¡°Ha explotado en Erandio el coche de un compa?ero¡±
Lorenzo Silva publica 'El mal de Corcira', una novela en la que el personaje de Bevilacqua se remonta a los a?os de la lucha contra ETA. Adelantamos el cap¨ªtulo 'El viento en la red', que relata el intento del guardia civil de infiltrarse en el sanguinario comando Donosti

El viento en la red
Como suele suceder en la mayor¨ªa de los asuntos humanos, quien no vivi¨® en primera l¨ªnea aquel a?o 1991 ya no re?cuerda su horror. El atentado de Vic s¨®lo fue el comienzo de la venganza: por los golpes que poco antes hab¨ªa recibi?do la organizaci¨®n y por las acciones de los GAL, el grupo parapolicial que bajo la instigaci¨®n de altas instancias gu?bernamentales hab¨ªa suprimido a?os atr¨¢s a un par de do?cenas de miembros de ETA, con algunos da?os colaterales a?adidos. As¨ª se prob¨® en el juicio celebrado ese a?o contra los dos polic¨ªas encargados de captar, remunerar y dar ins?trucciones a los mercenarios de variada filiaci¨®n que se ocu?paron de la mayor parte de los trabajos. Tambi¨¦n, aunque entonces no se hab¨ªan juzgado a¨²n, hab¨ªa acciones dr¨¢sticas e il¨ªcitas con la firma de miembros de la Guardia Civil des?tinados en el propio cuartel de Intxaurrondo, con los que alguna vez coincidimos en nuestras operaciones. Aquellos hombres cargaban con un secreto que los rumores nos per?mit¨ªan entrever a los que hab¨ªamos llegado m¨¢s tarde, pero nunca con la certeza suficiente como para concretar el qui¨¦n, el c¨®mo o el cu¨¢ndo. Su pacto de silencio no ten¨ªa m¨¢s fisuras que los comportamientos extra?os que a veces mostraban. Y es que, como una vez le o¨ª decir enigm¨¢tica?mente a un veterano, cuando te dan patente de corso y la ejerces un tiempo, cuesta discernir cu¨¢les son los l¨ªmites que tiene esa licencia, y acabas us¨¢ndola fuera de ellos.
Fuera cual fuera la raz¨®n, y la justificaci¨®n que unos encontraban con soltura y a otros nos costaba algo m¨¢s aceptar, a lo largo de aquel a?o ETA acabar¨ªa asesinando a cuarenta y seis personas, trece de ellas guardias civiles. Adem¨¢s del desquite, tambi¨¦n persegu¨ªa calentar el am?biente de cara a los fastos del 92, la Exposici¨®n Universal de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona, que seg¨²n el plan del Gobierno deb¨ªan proyectar Espa?a al mundo y seg¨²n el de ETA eran la ocasi¨®n ideal para mostrarla como un estado fallido. Fue tambi¨¦n el a?o en el que la organi?zaci¨®n mat¨® a m¨¢s menores de edad: un total de siete, incluidos los cinco de Vic. Dos de los tres autores de ese atentado murieron pocos d¨ªas despu¨¦s en un enfrenta?miento con la Unidad Especial de Intervenci¨®n, que asal?t¨® el chalet en el que se escond¨ªan, pero su muerte no re?sarci¨® el dolor que dejaron hecho antes, ni debilit¨® el m¨²sculo ni la ira de ETA. Al rev¨¦s: esta present¨® el hecho como asesinato policial, lo que le serv¨ªa para difuminar la responsabilidad de los ca¨ªdos y le suministr¨® nueva muni?ci¨®n moral para golpear a¨²n m¨¢s fuerte.

Aquel oto?o, los ¨¢nimos estaban revueltos en el gru?po. La confusi¨®n y la mezcla de sensaciones, entre la sa?tisfacci¨®n por los avances que hac¨ªamos y la desolaci¨®n por los muertos que se iban amontonando sobre la mesa de negociaci¨®n que los dirigentes de ETA se empe?aban en armar con huesos humanos, alcanzaban incluso al m¨¢s fr¨ªo y cerebral entre todos nosotros, el capit¨¢n Pereira. La presi¨®n que nos transmit¨ªa para que hici¨¦ramos progre?sos en las investigaciones que ten¨ªamos en curso era cada d¨ªa mayor, como imagin¨¢bamos que era la que ¨¦l a su vez recib¨ªa de quienes le mandaban. No pod¨ªa ir a m¨¢s, pa?rec¨ªa, hasta que un d¨ªa de octubre entr¨® en la sala del grupo fuera de s¨ª y con el gesto descompuesto. Lo vi venir antes de que abriera la boca.
¡ªDejad lo que est¨¦is haciendo. Tengo que contaros algo.
Hicimos como nos dec¨ªa. Le miramos. No encontra?ba las palabras.
¡ªMe acaban de avisar. Ha explotado en Erandio el coche de un compa?ero. ?l est¨¢ herido, y tambi¨¦n uno de sus dos hijos mellizos. El otro est¨¢ muerto. Ha sido el padre quien lo ha sacado hecho pedazos del coche. Ten¨ªa s¨®lo dos a?os. El padre los llevaba a la piscina.
As¨ª fue como tuve noticia de la s¨¦ptima muerte infan?til que nuestros enemigos decidieron infligirnos aquel a?o. Seg¨²n explic¨® el padre, cuando pudo articular pala?bra, el coche donde pusieron la bomba lapa s¨®lo lo desti?naba al uso familiar, jam¨¢s lo empleaba para ir al trabajo ni en acto de servicio. Quienes lo hab¨ªan vigilado, quienes colocaron la bomba, eran perfectamente conscientes de que preparaban la voladura de un veh¨ªculo en el que so?l¨ªan ir dos ni?os de dos a?os. S¨®lo el ¨¢ngel de la guarda de uno de ellos impidi¨® que ambos hicieran el viaje al que por la liberaci¨®n de un pueblo y la grandeza de una patria alguien hab¨ªa aceptado fr¨ªa y tranquilamente expedirlos. De esa frialdad y esa tranquilidad ten¨ªamos constancia sobrada por los comunicados en los que la propia orga?nizaci¨®n justificaba matar menores, aduciendo como motivaci¨®n que sus padres los utilizaban como escudos humanos. Sus portavoces pol¨ªticos, a la vista de aquel nuevo infanticidio, se limitaron a dejar claro que no iban a permitir que se utilizase el dolor por la muerte de aque?lla criatura para realizar ¡°denuncias hip¨®critas¡±.
En medio de la desesperaci¨®n y la rabia, s¨®lo recibi?mos por aquellos d¨ªas una buena noticia. La trajo tam?bi¨¦n el capit¨¢n, que nos pidi¨® un radiocasete para poner una cinta que se sac¨® de la americana.
¡ªEst¨¢n grabados en la c¨¢rcel. Son dos etarras de peso.
?lamo introdujo la cinta en el radiocasete y puls¨® el play.
¡ªEsto est¨¢ claro ¡ªdec¨ªa una de las voces¡ª. A los que hacen estas cosas se les ha ido la pinza. Y los que mandan son cuatro imb¨¦ciles.
¡ªY todo por no reconocer lo que hay ¡ªafirmaba la otra¡ª. Cuanto m¨¢s la estiran m¨¢s se demuestra: la lucha armada ya no sirve.
¡ªMira, t¨², que empiecen a hacer pol¨ªtica ya de una puta vez, y si lo que resulta es que no hay capacidad, a coger los trastos y a casa.
Eran dos presos, s¨ª, con un horizonte de muchos a?os de c¨¢rcel por delante, y habr¨ªa tenido m¨¢s valor si hubie?ran hecho aquella reflexi¨®n sin estar sometidos al r¨¦gi?men penitenciario del Estado; pero no eran de los blandos o los dubitativos. Algo se empezaba a resquebrajar en el coraz¨®n del drag¨®n, algo hab¨ªan roto con esa apuesta por multiplicar las muertes indiscriminadas, pese a los labo?riosos parches morales que no dejaban de aplicar a trav¨¦s de sus medios propagand¨ªsticos. Pereira detuvo la repro?ducci¨®n y mir¨® en semic¨ªrculo a todo el grupo.
¡ªEsta fisura nos dar¨¢ rendimiento, antes o despu¨¦s. Hay que estar atentos para detectar a quien pueda tener dudas. Y si damos con uno o una as¨ª, a lo mejor no hay que detenerlo, sino todo lo contrario.
Nos quedamos pensando, sin saber muy bien c¨®mo interpretar lo que acababa de decirnos. Pereira sac¨® la cinta del radiocasete y volvi¨® a guardarla en el bolsillo de su americana. Antes de irse, aclar¨®:
¡ªEs s¨®lo una idea, para que la teng¨¢is presente, para cuando surja la oportunidad. No tiene que ser ahora, ni el mes ni el a?o que viene. S¨®lo os pido que tom¨¦is nota del detalle, que es relevante: al enemigo le flaquea la mo?ral, por donde es m¨¢s peligroso que te flaquee, la fe en lo que est¨¢s haciendo y en quienes te lo ordenan. Ahora estamos con lo que estamos, y ma?ana subimos all¨ª otra vez. As¨ª que procurad todos ir con los deberes bien he?chos, a ver si aprovechamos el viaje.
Hicimos por aprovecharlo, como siempre. En aquellos d¨ªas lo que nos ocupaba era acercarnos al entramado del comando Donosti, el que operaba en la zona de San Sebasti¨¢n y alrededores, y que en ese a?o 1991era tan potente y activo como no lo hab¨ªa sido en mucho tiempo. Contaba con varios taldes o grupos de pistoleros, y una extensa red de apoyo, informadores y colaboradores. Para tratar de llegar a alguna de sus muchas piezas pas¨¢bamos una y otra vez la red por las zonas m¨¢s calientes, con ayuda de las referencias concretas que nos llegaban a tra?v¨¦s de las diversas fuentes que manejaba el capit¨¢n Pe?reira con un reducido equipo de manipuladores. Una noche est¨¢bamos ?lamo y yo en el casco viejo de San Sebasti¨¢n, convenientemente mimetizados con el entor?no, que era casi en su totalidad af¨ªn a la causa del enemi?go. Hab¨ªa calles que se hab¨ªan convertido poco menos que en ¡°territorio liberado¡±, espacios de impunidad y control por parte de los afines a la causa. Tambi¨¦n conta?ban con zonas as¨ª otros cascos viejos, como el de Bilbao, y algunos pueblos, de Vizcaya y sobre todo de Guip¨²zcoa. Para disponer de alguna informaci¨®n en esos reductos se hab¨ªa recurrido en ocasiones a utilizar como confidentes a los camellos del barrio, lo que produjo como efecto se?cundario adverso que la propaganda abertzale difundiera la idea que las fuerzas de ocupaci¨®n pretend¨ªan destruir a la juventud vasca favoreciendo el consumo de drogas y que ETA se encargara de enviar al cementerio a alg¨²n que otro traficante. Por esa y algunas otras razones, era mejor infiltrarnos nosotros mismos, pese al riesgo que adentrar?se en territorio hostil pudiera comportar.

A aquellas alturas, ten¨ªamos ya un dominio sobrado del camuflaje indumentario, en especial ?lamo, a quien costaba mucho distinguir del borroka m¨¢s o menos can¨®?nico. Los pelos, el triple pendiente, la chupa, las camise?tas, las botas: todo lo luc¨ªa como si fuera parte de su pro?pia identidad, con una naturalidad y una desenvoltura que yo no hab¨ªa llegado ni llegar¨ªa nunca a igualar. Incluso se sab¨ªa de principio a fin las letras de los himnos de la parroquia, como el Sarri, sarri de Kortatu, que era poco menos que preceptivo cantar a voz en cuello cuando sonaba en alguna fiesta o alg¨²n local. Lo m¨¢s grande era que se hab¨ªa aprendido los sonidos de memoria pero no ten¨ªa ni idea de lo que significaban, ni mostraba el menor inter¨¦s cuando le buscaba por ah¨ª una traducci¨®n y trata?ba de ense?¨¢rsela, para que supiera qu¨¦ era lo que estaba gritando como un loco. En esas, sol¨ªa decirme:
¡ªMe la suda por completo, compa?ero. Me hago a la idea de que estoy imitando la berrea de un ciervo o el ruido de un borrico.
Tampoco ten¨ªa mucho ¨¦xito cuando le invitaba a tra?tar de ponerse un poco m¨¢s en los zapatos del enemigo, y a discernir entre este y la poblaci¨®n civil, precauci¨®n primera de todo combatiente que no quiera causar m¨¢s destrozos de los indispensables. ?l estaba convencido de que mantener ese tabique mental frente a todos ellos era lo que le permit¨ªa hacer aquel trabajo y no volverse loco. Le daba tranquilidad, dec¨ªa, y no encontraba ning¨²n mo?tivo para hacerlo de otra forma.
Y era verdad que aquella manera de proceder le daba una seguridad y un cuajo singulares, pero tambi¨¦n ten¨ªa alguna contraindicaci¨®n. Por ejemplo, era inmejorable para cualquier misi¨®n que no exigiera abrir la boca. En cuanto hab¨ªa que interactuar con los ind¨ªgenas, en cam?bio, sal¨ªa en seguida su principal limitaci¨®n: por m¨¢s es?fuerzos que hab¨ªa hecho, y quiz¨¢ tuviera que ver aquel tabique mental suyo, no lograba quitarse del todo de en?cima el acento gaditano que lo delataba y que ten¨ªa sus riesgos para cualquier conversaci¨®n prolongada. En caso necesario dispon¨ªa de un arsenal de cuentos y coberturas m¨¢s o menos funcionales, que no hab¨ªa dejado de elabo?rar con cierta gracia, como aquel del activista de la CNT al que hab¨ªan despedido de los astilleros de Puerto Real por enfrentarse a la polic¨ªa en las huelgas. Convenc¨ªa cuando evocaba el gusto con el que hab¨ªa disparado ro?damientos con tirachinas a los maderos, pero a la larga alguien con acento de C¨¢diz en la noche guipuzcoana acababa poniendo la mosca detr¨¢s de la oreja, y m¨¢s a quien ya la ten¨ªa. Serv¨ªa para col¨¢rsela a los que no esta?ban muy en el ajo, pero era temerario con quienes nos interesaban.
Por eso, cuando aquella noche en el casco viejo de San Sebasti¨¢n hice contacto visual con la chica, y despu¨¦s de ese contacto logr¨¦ invitarla a una cerveza y me la acept¨®, busqu¨¦ en seguida el pretexto para ir al extremo de la barra donde ?lamo segu¨ªa sentado, escrutando la fauna local, y transmitirle el mensaje de la manera m¨¢s expedi?tiva:
¡ªPi¨¦rdete.
¡ª?Est¨¢s seguro, Gardelito? ¡ªdud¨®.
¡ªDel todo.
¡ªY si la cierva te pega, a qui¨¦n vas a llamar.
¡ªNunca te llamar¨ªa a ti. Nos interesa que sobreviva.

¡ªSi lo ves as¨ª de claro...
¡ªComo el agua de la fuente. Aire.
¡ªMe quedar¨¦ cerca y os sigo, por si acaso.
¡ªNo. Te largas.
¡ªLlevo el busca, si me necesitas.
¡ªTen fe en tu binomio, anda.
¡ªEst¨¢ bien, pero cuidado que no te convenza.
¡ªS¨¦ lo que me hago. Agur.
Apur¨® su cerveza y un minuto despu¨¦s tom¨® el cami?no de la salida. La chica, que nos hab¨ªa visto juntos, lo advirti¨® y no dej¨® de hacerme una pregunta que yo espe?raba y para la que ya ten¨ªa respuesta:
¡ª?Se va tu amigo?
¡ªTiene que currar ma?ana muy temprano.
¡ªQu¨¦ mala suerte ¡ªobserv¨®, risue?a¡ª. ?Y t¨² no?
¡ªMi trabajo es m¨¢s flexible.
¡ª?C¨®mo de flexible? ¡ªindag¨®, con intenci¨®n.
¡ª?Me est¨¢s preguntando en qu¨¦ trabajo?
¡ªTambi¨¦n.
¡ªSoy dise?ador gr¨¢fico. ?Y t¨²?
¡ªYo no dise?o nada. Trabajo en una tienda.
¡ª?De?
¡ªDe ropa. O bueno, m¨¢s bien trabajaba.
¡ª?Ah, s¨ª? ?Te han despedido?
¡ªNo, me he ido yo. Quiero hacer algo distinto con mi vida.
¡ªAlgo como qu¨¦.
¡ªAlgo m¨¢s emocionante.
¡ª?Trapecista, piloto de motocross, atracadora de bancos?
¡ªAtracadora de bancos, a lo mejor.
¡ªTendr¨¢s que asociarte con alguien. Para atracar un banco hacen falta tres, por lo menos. Uno que enca?ona a la gente, otro que recoge el dinero y otro que espera en la calle con el coche en marcha.
¡ª?Y t¨² c¨®mo sabes eso?
¡ªLo vi en una pel¨ªcula.
¡ªAh, mira. ?T¨² te asociar¨ªas conmigo? ¡ªpregunt¨®, provocativa.
¡ªDepende del banco.

Not¨¦ que iba bien. Tan bien que lleg¨® al fin la cues?ti¨®n inevitable:
¡ªOye, t¨² no eres de aqu¨ª, ?no?
¡ªDe aqu¨ª d¨®nde ¡ªse la devolv¨ª.
¡ªDe Donosti. Vasco.
¡ªNo s¨¦ qu¨¦ decirte.
Me tom¨¦ unos segundos para disfrutar de su cara de estupor.
¡ª?Y eso c¨®mo se come? ¡ªpregunt¨® al fin.
¡ªTe lo explico, perdona. ?No notas nada raro en c¨®mo hablo?
¡ªAhora que lo dices...
¡ªNac¨ª en Montevideo. Mi padre era de San Jos¨¦, una ciudad no muy grande del interior, de familia italiana. Mi madre, del propio Montevideo, pero de or¨ªgenes vas?cos, de Amorebieta. Mi nombre es una especie de popurr¨ª de todo eso. ?Quieres re¨ªrte un poco?
¡ªNo me digas, ?c¨®mo te llamas?
¡ªRolando Montefalcone Garamendi.
¡ª?Rolando? ?De verdad, Rolando?
¡ªVenga, puedes descojonarte. Todo el mundo lo hace.
¡ªNo me lo creo. Me est¨¢s tomando el pelo.
¡ªPuedo demostrarlo.
¡ª?Con qu¨¦, con un pasaporte uruguayo? ¡ªme ret¨®.
¡ªNo, ese hace mucho que no me lo renuevo. Vine a Madrid hace quince a?os. Tengo un DNI espa?ol. Mira, por si no te lo crees.
Saqu¨¦ la cartera y busqu¨¦ en ella el DNI falso del que se me hab¨ªa provisto para esta y otras ocasiones similares; m¨¢s que falso pod¨ªa considerarse un duplicado, porque el personaje era de ficci¨®n pero el documento legal y aut¨¦ntico. Le dej¨¦ que viera la foto, el nombre, los apelli?dos. Luego le di la vuelta y pudo comprobar mi lugar y fecha de nacimiento, que coincid¨ªan con los reales, y el nombre de mi madre y mi padre, adaptados para el caso; en especial el de mi madre, a quien en lugar de su nombre castellano se le acreditaba el vasco Bego?a.
¡ªToma ya ¡ªasinti¨®, impresionada.
¡ªYa ves que no miento. No se conquista con menti?ras a una chica.
¡ªAh, ?me estabas conquistando?
¡ªIntent¨¢ndolo. ?Voy muy mal?
¡ªDe momento me haces gracia. No es mal principio.
¡ªTengo m¨¢s chistes. Ser uruguayo es muy gracioso. Vengo de un pa¨ªs peque?o, por eso tenemos que saber hacernos los simp¨¢ticos.
¡ªBueno, este tampoco es un pa¨ªs muy grande.
¡ªEuskadi, dices.
¡ªEuskal Herria ¡ªme corrigi¨®¡ª: Hegoalde, Ipa?rralde y Nafarroa. Sum¨¢ndolo todo seremos como los uruguayos, poco m¨¢s o menos.
¡ª?Sabes? No termino nunca de saber qu¨¦ decir.
¡ª?De qu¨¦?
¡ªPa¨ªs Vasco, Euskadi, Euskal Herria...
¡ªMientras no digas Vascongadas, como los fachas...
¡ªT¨² qu¨¦ prefieres.
¡ªEuskal Herria, porque abarca todo, y dice lo que somos, una tierra y una patria. Lo de pa¨ªs suena m¨¢s flo?jo. ?Y vives en Madrid?
¡ªViv¨ªa, hasta hace un par de a?os. Mi padre, cuando nos vinimos, prefiri¨® probar suerte en la capital, pero a m¨ª me sali¨® trabajo aqu¨ª y me apetec¨ªa pasarme una tem?porada m¨¢s cerca de mis or¨ªgenes.
¡ª?Y qu¨¦ tal? ?Qu¨¦ te parece?
¡ªEsta ciudad, una pasada. Y lo que he visto del res?to, incre¨ªble.
¡ª?Ah, s¨ª?
¡ªBueno, quiz¨¢ Amorebieta no tanto ¡ªbrome¨¦¡ª, salvo la parte del r¨ªo, pero como all¨ª est¨¢n mis ra¨ªces, le tengo tambi¨¦n cari?o.
¡ª?Y por qu¨¦ se vino tu familia de Uruguay?
Le hab¨ªa puesto en bandeja la curiosidad, y lo hab¨ªa hecho con toda la intenci¨®n de que acabara buscando sa?tisfacerla. Era el momento m¨¢s delicado de aquel baile. Adopt¨¦ una expresi¨®n m¨¢s confidencial.
¡ª?Has o¨ªdo hablar de los tupamaros?
¡ª?Los qu¨¦?
¡ªTupamaros. Un movimiento guerrillero que inten?t¨® la revoluci¨®n en Uruguay. Hasta m¨¢s o menos el a?o que mi familia se vino aqu¨ª.
¡ªS¨ª, he o¨ªdo hablar, ahora que lo dices.
¡ªAdivina en qu¨¦ andaba mi padre.
¡ª?En serio? ?Y sigue en...?
¡ª?La revoluci¨®n? No, ahora es taxista en Madrid.
¡ª?Y t¨²?
Me abr¨ª entonces la camisa y le dej¨¦ ver la camiseta con la estrella blanca sobre fondo rojo y negro y la leyen?da ¡°Tupamaro¡± debajo.
¡ªS¨®lo en plan rom¨¢ntico ¡ªle dije¡ª. Los tupamaros ya no existen. Ahora est¨¢n en un partido legal y se pre?sentan a las elecciones.
La chica asinti¨® apesadumbrada.
¡ªEso es lo que consiguen, siempre. Domesticar la revoluci¨®n.
¡ªOye, ?puedo preguntarte yo algo?
¡ªClaro, ?qu¨¦ quieres saber de m¨ª?
¡ªNo tanto como t¨² de m¨ª. Pero ni siquiera s¨¦ a¨²n c¨®mo te llamas.
Sonri¨®. Vi entonces que ten¨ªa una bonita sonrisa, con unos dientes muy blancos y bien alineados, y que al mos?trarlos se le marcaban dos hoyuelos en cada mejilla. Con aire seductor, me respondi¨®:
¡ªHaizea, me llamo Haizea.
¡ªHaizea, qu¨¦ lindo ¡ªeleg¨ª aquel adjetivo adrede.
¡ª?Sabes lo que significa?
¡ªNo, la verdad, de euskera controlo a¨²n poco. Es muy dif¨ªcil...
Me mir¨® tan intensamente como no lo hab¨ªa hecho en toda nuestra conversaci¨®n. Deduje que no era la primera vez que aprovechaba el efecto que su nombre era capaz de producir en un desconocido.
¡ªViento ¡ªtradujo, misteriosa¡ª. Haizea es el viento.
Y sopl¨® suavemente en mi cara, entre la nariz y los ojos. En su aliento, junto a la cerveza, me lleg¨® un aroma dul?ce y met¨¢lico: la dulzura de una mujer que se me ofrec¨ªa, el metal de estar enga?¨¢ndola.
¡ªOye, Haizea, ?puedo proponerte algo?
¡ªPor proponer...
¡ª?Te apetecer¨ªa ir a otro sitio?
¡ª?A qu¨¦ sitio?
¡ªUno donde se pueda bailar.
¡ªAqu¨ª se puede.
¡ªDonde se pueda mejor.
¡ª?Cu¨¢l es tu sugerencia?
¡ª?Conoces La Kabutzia?

¡ª?La que est¨¢ al lado del Club N¨¢utico? No me jo?das, si eso es un sitio para pijos. All¨ª se junta lo m¨¢s ran?cio de esta ciudad.
¡ªTiene una buena vista sobre la bah¨ªa. Y yo voy con?tigo, los dem¨¢s no me importan. ?No te hace gracia que nos metamos all¨ª?
¡ªNo nos van a dejar entrar.
¡ªYa ver¨¢s como s¨ª. Vamos y bailamos y nos re¨ªmos de ellos.
¡ªEst¨¢s como una cabra.
¡ªEs un plan diferente, anda, d¨¦jate.
¡ªLo mismo ponen a Julio Iglesias.
¡ªHe estado. Te aseguro que no. La m¨²sica no est¨¢ tan mal.
Apur¨® su cerveza.
¡ªEst¨¢ bien, me dejo.
Recuerdo aquel paseo por las calles del casco viejo hasta la bah¨ªa. Lo recuerdo de una forma extra?a, como las dos personas que mientras lo viv¨ªa era yo a la vez. Como el guardia civil de nombre clandestino que hab¨ªa mordido, y bien, seg¨²n todos los indicios, a una colabo?radora del comando Donosti. Como el dise?ador ficticio de nombre Rolando que apostaba y ganaba en el empe?o de llevar a bailar a aquella chica atractiva y un poco sal?vaje. Haizea era alta, tan alta como yo o quiz¨¢ un cent¨ª?metro m¨¢s, y ni la ropa ni el peinado, a pesar de su inten?ci¨®n contraria, lograban enmascarar del todo la armon¨ªa de sus facciones y sus hechuras. Sus miembros eran largos y el¨¢sticos, sus dedos finos y delicados, sus ojos de un c¨¢lido color arena. En la rotundidad de su voz y en el fulgor de su mirada asomaba la dureza que imperaba en su mente, pero a veces se descuidaba y se colaban r¨¢fagas de una brisa muy distinta, que soplaba desde alguna re?gi¨®n de su coraz¨®n.
Aunque la mirada que nos acogi¨® a nuestra llegada tampoco fue de j¨²bilo, no nos impidieron entrar en La Kabutzia: yo me hab¨ªa abrochado antes la camisa y Hai?zea se cerr¨® la cazadora ce?ida que llevaba. Nos fuimos a la barra y le propuse subir la apuesta alcoh¨®lica con un par de vodkas con lim¨®n. A aquellas alturas, y por lo que fuera, tal vez porque ella misma necesitaba aquel desaho?go, aquella desconexi¨®n de su propio mundo, estaba dis?puesta a dejarse llevar a donde le pidiese. No s¨®lo me dijo que s¨ª. Lo hizo pasando su mano por mi cuello.
Recuerdo, tambi¨¦n, las canciones que bailamos juntos, mientras el vodka se iba diluyendo en nuestros respectivos torrentes sangu¨ªneos; no s¨¦ a ella, pero a m¨ª me ayudaba a la hora de bailar, un arte para el que nunca tuve especia?les dotes ni excesiva predisposici¨®n. Era una discoteca de moda y pusieron todos los ¨¦xitos del momento, desde el Smells Like Teen Spirit de Nirvana al Losing My Religion de R.E.M. Pero hubo dos canciones que se me quedaron marcadas de forma especial: Love To Hate You, de Erasu?re, y La vida en la frontera, de Radio Futura. En mi situa?ci¨®n, la primera no pod¨ªa dejar de parecerme un gui?o del destino. La otra ya ten¨ªa algunos a?os, pero el pinchadis?cos consider¨® oportuno ponerla aquella noche, quiz¨¢ para que pudiera alimentar mis futuros remordimientos. Sus versos como cuchillos, desde el ¡°viento triste y fr¨ªo¡± del comienzo, rasgaron aquella noche y se me quedaron cla?vados en adelante. Durante el poco tiempo m¨¢s que viv¨ª la emoci¨®n, el peligro y la ambig¨¹edad de la frontera don?de suced¨ªa la guerra que me llevaba a esa mujer. Y duran?te el resto de mi vida, asomado a otras fronteras y a otros dilemas; tambi¨¦n, a veces, a otras mujeres.
Fue ella la que propuso que subiera a su piso, extre?mando a la vez mi dilema moral y el pellizco de mi con?ciencia. Por aquellos d¨ªas ya hac¨ªa unos meses que sal¨ªa con una chica en Madrid, a la que s¨®lo por encima le hab¨ªa dejado entrever a qu¨¦ me dedicaba, y de ning¨²n modo le hab¨ªa advertido que mi trabajo pod¨ªa implicar salir a bai?lar con otras y decirles que s¨ª cuando me invitaran a subir a su piso. De hecho, no lo implicaba necesariamente: en ese punto la decisi¨®n era s¨®lo m¨ªa y ten¨ªa otras opciones para seguir explotando la informaci¨®n que Haizea pod¨ªa facilitarnos, sin necesidad de llevar el flirteo hasta el final. Quiz¨¢ lo hiciera menos cre¨ªble, quiz¨¢ me exigiera invertir algo m¨¢s de esfuerzo en mi narraci¨®n ficticia, pero dispo?n¨ªa del entrenamiento y los recursos para sostenerla sin necesidad de acostarme con ella. Si al final decid¨ª subir fue, en parte, porque cre¨ª que hacerlo volver¨ªa m¨¢s con?vincente y har¨ªa m¨¢s robusta mi cobertura, pero tambi¨¦n porque me apetec¨ªa; porque aquella chica no s¨®lo me atra¨ªa como mujer, sino que adem¨¢s me gustaba lo que percib¨ªa en el fondo de su car¨¢cter, aunque la vida y los postulados de aquellos a los que ella hab¨ªa elegido como los suyos ¡ªy los de aquellos otros a los que yo hab¨ªa ele?gido como los m¨ªos¡ª nos hubieran convertido en adver?sarios. Cuando hablaba de sus ideas, que no solo me eran hostiles, sino que hab¨ªa aprendido a rechazar como pre?texto insuficiente de comportamientos aberrantes, simple?mente me absten¨ªa de prestarle atenci¨®n. Sin embargo, cuando ve¨ªa asomar a sus ojos aquella pasi¨®n desenfrena?da y hambrienta, aquella necesidad de salir de s¨ª y de des?conocerse en otro, me tocaba en lo m¨¢s profundo de un sentimiento que tambi¨¦n bull¨ªa dentro de m¨ª.
Es complicado, como lo somos los humanos, queramos o no, guardar en tu memoria el encuentro ¨ªntimo con una mujer como un instante de plenitud y belleza y, a la vez, como una fr¨ªa emboscada donde quien aprovecha su ven?taja sobre la otra parte eres t¨². As¨ª es como me toca recor?dar esa noche en el piso de Haizea cuando, parafraseando un proverbio ¨¢rabe, imagen popular de lo imposible, con?segu¨ª atrapar el viento en la red. As¨ª es como me toca re?cordar algunas otras noches, no muchas, porque yo no le ped¨ª el tel¨¦fono, ni ella me lo pidi¨® a m¨ª. Simplemente los dos hicimos por encontrarnos, en el territorio en el que nos conocimos, y volvimos a coincidir un par de veces m¨¢s.
El plan, consensuado con mis superiores, era aprove?char aquellos encuentros, y la posibilidad de acceder a su casa, para tratar de sacarle de la manera m¨¢s sutil posible informaci¨®n sobre sus movimientos, que pod¨ªan condu?cirnos a los de aquellos a los que busc¨¢bamos: los que pon¨ªan las bombas y pegaban los tiros. Era una estrategia a medio plazo, basada en no manifestar nunca por mi parte otro inter¨¦s que el de ir con ella y pasarlo bien, y que a la primera se?al de recelo por su parte conducir¨ªa a abortar la operaci¨®n y no volver a verla. Tampoco esta?ba centrado en ella mi trabajo: cuando andaba por San Sebasti¨¢n, me acercaba al casco viejo a hacerme el encon?tradizo y eso era todo. La tercera noche, sin embargo, ocurri¨® algo que alter¨® aquel plan.
Fue de madrugada, cuando despu¨¦s de vestirme me dispon¨ªa a irme de su piso, como las otras veces sin hablar de una pr¨®xima cita.
¡ªOye, ?haces algo ma?ana? ¡ªme pregunt¨®.
Aunque no me lo esperaba, ten¨ªa una salida, como para casi todo.
¡ªCurrar, pero ya sabes que yo me marco el horario.
¡ª?Te animar¨ªas a comer conmigo?
¡ª?Y eso?
¡ªHe estado pensando en una cosa.
¡ªEn qu¨¦.
¡ª?T¨² me ayudar¨ªas con algo un poco comprometido?
¡ªNo s¨¦. ?A qu¨¦ quieres comprometerme?
Haizea concentr¨® en m¨ª el incendio de sus ojos.
¡ª?No has pensado alguna vez ir m¨¢s all¨¢ de llevar una camiseta?
Ah¨ª me la jugaba. No pod¨ªa mostrarle un entusiasmo excesivo.
¡ªMe cuesta. He visto en mi casa a lo que te expones si vas m¨¢s all¨¢. Y la verdad, no s¨¦ si valgo para eso. Hay que estar muy seguro.
¡ªMe gustar¨ªa presentarte a alguien. ?Te dejas?
¡ªBueno, si s¨®lo es eso.
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¡ªS¨®lo es eso, y t¨² ya ves despu¨¦s.
Haizea me cit¨® en un restaurante de Pasajes de San Juan, un poco m¨¢s all¨¢ del puerto. Para llegar hasta ¨¦l hab¨ªa que callejear a pie por el interior del pueblo, su?perando sus cuestas y desniveles. El d¨ªa era gris, y antes de meterme en el casco antiguo me qued¨¦ mirando la estrecha boca del puerto frente al embarcadero del pe?que?o transbordador que un¨ªa los dos Pasajes, el de San Juan y el de San Pedro. Por all¨ª hab¨ªa estado viviendo un tiempo V¨ªctor Hugo, en una casa reconvertida en museo. Mientras avanzaba hacia mi cita, sonaban una y otra vez en mi mente aquellos versos de la canci¨®n de Radio Futura: ¡°Si cruzas por aqu¨ª, s¨¦ precavido¡±. Ha?b¨ªamos tomado nuestras precauciones, desde luego. An?tes de llegar al restaurante, me tropec¨¦ con una de ellas: mi compa?era Aurora, alias Nerea, apostada en la pla?zoleta. Ten¨ªa un brazo cubierto con una escayola falsa, donde ocultaba la c¨¢mara. Con el otro brazo fumaba despreocupada. Por su aspecto, se habr¨ªa dicho que era una joven cualquiera, esperando a que viniera el novio.
En el restaurante me esperaba ya Haizea, sola. Me salud¨® con un par de besos y me pidi¨® que me sentara con ella. No pude call¨¢rmelo:
¡ªEste restaurante muy barato no parece.
¡ªTranquilo, hay men¨² del d¨ªa. Y nos van a invitar.
El hombre que iba a pagar vino diez minutos despu¨¦s. Ten¨ªa unos treinta a?os y aire meticuloso y resuelto. Me salud¨® muy cordial. No lo habr¨ªa sido tanto de saber cu¨¢nto iba a pagar aquella comida.
'El mal de Corcira'. Lorenzo Silva. Destino, 2020. 544 p¨¢ginas. 21,90 euros.
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