de un loco en mitad de la sala.
¡ª??Auxilio! ?Auxilio! ¨C suplic¨® el hombrecillo.
Pero el suplicante fue silenciado, ahogado, por los fuertes brazos de los empleados del teatro. A los acomodadores se hab¨ªa unido el servicio de seguridad
Se escucharon protestas, imprecaciones y tambi¨¦n risas. Algunos espectadores se pusieron en pie para mirar lo que suced¨ªa. El hombrecillo hab¨ªa desaparecido de la vista.
Pronto se pudo comprobar que el hecho era cierto, que las grandes puertas de entrada al vest¨ªbulo estaban cerradas sin tener modo de abrirse. Adem¨¢s, hab¨ªa un hecho aterrador: las luces y edificios de la plaza de Oriente estaban apagados y una espesa oscuridad rodeaba al teatro
Pronto se pudo comprobar que el hecho era cierto, que las grandes puertas de entrada al vest¨ªbulo estaban cerradas sin tener modo de abrirse. Adem¨¢s, hab¨ªa un hecho aterrador: las luces y edificios de la plaza de Oriente estaban apagados y una espesa oscuridad rodeaba al teatro. Un muro de tinieblas y de silencio, como si en el exterior todo se hubiera detenido. La ausencia de sonidos callejeros resultaba ominosa.
Si quieren que les diga mi opini¨®n, yo creo que el p¨²blico del teatro estaba m¨¢s sorprendido que asustado.
¡ª??Nadie nos comunica nada! ?Ni una sola informaci¨®n, parece mentira! ?Esta direcci¨®n es de verg¨¹enza!
El foyer del teatro estaba a tope y, desde las barandillas de los pisos superiores, la gente, en general joven, se asomaba m¨¢s curiosa que inquieta.
¡ª??Si no va a haber funci¨®n, que nos devuelvan el dinero!¡ª grit¨® un chico desde lo alto de la galer¨ªa de anfiteatro.
Por fin apareci¨® el intendente del teatro ¡ªpor cierto, bien conocido m¨ªo¡ª y dijo que lo mejor era que el p¨²blico volviera a sus butacas a esperar noticias.
¡ª??Se va a reanudar la funci¨®n mientras esperamos?¡ª pregunt¨® una se?ora a mi lado.
¡ª??Desde luego, desde luego! Ya hemos llamado a los bomberos.
¡ª?Ah, los bomberos, claro.
Un habitual del teatro, con el que sol¨ªa intercambiar comentarios oper¨ªsticos en los entreactos, se acerc¨® a m¨ª. No consegu¨ªa acordarme de su nombre, y ¨¦l, muy educadamente, lo pronunci¨® para evitarme quedar mal:
¡ª?Soy Alfonso Alcal¨¢, por si no te acuerdas.
¡ª?Hola, Alfonso.
El hombre era parlanch¨ªn:
¡ª?La situaci¨®n es m¨¢s grave de lo que parece, pero no quieren que cunda el p¨¢nico.
Y a?adi¨® al o¨ªdo:
¡ª?Hay un miembro de la Casa Real en el palco principal. Una infanta.
Se rasc¨® la cabeza sin que nada le picara. En la megafon¨ªa del vest¨ªbulo sonaron las fanfarrias y luego una voz suave, dijo: ¡°Ocupen sus localidades, la funci¨®n va a reanudarse.¡±
¡ª?Es una grabaci¨®n, ese aviso no significa nada.
Un poco m¨¢s all¨¢ vi la cabeza blanca y rizada de Margaret Armstrong. Delgad¨ªsima, seria, gr¨¢cil, Maggie me salud¨® con una sonrisa de circunstancias. Viv¨ªa en Espa?a desde que dej¨® la direcci¨®n de un peri¨®dico progre en el Sur de Estados Unidos ¡ªen el Sur, s¨ª¡ª y aqu¨ª se cur¨® de un c¨¢ncer. Volv¨ªa, volvi¨®, a nacer y aqu¨ª estaba, encerrada y sola, como yo. Me entr¨® una profunda tristeza que disimul¨¦ con el m¨¢s jovial de mis saludos.
El tel¨®n se fue alzando lentamente en el escenario y las luces iluminaron el decorado. Pero no sali¨® ning¨²n cantante, ni se escuch¨® ninguna m¨²sica.
De todas maneras, el p¨²blico aplaudi¨®, por costumbre, al aparecer en el proscenio el director del teatro, serio y correctamente trajeado de oscuro, con una corbata gris perla. Era calvo, con una calva refulgente, obscena.
Dijo que la situaci¨®n era excepcional, s¨ª, pero que lo m¨¢s importante era mantener la calma y confiar en la autoridad competente, de la que se esperaban instrucciones.
Despu¨¦s, sali¨® de escena sin m¨¢s, oyendo algunos silbidos provenientes de las localidades altas.
Unos minutos m¨¢s tarde, hubo un desmentido sobre una informaci¨®n de cuyo contenido no ten¨ªamos noticia, pero que los responsables se apresuraban a negar aun sin decirnos de qu¨¦ se trataba. Eso exacerb¨® el nerviosismo y la desconfianza.
Busqu¨¦ a un conocido del staff para preguntarle si sab¨ªa algo. Pero todos los responsables del Teatro Real hab¨ªan desaparecido.
Intent¨¦ aproximarme a una de las puertas laterales; la gente hab¨ªa formado grupos y estaban discutiendo en el vest¨ªbulo y en las galer¨ªas. Los porteros y miembros de seguridad imped¨ªan acercarse demasiado a las grandes puertas de hierro. Nos proteg¨ªan de lo invisible.
La gente trataba de llamar por el m¨®vil, pero no se consegu¨ªa comunicar con el exterior. Se pens¨®, pensamos, que quiz¨¢ la red estaba colapsada, como sucede a la salida de un gran evento deportivo. Esta vez era distinto, hab¨ªa tono de llamada, pero nadie respond¨ªa. Los sonidos se perd¨ªan en un vac¨ªo ilimitado y mudo.
Un muro de silencio.
Sub¨ª al primer piso y utilic¨¦ mi tarjeta de espectador vip para entrar en uno de los grandes salones que daban a la plaza de Oriente. El sal¨®n estaba en penumbra y nadie guardaba los ventanales. Intent¨¦ vislumbrar algo del exterior apartando un poco los cortinajes estampados de p¨¢jaros her¨¢ldicos y grifos. Pero lo que no se ve¨ªa era igualmente espantable: una negrura envolvente, como un velo de encaje negro.
Yo estaba solo en el sal¨®n y, al acostumbrar mi vista a la semioscuridad, vi c¨®mo un cuerpo ondulante empezaba a tomar forma. Ella ¡ªporque era ella, la soprano de la ¨®pera interrumpida¡ª llevaba un traje de lam¨¦ dorado cubierto por una larga capa, el traje que luc¨ªa en escena. Tambi¨¦n miraba hacia afuera, hasta que repar¨® en m¨ª y sonri¨®.
¡ª?Hola, hombre.
Me present¨¦:
¡ª?Soy Jos¨¦ L¨®pez. Ya no se acordar¨¢, pero el intendente del teatro nos present¨® durante la rueda de prensa. No, no, yo no soy periodista, solo un aficionado a la ¨®pera y admirador de usted. Y escritor y amigo del intendente. Me permiti¨® estar presente en la rueda de prensa precisamente porque quer¨ªa conocerla.
Su mano emergi¨® de entre los pliegues de la capa y me la tendi¨®.
Me dijo que se hab¨ªa escapado del camerino, pese a que le hab¨ªan rogado que no saliese de ¨¦l, porque no soportaba estar encerrada. Y que ahora estaba pensando en regresar, pero que no estaba segura de dar con el camino de vuelta.
Lise Danielsen terminaba algunas frases con un suspiro. Su espa?ol latino ten¨ªa un tono profundo, como un fiordo de su Noruega natal.
Despu¨¦s, se encogi¨® de hombros y dijo que no ten¨ªa ninguna prisa en volver al camerino.
¡ª?Me temo que esta noche no va a haber representaci¨®n.
Y a?adi¨®:
¡ª??Tendr¨ªa usted un cigarrillo?
¡ª?Solo fumo puros.
¡ª??Y tiene uno?
Le dije que s¨ª, y ella me pidi¨® que le dejara encenderlo y darle una o dos chupadas. Mordi¨® el cigarro y le arranc¨® la boquilla.
¡ª?Extra?a situaci¨®n, ?verdad? ?Usted qu¨¦ piensa?
Y antes de que yo contestara, a?adi¨®, como si citara una frase:
¡ª??Por qu¨¦ desear cosas si no puedes tenerlas? Ya ve, yo deseaba fumar y esta situaci¨®n me permite hacerlo. ?Le espera alguien ah¨ª abajo?
Le dije que no, que hab¨ªa venido solo a verla a ella.
Cuando salimos a la galer¨ªa pudimos ver que casi todo el mundo se hab¨ªa precipitado a coger sitio ante los buf¨¦s de bebidas y canap¨¦s. Se guardaba una cola de media hora para una copa de cava. De pronto, ocurri¨® un hecho que excit¨® los ¨¢nimos m¨¢s que el encierro mismo, o quiz¨¢ result¨® un detonante. Las luces del vest¨ªbulo se fueron extinguiendo dulcemente, como si fuera un efecto esc¨¦nico. Se hab¨ªa ido el suministro de energ¨ªa el¨¦ctrica y nos est¨¢bamos quedando en tinieblas. La gente empez¨® a protestar y proferir gritos. Despu¨¦s, algunos empezaron a empujar a otros y se origin¨® una trifulca. Los del servicio de seguridad intentaron poner paz a la luz de sus linternas. Entonces fue cuando unos cuantos energ¨²menos intentaron arrebat¨¢rselas. No se sabe qui¨¦n golpe¨® a un anciano, al que yo conoc¨ªa por asistir a mi mismo abono, y el viejo rod¨® por el suelo. El veterano aficionado exclam¨® ¡°?la luz! ?la luz!¡± y se qued¨® paralizado sobre el m¨¢rmol amarillo del piso. La perturbaci¨®n fue en aumento. Los que trataron de calmar a las personas m¨¢s excitadas recibieron pu?adas e insultos, como si tuvieran la culpa de lo que suced¨ªa. Lise Danielsen y yo segu¨ªamos en la galer¨ªa superior, en la que un joven corr¨ªa hacia alguna parte con la llamita de un encendedor, que en aquella terrible oscuridad parec¨ªa una estrella errante surcando el firmamento.
La calma no volvi¨® hasta que los generadores aut¨®nomos del teatro se pusieron en funcionamiento y, tan dulcemente como se fue, la luz volvi¨®. La luminosidad era tenue e insegura, pero suficiente. Al mirarse los unos a los otros, el p¨²blico enloquecido se calm¨® y muchos bajaron la mirada al suelo, avergonzados de su comportamiento desaforado. Algunos todav¨ªa ten¨ªan agarrados por el cuello a otros. Se recompusieron los modales y los m¨¢s fren¨¦ticos procuraron alisarse el pelo y la ropa. Pero ya nada volvi¨® a ser igual. Las sonrisas eran forzadas y las miradas, desconfiadas. Los ¡°por favor¡±, ¡°despu¨¦s de usted¡±, ¡°muy amable¡±, ¡°gracias¡±, se multiplicaban sin ton ni son. El viejo aficionado hab¨ªa sido retirado del suelo y el cuerpo hab¨ªa desaparecido.
Por mi parte, pregunt¨¦ a Lise Danielson si necesitaba alguna cosa. Me sonri¨® y dijo que permaneciera junto a ella, si no ten¨ªa otra cosa que hacer. Lise tiene el pelo y la tez morena, y sus ojos son verdiamarillos, resplandecientes, y me recordaban los caramelos que vend¨ªa una anciana en un puesto callejero en mi barrio, cuando yo era ni?o.
¡ª??Caramelos de la suerte! ?Caramelos de la suerte! ¨C proclamaba la anciana.
El sal¨®n Vergara, que era el antiguo sal¨®n de baile en otros tiempos y que en estos se reservaba como zona vip, fue invadido por los espectadores de anfiteatro. A nadie se le ocurri¨® objetar en contra.
Est¨¢bamos apretujados y Lise me invit¨® a su camerino.
¡ª?La direcci¨®n del teatro me ha enviado una botella de vino. ?Usted bebe? ?S¨ª? La podemos compartir. ??nimo, hombre! Le veo a usted muy serio. ?Es usted as¨ª o es que est¨¢ muerto de miedo? ?Qu¨¦ mira usted?
¡ª?Sus ojos.
¡ª?Ya, ya, tengo los ojitos de rubia, pero soy morena.
¡ª??Caramelos de la suerte! ?Caramelos de la suerte!
La botella ya estaba mediada cuando le dije a Lise Danielsen que su voz, cuando hablaba, ten¨ªa un sonido muy distinto que cuando cantaba.
¡ª?Porque canto con el coras¨®n.
¡ª?Y, cu¨¢ndo habla, ?no?
¡ª?Depende, hombre.
Lise retorc¨ªa y enrollaba los rizos de la peluca rubia, puesta en un soporte, con la que se cubr¨ªa el pelo para su papel en la ¨®pera. Despu¨¦s peinaba la peluca y estiraba los rizos. Y vuelta a empezar.
¡ª?He vivido esto antes, amigo m¨ªo. Una vez, en Minsk, vendieron m¨¢s entradas que lo que permit¨ªa el aforo y se suspendi¨® la funci¨®n. Yo iba a cantar la misma ¨®pera que hoy deb¨ªa cantar aqu¨ª, qu¨¦ casualidad, ?verdad?
Lise se coloc¨® la peluca rubia sobre su oscura melena.
¡ª?Parte de los frustrados espectadores quisieron forzar las puertas y la polic¨ªa se interpuso formando una barrera. Pero los que estaban ya adentro, pues all¨ª se quedaron, y nos amenazaron con pistolas para que se celebrara la funci¨®n.
¡ª??Y lo hicieron? ?Cantaron ustedes?
¡ª?No, no. Pero nos quedamos toditos dentro, los espectadores y los cantantes. Muchas horas.
Lise pas¨® a contar cosas de su familia y de los dos hijos que ten¨ªa en Oslo, estudiando. Despu¨¦s describi¨® su casa de campo, en lo alto de un lugar llamado Ekeberg. Y el cielo sobre el fiordo, con las franjas zigzagueantes amarillas y rojas que se pueden ver al atardecer. Un cielo que produce intranquilidad y ansia en vez de sosiego y placidez.
Yo escuchaba su voz melodiosa como si la estuviera oyendo cantar, sin prestar atenci¨®n a lo que dec¨ªa sino al sonido de las palabras. Mientras, se colocaba y se quitaba el postizo rubio.
Y as¨ª seguimos, bebiendo y dando forma al tiempo y a la peluca, si se me permite la expresi¨®n.
La direcci¨®n del teatro hab¨ªa provisto al camerino de Lise Danielsen con una bandeja de bombones, pero no de ninguna otra cosa que llevarse a la boca. Ni ella ni yo hab¨ªamos probado los bombones.
Lise suspir¨®:
¡ª?Pase lo que pase y sea lo que sea lo que est¨¦ sucediendo, me comer¨ªa muy a gusto un buen bocadillo de jam¨®n ib¨¦rico con su tomate y su aceitito de oliva.
Me ofrec¨ª para salir en busca de comida y Lise dijo que ella no se quer¨ªa quedar sola en el camerino, que mejor ¨ªbamos los dos.
Descendimos la escalera principal, que estaba plena de gente sentada o acurrucada. Las discusiones y agitadas conversaciones se hab¨ªan cambiado por voces susurrantes, en una sordina tensa, viscosa. El conjunto de personas ni hablaba ni permanec¨ªa mudo, m¨¢s bien se o¨ªa un rumor continuo y bajo, sin apenas significado. Lise y yo procur¨¢bamos no pisar a nadie y salt¨¢bamos por encima de los cuerpos rumorosos.
La luz oscilaba, pero se manten¨ªa, empa?ada y d¨¦bil como la llama de una vela en una atm¨®sfera densa.
No encontramos nada que comer. El buf¨¦ estaba arrasado.
Los altavoces de los vest¨ªbulos, salones y corredores se hicieron o¨ªr con su habitual soner¨ªa de trompetas: el director nos convocaba para ocupar nuestras localidades en cinco minutos, como si la funci¨®n fuera a comenzar. Todo el mundo deber¨ªa asistir a una asamblea para tomar decisiones sobre la situaci¨®n creada ¡ªas¨ª llamaban a lo que estaba ocurriendo¡ª. Un amable funcionario se acerc¨® a Lise para rogarle que regresara a su camerino. Los cantantes ten¨ªan una consulta aparte.
La penumbra del vest¨ªbulo se iba acentuando seg¨²n se avanzaba por los pasillos.
En el camino hacia mi butaca, me fui enterando de la situaci¨®n que al parecer ya todos conoc¨ªan. Una milicia desconocida y carente de siglas hab¨ªa rodeado el teatro.
¡ª?Estamos secuestrados.
Pero, en realidad, nadie sab¨ªa lo que hab¨ªa all¨¢ afuera.
Lo m¨¢s extra?o era el silencio del mundo entero. Como si todo lo existente estuviera sometido a una misma fuerza.
Tuve un escalofr¨ªo cuando ya los dem¨¢s parec¨ªan haber pasado del miedo a la ira, y de la ira a buscar culpables y, a continuaci¨®n, al estar divididos respecto a la culpabilidad, regresar al miedo democr¨¢tico y universal.
Un matrimonio conocido se coloc¨® a mi lado mientras desfil¨¢bamos por el pasillo hacia la puerta 6 del patio de butacas. Ella hab¨ªa sido ministra en el anterior gobierno, y siempre hab¨ªa sido muy antip¨¢tica. Ahora parec¨ªa m¨¢s cari?osa y cercana. Les confes¨¦ que no me hab¨ªa enterado de la situaci¨®n porque hab¨ªa estado acompa?ando a la soprano en su camerino.
¡ª?Una mujer muy guapa ¡ªdijo la exministra¡ª Bueno, para ser soprano.
En la misma cola de entrada varios conocidos me preguntaron si yo sab¨ªa algo distinto de lo que todos sab¨ªan. Supongo que me cre¨ªan muy bien relacionado.
¡ª?No s¨¦ nada. Hay que mantener la calma.
Mi interlocutor respondi¨® airado.
¡ª??Por qu¨¦ hostias hay que mantener la calma?
¡ª?No s¨¦, es lo que suele decirse en estos casos. Pero haz lo que quieras.
Me agarr¨® por la solapa de la chaqueta.
¡ª??Te burlas de m¨ª!
Lo sujetaron entre varios y me abstuve de hacer m¨¢s comentarios.
En la penumbra distingu¨ª a Maggie Armstrong haciendo la cola. Me acerqu¨¦ a ella dando alg¨²n que otro empuj¨®n.
¡ª??C¨®mo est¨¢s? ?T¨² sabes algo?
Maggie estaba muy p¨¢lida. Me agarr¨® por el brazo.
¡ª?Esto es real. No es ninguna pel¨ªcula surrealista mexicana, ni un estado de hipnosis colectiva.
Mi conocido del teatro, Alfonso Alcal¨¢, intervino sin que nadie le preguntara nada. Ten¨ªa la mirada un poco perdida, como nunca le hab¨ªa visto antes. Era una persona formal.
¡ª?El planeta se ha sumido en un sue?o profundo. Un letargo en el invierno del mundo, que limpia la sangre y consolida los recuerdos. Todo lo que est¨¢ ah¨ª afuera est¨¢ dormido, menos nosotros y los que nos acechan en la oscuridad¡
Los achuchones de la cola me separaron de Maggie, que hab¨ªa soltado mi brazo. No sab¨ªa si seguirla a ella o continuar escuchando a Alfonso Alcal¨¢ y sus extrav¨ªos.
Alfonso continu¨®, muy serio:
¡ª?S¨¦ que eres muy esc¨¦ptico y que no te creer¨¢s lo que te estoy diciendo. Y que prefieres escuchar a esa vieja embaucadora. No te f¨ªes de ella.
Maggie me hizo una se?a, o por lo menos a m¨ª me pareci¨® que hac¨ªa un gesto para que me acercara. Pero dej¨¦ de verla, perdida entre la concurrencia.
La gran sala se iba llenando, tanto la platea como palcos y balcones, mientras muchas cabezas asomaban por la delantera de anfiteatro. El espacio estaba pobremente iluminado, como el resto del edificio, hasta que, de pronto, la gran l¨¢mpara de bronce dorado se encendi¨® por completo, con sus mil bombillas brillando a la vez. Todas las miradas se elevaron hacia el techo, parpadeando deslumbradas. Las ninfas, diosas y caballos alados se agitaron all¨¢ arriba, en el cielo pintado, mientras el p¨²blico estallaba en un aplauso grandioso. Los focos laterales iluminaron el proscenio, a tel¨®n bajado, y asom¨® la calva reluciente del director del teatro. Le rodeaba el staff en pleno; uno de ellos era mi amigo el intendente, que llevaba unos papeles en la mano.
El director fue muy claro en sus planteamientos, adelantando que las resoluciones que se tomaran ser¨ªan discutidas por todos los presentes ¡ªestuvo a punto de pronunciar ¡°del p¨²blico presente¡±, pero se corrigi¨®¡ª. Hab¨ªa que pensar ¡ªdijo con voz grave¡ª en un asedio por tiempo indefinido, deseablemente corto, pero sin excluir que se alargara. Pod¨ªa, pues, ser un aislamiento breve o, por el contrario, ser largo. Se pas¨® un pa?uelo por el cr¨¢neo enfebrecido y continu¨® diciendo que nadie sab¨ªa lo que hab¨ªa ah¨ª afuera, pero que alguna vez esa pesadilla terminar¨ªa y todo volver¨ªa a ser como antes.
¡ª?Mientras no restablezcamos la comunicaci¨®n con el exterior, la direcci¨®n del teatro asume toda la responsabilidad y se constituye en la ¨²nica autoridad competente.
Despu¨¦s de enumerar una serie de normas de convivencia elemental, a?adi¨® que nos iba a comunicar una buena noticia:
¡ª?Se?oras y se?ores, tenemos comida y m¨²sica. S¨ª, eso es una gran ventaja.
Los m¨²sicos de la orquesta del Real y los cantantes que iban a actuar esa noche estaban dispuestos a colaborar y a entretener a los sitiados. Lamentaba decir que la representaci¨®n de ¨®pera se aplazar¨ªa para mejor ocasi¨®n, por la larga duraci¨®n de esta y para no tener que interrumpirla si se produc¨ªa alg¨²n hecho nuevo. Se cantar¨ªa a una sola voz, qu¨¦ suerte tener para nosotros esas voces maravillosas. Respecto a la comida, el teatro estaba unido por una galer¨ªa a dos tiendas gourmets en las calles Felipe V y Carlos III. Viandas y vinos exquisitos. Eso s¨ª, para que duraran, habr¨ªa que limitar el consumo. Hab¨ªa muchos platos congelados, cocinados por los mejores chefs. Pescados, mariscos y carnes, junto a conservas excelentes. Los vinos, cervezas y licores estaban a la altura de todo lo anterior, como no podr¨ªa ser de otra manera.
¡ª?Arte y gastronom¨ªa, distinguido pu¡ queridos, amigos.
Mi amigo el intendente ley¨® una fant¨¢stica lista de productos en los papeles que llevaba en la mano y a continuaci¨®n hubo un turno de palabras.
Se produjeron bastantes intervenciones, m¨¢s ordenadas de lo que har¨ªa temer un p¨²blico tan numeroso. En alg¨²n momento parec¨ªa que la reuni¨®n se har¨ªa muy larga, pero en cuanto se dijo que el primer turno de entrega de cenas estaba listo en el foyer, en el sal¨®n Vergara y en el sal¨®n Goya, la sesi¨®n se levant¨® con un acuerdo sorprendente tomado en el ¨²ltimo momento.
Se lo cont¨¦ a Lise Danielson a mi regreso al camerino.
¡ª?Cuando todos ya se hab¨ªan resignado a racionar los v¨ªveres, se levant¨® una pareja, un chico y una chica, que parec¨ªan salidos de una revista de moda, rubios, gr¨¢ciles, casi alados. S¨ª, eso es lo que quiero decir, que eran muy guapos, simplemente. Son del cuerpo del ballet del teatro, quiz¨¢ alguna vez t¨² hayas trabajado con ellos. En esta ¨®pera no ten¨ªan participaci¨®n, por eso se encontraban entre el p¨²blico. Y opinaban por libre. Defendieron que era mejor comer, beber y escuchar m¨²sica sin tasa; que el tiempo de encierro ten¨ªa que transcurrir con alegr¨ªa y que luego ya se ver¨ªa qu¨¦ resoluci¨®n se tomaba¡ Yo no s¨¦ si la propuesta hubiera triunfado o no, pero en ese momento va y se levanta un hombre algo curvado de espalda, de ojos peque?os, y que arrugaba el entrecejo como un gesto de actor sin recursos, con un habla profesoral, resabiada¡ S¨ª, ya s¨¦, ya s¨¦, amiga m¨ªa, que no se debe uno burlar de los defectos f¨ªsicos, yo no me burlo, pero¡ Vale. El hombre aquel argument¨® en contra de los dos bailarines, tach¨¢ndolos de fr¨ªvolos y casi de desalmados. Su intervenci¨®n tuvo la virtud de poner a todo el mundo en contra de lo que dec¨ªa, y de paso en contra de la primera propuesta, la del racionamiento. Bueno, pues eso te estoy diciendo, que se vot¨® a favor de la propuesta de los guapos. Qu¨¦ quieres que te diga, la belleza es un valor irrebatible, que no necesita fundamento. As¨ª que¡ ?C¨®mo? ?Y qui¨¦n dice que haya sido lo correcto?
Lise dio un suspiro musical.
¡ª??Para cu¨¢nto tiempo hay v¨ªveres?
¡ª?No ha habido tiempo para hacer una evaluaci¨®n.
Despu¨¦s, pens¨¦ que deb¨ªa decirle lo que sab¨ªa:
¡ª?Mi amigo el intendente me ha dado una estimaci¨®n.
Lise se levant¨®; su pelo ondulado brill¨® oscuramente por el camerino.
¡ª?Tres d¨ªas ¡ªle dije¡ª Hay para tres d¨ªas.
Me tom¨® la mano y yo se la apret¨¦. Era como un pacto para recorrer juntos un corto camino.
O¨ªmos estampidos que ven¨ªan de alguna parte del teatro. Dos o tres muy seguidos y, despu¨¦s, varios m¨¢s a intervalos, como si fuera un intercambio de disparos. Escuchamos con atenci¨®n: eran los corchos de las botellas de champ¨¢n saltando alegremente. Salimos del camerino al aire enrarecido del teatro.
Un olor a guiso se estaba extendiendo entre las paredes de estuco rojo, de las que colgaban los retratos de grandes cantantes y personas regias. Los salones Vergara y Goya estaban abiertos al que quisiera y serv¨ªan a manera de gran buf¨¦. Las alfombras atemperaban el sonido de platos, cubiertos y conversaciones. En el Sal¨®n Azul se estaba fumando. Alguien protest¨® y recibi¨® como contestaci¨®n que para lo que les quedaba de vida no les iba a hacer mucho da?o a la salud. Hubo brindis y tambi¨¦n algunos vivas. Alguien exclam¨®:
¡ª??Viva la madre que nos pari¨®!¡ª y fue coreado por otros.
La orquesta del Real empez¨® a tocar en alg¨²n lugar del segundo piso, fuera de la sala grande, y todo el mundo se qued¨® callado, escuchando el dulce lamento de la melod¨ªa. Una m¨²sica sin contornos ni l¨ªmites definidos, un sonido inagotable en el que la pasi¨®n tiene su mejor expresi¨®n sin nombrarla. Unos acordes que se van transformando casi sin darnos cuenta y que parecen no tener rumbo. "?S¨®lo yo oigo esta melod¨ªa, tan maravillosa y suave, dulcemente conciliadora?¡ En la marea ondulante, en el sonido que resuena, en el universo que suspira¡ anegarse, abismarse, inconsciente, supremo deleite."
Al amparo de aquella m¨²sica ¡ªque era la de la ¨®pera suspendida¡ª los sentimientos rebosaban de los cuerpos, y la gente com¨ªa y com¨ªa con cierta desesperaci¨®n, como si quisiera suicidarse con m¨²sica y foie gras.
Se hizo un silencio tras el ¨²ltimo comp¨¢s, una calma inquietante. Hab¨ªan dejado de comer. Poco despu¨¦s, las mand¨ªbulas empezaron a entrechocar, sin saberse muy bien si casta?eaban o volv¨ªan a masticar.
Lise rehus¨® cualquier plato y solo acept¨® una copa de champ¨¢n. Y especific¨®:
¡ª?Pol Roger, si es posible, ros¨¦.
Se hab¨ªa comprometido a cantar alg¨²n trozo escogido de su repertorio, al igual que casi todos los otros cantantes. La velada musical extraordinaria la comenzar¨ªa el tenor, al que estaba viendo, vi, en un ¨¢ngulo del sal¨®n, p¨¢lido y r¨ªgido como estatua de yeso.
¡ª?Es un hombre muy guapo, pero miedoso. Tengo que hacer un gran esfuerzo para cre¨¦rmelo en su papel de caballero bret¨®n.
Se encogi¨® de hombros y suspir¨® una vez m¨¢s.
¡ª?Si cierras los ojos, te gusta c¨®mo canta.
El canto empez¨® de pronto, sin avisar, mientras la gente conversaba, se quejaba o protestaba. Todos se quedaron callados.
¡°?Vendr¨¢ mi ¨¢ngel del cielo?
?Vendr¨¢ mi ¨¢ngel del mar?¡±
La voz directa, sin florituras ni adornos, del tenor, sonaba suave como el mar en calma y el cielo sereno que invocaba. Cielo e mar era una de sus arias m¨¢s frecuentadas y la que el p¨²blico esperaba o¨ªrle. Al escucharle, el aire tibio y salino parec¨ªa soplar sobre nosotros.
¡°Aqu¨ª en la sombra, donde espero con el coraz¨®n anhelante, ven, ven al beso de la vida,
de la vida y el amor.
?Ah! Ven, ven.¡±
Las agitaciones y emociones de cada uno quedaron suspendidas un momento, agrupadas todas en el sentimiento ¨²nico de la m¨²sica. El miedo y los temores se cambiaban por la ilusi¨®n y la esperanza, aunque fuera un ensue?o que duraba solamente lo que duraba el aria.
Pero fue suficiente para que Lise y yo nos bes¨¢ramos por primera vez, sin esperar a que se extinguiera la voz del tenor. El beso fue m¨¢s bien una celebraci¨®n de vida que cualquier otra cosa, pero ninguno de los dos se detuvo a considerarlo. Por si s¨ª o por si no, nos volvimos a besar. Y esta vez el beso fue claramente lo que se considera un beso, con su deseo, su cari?o, su carnalidad.
No ¨¦ramos los ¨²nicos en besarnos. Cuando miramos alrededor, Lise y yo nos echamos a re¨ªr. Hab¨ªa m¨¢s parejas bes¨¢ndose. Quiz¨¢ eran personas que hac¨ªa tiempo no se besaban, o simplemente lo hac¨ªan porque pod¨ªan hacerlo, el encierro aquel justificaba muchos comportamientos que de otra manera no podr¨ªan admitirse. Besos por contagio, por imitaci¨®n, porque s¨ª
No ¨¦ramos los ¨²nicos en besarnos. Cuando miramos alrededor, Lise y yo nos echamos a re¨ªr. Hab¨ªa m¨¢s parejas bes¨¢ndose. Quiz¨¢ eran personas que hac¨ªa tiempo no se besaban, o simplemente lo hac¨ªan porque pod¨ªan hacerlo, el encierro aquel justificaba muchos comportamientos que de otra manera no podr¨ªan admitirse. Besos por contagio, por imitaci¨®n, porque s¨ª. La penumbra dorada de los pasillos, palcos y galer¨ªas encubr¨ªa todo aquel fest¨ªn de mimos y caricias.
Tambi¨¦n se procuraba manifestar alegr¨ªa, una alegr¨ªa provocada, con tintes teatrales. Al fin y al cabo, ?no est¨¢bamos en un teatro?
En un palco de platea, Margaret Armstrong se besaba con una acomodadora en un beso largo y rendido. Hab¨ªa grupos bebiendo y entrechocando las copas. Antiguos conocidos hablaban entre ellos en un tono jovial, y un reducido grupo de j¨®venes muy altos y delgados comentaba algunos arriesgados montajes que hab¨ªan visto, realizados sin complejos ni concesiones, dec¨ªan.
Yo comenc¨¦ a aplaudir, y a los pocos momentos mucha gente me imit¨®, aunque no hab¨ªa final de acto al que dar un aplauso: la escena ¨¦ramos nosotros. Una ovaci¨®n a la existencia, cualquiera que sea su sentido.
Se descorrieron las cortinas en el palco regio, velado hasta el momento. Entonces aparece, apareci¨®, la joven infanta, rubia y esplendente, como si saliera del envoltorio de una caja para regalo. Hasta ese momento hab¨ªa estado protegida contra cualquier contratiempo por secretarios y personal de palacio, y ahora se ofrec¨ªa al p¨²blico desde su palco dorado.
Agit¨® una mano para saludar y sus labios de movieron para decir algunas palabras que no o¨ªmos, lejana y sola.
El p¨²blico devolvi¨® el saludo y algunos volvieron a aplaudir. Por simpat¨ªa con la juventud y con la promesa de vida que emanaba de su persona.
Me fij¨¦ en uno del p¨²blico que era de los pocos que no aplaud¨ªa ni saludaba. Era el hombre aquel que perdi¨® la votaci¨®n por el racionamiento. Con su ce?o fruncido y sus ojos peque?itos, peque?itos¡
Bueno, yo tampoco aplaud¨ªa a la infanta, es verdad, pero yo soy el que cuenta esta historia y estoy fuera de toda sospecha.
La luz de escena es la que crea el d¨ªa y la noche. Si no fuera as¨ª, todas las horas ser¨ªan iguales en el interior del Teatro Real. Lise y yo estamos abrazados y permanecemos de esa manera un largo rato tras haber cantado ella el aria Casta Diva, de Norma. Noto el sudor del esfuerzo en su cuello y en el arranque de sus pechos.
¡ª?Ahora s¨ª que quiero comida ¡ªdice¡ª, tengo un hambre de loba.
Y me muerde la oreja en que me habla como si quisiera com¨¦rsela.
Consegu¨ª lo que me ped¨ªa en el extenso surtido procedente de las tiendas gourmet, tan repletas de comida y bebida que parec¨ªan inacabables, como suele parecer a primera vista con este tipo de cosas.
Le serv¨ª una sopa de cebolla, despu¨¦s, perdices a la moda de Alc¨¢ntara, seguidas de quesos Taleggio y Stilton, rematado todo con un sufl¨¦ de frutos rojos. Lise comi¨® con el apetito de una diosa bajada del Olimpo para una jornada de amor y caza. Yo la contemplaba comer como un poco antes la hab¨ªa escuchado entonando Casta Diva.
Lise, en escena, estuvo majestuosa, firme, segura, resplandeciente, cautivadora, persuasiva. Las palabras y la melod¨ªa consegu¨ªan ser una misma cosa. No era un canto adornado y florido, sino puro, en el que la respiraci¨®n era el hilo de la trama. No parec¨ªa cantar, verdaderamente, sino modular una larga imprecaci¨®n estremecedora. ¡°Cuando el col¨¦rico y sombr¨ªo dios pida la sangre de los romanos¡¡± Y aunque tambi¨¦n hablaba de amor, los oyentes no pod¨ªamos olvidar que poco despu¨¦s iba a intentar matar a sus propios hijos, en un arrebato de horror y venganza. Un sacrificio cruento.
¡ª?Salud y suerte.
Lise levant¨® su copa de Pol Roger y yo la m¨ªa.
Mientras est¨¢bamos en el camerino ocurri¨® un hecho estremecedor. El chico aquel que hab¨ªa defendido la decisi¨®n ¡ªpor otra parte, la m¨¢s sensata¡ª del racionamiento de v¨ªveres, propuso al conjunto de sitiados que se entregara la joven infanta a los sitiadores. Quiz¨¢ un sacrificio los aplacara.
¡ª?Sacarla a la terraza y dejarla all¨ª como una ofrenda a lo irracional.
Una propuesta inconcebible, que solo se pod¨ªa calificar como acto de barbarie.
¡ª??Para defender muchas vidas no merecer¨ªa la pena entregar una?¡ª hab¨ªa declarado en voz suficientemente alta para que le oyeran unas veinte o treinta personas. Estas repetir¨ªan, repitieron, el mensaje que rebot¨® por todo el teatro.
¡ª?M¨²ltiples vidas a cambio de una sola.
No se tom¨® ninguna decisi¨®n, pero la idea qued¨® sembrada en los atemorizados corazones. La muerte estaba a las puertas del teatro.
Cuando Lise y yo volvemos a la sala grande, las cortinas del palco regio est¨¢n de nuevo corridas, opacas. Unos hombres discuten fuertemente con otros bajo el palco de la infanta, pero pronto se oyen las trompetas que convocan a ocupar las butacas. ¡°En toda situaci¨®n extrema o rara, siempre surge un profeta¡±, me dice Maggie mientras se me acerca brevemente en el pasillo. As¨ª comienzan a llamar, precisamente, al joven del racionamiento: el Profeta.
El p¨²blico est¨¢ inquieto, un tanto excitado, quiz¨¢ por el consumo de vino y licores, quiz¨¢ por la conducta permisiva, quiz¨¢, simplemente, porque la situaci¨®n misma es excitante, o m¨¢s bien porque la m¨²sica y la muerte se sienten como una misma cosa
El p¨²blico est¨¢ inquieto, un tanto excitado, quiz¨¢ por el consumo de vino y licores, quiz¨¢ por la conducta permisiva, quiz¨¢, simplemente, porque la situaci¨®n misma es excitante, o m¨¢s bien porque la m¨²sica y la muerte se sienten como una misma cosa. ?Y si adem¨¢s fuera cierto que los sitiadores quieren la cabeza de la infanta, y ella sea la causa del asedio?
Unos siseos pidiendo silencio acallan los rumores, la orquesta ataca la introducci¨®n al aria de Rigoletto que va a cantar, que est¨¢ cantando ya, el bar¨ªtono.
Suplicante por un lado, amenazadora por otro, amplia, cantada a flor de labio, a media voz, con cierto campaneo en la zona alta, el aria Cortigiani, vil razza dannata! llena la c¨®ncava sala. El jorobado, furibundo en las semicorcheas, agitato, feroz, increpa mirando al p¨²blico:
Quella porta, assasini, assasini,
m?aprite la porta, la porta,
assasini, m?aprite!
El p¨²blico se encoge en sus asientos y sublima sus temores. El bar¨ªtono es aplaudido y agradece la ovaci¨®n, serio. Lise le sigue aplaudiendo mientras ¨¦l se retira lentamente, sin prisas por abandonar la escena.
¡ª??Bravo, bravo, bravo!
Nadie hace menci¨®n de la propuesta del Profeta; se habla de cualquier cosa menos de la infanta. El Profeta es objeto de todas las miradas y tambi¨¦n sale despacio por el pasillo, sin mirar a nadie.
Las provisiones se estaban acabando. Por el contrario, los ba?os estaban llenos de desechos org¨¢nicos. Un balance equilibrado. ¡°El miedo va en aumento¡±, avis¨¦ a Lise.
¡ª?B?sj og frykt¡ª suspir¨® en noruego, y luego en un cantadito espa?ol latino:
¡ª?Caca y miedo, no m¨¢s.
Mientras est¨¢bamos hablando, la luz baj¨® de intensidad. Tambi¨¦n el generador comenzaba a fallar. Pronto nos quedar¨ªamos a oscuras.
Al director del teatro le brill¨® la calva en un postrer destello y dispuso que se utilizaran como alumbrado las luminarias para decorados y tramoyas: los quinqu¨¦s de La Boh¨¨me, los candelabros de Il puritani, las antorchas de Il trovatore y as¨ª toda clase de velas, buj¨ªas, cirios, candelas y candiles.
Los espectadores sitiados tuvieron, tuvimos, que rastrear casi a ciegas los vinos exquisitos y los platos sofisticados de las tiendas gourmet, y que tantear en busca de una pechuga villeroy, de una copa de rioja, de unas alb¨®ndigas de rape y langostinos, de un trago de Macallan fine and rare.
La orquesta comenz¨® a hacer sonar sus instrumentos en la oscuridad, y me di cuenta de que estar a oscuras es parecido a estar solo. Y que la m¨²sica era como una nodriza arrullando a un ni?o miedoso. Yo intentaba poner nombre a la que o¨ªa¡ ?C¨®mo se llamaba? ?Cu¨¢l era el t¨ªtulo de aquella melod¨ªa que traspasaba el aire todo? El nombre me rondaba dentro de la cabeza como un abejorro en un d¨ªa de verano¡
Quer¨ªa encontrar a Lise. Pero Lise estaba preparando su nueva actuaci¨®n en alguna parte desconocida del teatro. De pronto, se escuch¨® una detonaci¨®n. No pude discernir si era el corcho de una botella de champ¨¢n o el disparo de un arma de fuego. La m¨²sica, asustada, vacil¨® un momento, como un disco a menos revoluciones, percib¨ª la nota falsa de un viol¨ªn y luego la orquesta volvi¨® al dulce orden de la melod¨ªa. Escuch¨¦ la voz de Lise: estaba ensayando un lied con los m¨²sicos. Empezaban, se interrump¨ªan y recomenzaban, en busca de la perfecci¨®n final.
Me orient¨¦ hacia el lugar en el que pens¨¦ estaba tocando la orquesta. Un camino tortuoso entre sombras y bultos.
¡ª??Cuidado! ¨C me dijo una de las sombras.
En los lugares tenebrosos se pod¨ªan escuchar ayes y ¨²hes. Estaba pasando algo en la parte de arriba del teatro, pero era dif¨ªcil saber qu¨¦.
En medio de la oscuridad, estaban los claros de luz que produc¨ªan los candelabros y hachones escenogr¨¢ficos. En uno de los claros vi al Profeta rodeado de personas que le escuchaban con atenci¨®n. Algunos lloraban y otros re¨ªan, quiz¨¢ todos algo ebrios, ya se sabe que el vino produce efectos distintos seg¨²n quien lo beba.
La historia estaba circulando por todos los grupos; siempre era la misma, pero su grado de credibilidad se hac¨ªa depender de quien la contara. Los hechos eran los narrados, sin lugar a duda o a interpretaci¨®n: hab¨ªan sacado a la infanta del palco para entregarla a los sitiadores, lo hab¨ªan hecho al principio con enga?os, y luego, ante su resistencia, a rastras. Entonces la arrojan a la fuerza sobre las baldosas de la terraza, donde aun ondean las banderas, y all¨ª la dejan para que se cumpla su destino, como una doncella entregada a un drag¨®n devorador de v¨ªrgenes.
La princesa ha ido dejando por el camino un olor a colonia Nenuco y cabellos rubios. El sacrificio se ha consumado.
Margaret Armstrong escribir¨ªa despu¨¦s esa historia, despoj¨¢ndola de toda fobia ideol¨®gica o de adornos literarios, que vienen a ser a la postre cosas parecidas si se distorsionan los hechos.
Los autores no dieron la cara, y el Profeta, en mitad del charco de luz temblorosa, se desmarcaba del acto. Adem¨¢s, no se hab¨ªa tomado ning¨²n acuerdo previo, o sea que quienes lo llevaron a cabo lo hab¨ªan hecho fuera de control. La culpa era de la direcci¨®n y su staff de gobierno.
El director del teatro era un fracaso y el Profeta se ofrec¨ªa como nuevo director.
En aquel ambiente de turbiedad y revuelta, segu¨ª buscando a Lise por si necesitaba ayuda.
Baj¨¦ y sub¨ª escaleras hasta darme cuenta de que arpa, trompas y violines se hab¨ªan trasladado al escenario principal, en la sala grande. Las incansables trompetas ¡ªesta vez, en vivo¡ª reclamaban una y otra vez que el p¨²blico ocupara sus asientos. Los dispersos espectadores retrasaban su presencia y el lied estaba empezando, empezaba ya, con la sala casi vac¨ªa, desolada.
Los dulces tonos del arpa, seguidos de los violines, me llevaban a una remembranza innominada, hasta que Lise hizo su entrada, radiante como la ¨²ltima ma?ana del mundo, y el abejorro volador se pos¨® suavemente en mi memoria.
Ma?ana el sol volver¨¢ a brillar
y encontraremos el camino.
Era Morgen!, de Richard Strauss, cantado en un pianissimo que se iba reduciendo y reduciendo como si solo se fuera a detener al borde del abismo. Su timbre era soberbio: de metal brillante en las notas altas, amplio y asentado en el centro, penumbroso y extenso en los graves. Lise declinaba todo lucimiento y conduc¨ªa la expresi¨®n hacia el interior, como si fuera el silencio quien hablara.
Calladamente nos miraremos a los ojos
y el silencio de la felicidad descender¨¢ sobre nosotros.
En medio del temor y la tiniebla, proclamaba la esperanza de que existiera un ma?ana y que nosotros estuvi¨¦ramos all¨ª para vivirla, ¡°en el seno de esta tierra embriagada de sol¡±.
Despu¨¦s, tras los aplausos, Lise y yo brindamos con la ¨²ltima botella de champ¨¢n. Las provisiones se hab¨ªan terminado.
Encontraron al hombrecillo de la gabardina y las gafas oscuras en el palco n¨²mero 5. Fue el primero que dio la alarma y luego, qu¨¦ extra?o, hab¨ªa desaparecido. Cuando lo hallaron, por azar, el hombrecillo pareci¨® querer esconderse agach¨¢ndose tras las cortinas y luego se puso a reptar por el suelo como una sabandija. Le persiguieron sobre todo porque hu¨ªa. Logr¨® burlar a sus perseguidores y desaparecer durante un breve lapso. Porque en seguida lo volvieron a coger en lo m¨¢s alto del teatro, en un hueco abuhardillado de la c¨²pula del edificio. Chillaba y protestaba su inocencia respecto a lo que estaba sucediendo.
¡ª??Cabrones, cabrones! ?Qu¨¦ quer¨¦is hacerme? ?Encima de que os he avisado!
Se encaram¨® de un salto hasta el ventanuco de la buhardilla. Aquello le salv¨®: a trav¨¦s del ventanuco se pudo ver un trozo de cielo. Le soltaron. El velo negro se hab¨ªa desgarrado como el rompimiento de gloria de un gran cuadro religioso. La vista estaba despejada y no hab¨ªa nadie en la Plaza de Oriente.
Por el cielo cruz¨® una paloma con una ramita verde en el pico.
15 de mayo 2020
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