Gran madre del amor
La editorial Fulgencio Pimentel re¨²ne en 'El hombre sin amor' una antolog¨ªa de relatos del escritor y disidente ruso Eduard Lim¨®nov, preparada solo unas semanas antes de su muerte el pasado marzo. Babelia adelanta un fragmento de uno de los ocho relatos
?¡ Encima se quejan, encima exigen una vida mejor¡ ?Y, mientras, toda esta comida tirada por los suelos!?. Dobl¨¦ las rodillas y escarb¨¦ con la mano en el revoltijo de hojas y ra¨ªces h¨²medas. Pesqu¨¦ dos limones de la caja; uno ten¨ªa la piel levemente maculada, pero el otro estaba tan fresco como si hubiese ca¨ªdo all¨ª directamente del limonero. ??Tirar frutas intactas! Est¨¢ claro, el aprensivo consumidor parisino no pasar¨¢ por alto unos pocos limones imperfectos¡ ?La civilizaci¨®n los est¨¢ malcriando a todos!¡?.
Sin embargo, no hab¨ªa tenido tiempo de malcriarme a m¨ª, que hund¨ªa la mano sin reparo alguno en la caja de los desechos de la fruter¨ªa. (¡) El dinero tra¨ªdo de Am¨¦rica se hab¨ªa esfumado hac¨ªa tiempo. Patol¨®gicamente orgulloso, me manten¨ªa con mis honorarios de escritor. En comparaci¨®n con las m¨ªas, las supuestas penurias de Miller y Hemingway se me antojaban pr¨¢cticamente envidiables. Esos cabrones pod¨ªan permitirse el lujo de pasar las horas muertas en caf¨¦s y restaurantes¡ Por fortuna, carec¨ªa de la autocompasi¨®n necesaria para caer en la desesperaci¨®n. (¡)
Aquel invierno, mi desprecio por el g¨¦nero humano adquiri¨® una intensidad que no hab¨ªa conocido nunca, ni antes ni despu¨¦s. Hab¨ªa logrado publicar un libro que terminaba con la frase: ??Me cago en todos vosotros, jodidos hijos de puta! ?Que os den por culo! Al carajo todo el mundo?. El libro sali¨® a la venta un 23 de noviembre. Estaba previsto que aparecieran rese?as en Le Monde, L¡¯Express y Le Matin. Una ma?ana tras otra, bajaba corriendo a comprar la prensa, pero nunca encontraba en aquellos peri¨®dicos menciones a mi libro. (¡) El rasgo m¨¢s caracter¨ªstico de mi vida en aquella ¨¦poca consist¨ªa en que hab¨ªa dejado de relacionarme con la gente, salvo alguna epis¨®dica reuni¨®n con los empleados de la editorial Ramsay. Pas¨¦ septiembre, octubre y noviembre en una soledad perfectamente as¨¦ptica. La verdad es que siempre he sido propenso a un cierto extremismo. Pertenezco a ese g¨¦nero de personas que, de un d¨ªa para otro, sustituyen el burdel por el monasterio. Ni mi vida social ni mi vida sexual han sido nunca normales o sensatas. Sin embargo, algo me dec¨ªa que en aquella ¨¦poca hab¨ªa ido demasiado lejos¡ Privado de otras relaciones, volqu¨¦ totalmente mis pensamientos en la chica de la melena. El 3 de diciembre me sorprend¨ª hablando conmigo mismo en ingl¨¦s, en voz alta. Desdoblado, deliberaba en torno a la cuesti¨®n de ?ese tipo de chicas?, es decir, de las prostitutas. Discrepaba del criterio que hab¨ªa sostenido hasta entonces, seg¨²n el cual la prostituci¨®n es un oficio como cualquier otro.
Preso de un irracional misticismo, balbuc¨ª algo acerca del sofocante olor que emit¨ªa la melena de la chica de arriba. Cuando despert¨¦ (o cuando despertamos; no era mi primera experiencia de desdoblamiento, ya me hab¨ªa pasado en alguna otra ocasi¨®n), me encontr¨¦ sentado ante la endeble puerta del estudio, en medio de una corriente de aire fr¨ªo que se filtraba por debajo, al acecho de sus pasos en la escalera. Quiz¨¢ se pregunten qu¨¦ tiene que ver la chica de la melena con el ejercicio de la prostituci¨®n. El caso es que yo ten¨ªa la sospecha de que aquella chica era del oficio. Mi hip¨®tesis se fundaba en lo ins¨®lito de sus horarios. Mientras que todos los vecinos de la ¨²ltima planta, los de las chambres de bonnes, brincaban por las escaleras a primera hora de la ma?ana, la chica nunca bajaba antes de las once. Mi argumentaci¨®n era irrefutable: no hab¨ªa trabajo en el planeta ni estudios de ning¨²n tipo que pudieran dar comienzo a mediod¨ªa. Aquella carita p¨¢lida, excesivamente empolvada, y el espeso carm¨ªn que le cubr¨ªa los labios parec¨ªan confirmar mis sospechas.
Un hombre que acaba de vender el libro en el que declara por escrito su amor a la mujer de su vida, no puede permitirse soltarle seguidamente a esa misma mujer: ??Recoge tus cosas, nos vamos a casa! ?Novecientos francos al d¨ªa por una habitaci¨®n de hotel, cuando mi estudio cuesta mil trescientos francos al mes!¡?.
Mi convicci¨®n se mantuvo inc¨®lume, pese a que la carita no presentaba signos de ese tipo de accesible lujuria que suelen sobrellevar con dignidad las sacerdotisas de la rue Saint-Denis. Lo que yo percib¨ªa en aquel rostro ten¨ªa m¨¢s que ver con un vicio baudelairiano, el de Las flores del mal, urbano y morboso. El 4 de diciembre logr¨¦ verla pasar por la puerta entreabierta y me ech¨¦ a la calle con intenci¨®n de seguirla. Recorri¨® a toda prisa Rambuteau, dej¨® atr¨¢s el Centro Pompidou y lleg¨® hasta el bulevar S¨¦bastopol. V¨ªctorioso, empec¨¦ a canturrear: ?Tout va tr¨¨s bien, madame la Marquise¡?, mientras esperaba verla cruzar el bulevar y ocupar su correspondiente esquina en la rue Saint-Denis. Pero ella continu¨® caminando, bulevar arriba. La segu¨ª durante unos diez minutos, sin perder de vista aquella espalda estrecha y estilizada, cubierta por un ajustado abrigo de piel vuelta que le llegaba hasta los talones. De repente, entr¨® en el portal de un edificio de cierta altura. No entr¨¦ tras ella para no ser detectado; esper¨¦ un rato, lo que dio al traste con mis actividades de detective inexperto. En la lista de vecinos figuraban una decena de organizaciones repartidas entre m¨¢s de diez plantas. A saber d¨®nde se habr¨ªa metido y a qui¨¦n habr¨ªa ido a visitar. Y si estaba all¨ª para mecanografiar algo o para hacer el amor con alguien. La m¨¢s sospechosa era cierta sociedad polaca de profesionales liberales, ubicada en el sexto derecha. Pero no encontr¨¦ manera de poner en relaci¨®n ambas sospechas: ?que tendr¨ªa que ver que ?mi chica? hubiera dirigido sus pasos a la sociedad polaca con su presunta prostituci¨®n? Ella no parec¨ªa en absoluto la t¨ªpica rubia corpulenta y maleducada, que era como imaginaba yo a las polacas.
La ma?ana del 10 de diciembre, con mi pasi¨®n por la chica de arriba en pleno auge, son¨® el tel¨¦fono. Cada llamada telef¨®nica era para m¨ª un acontecimiento extraordinario, aunque o¨ªrlas no me produc¨ªa especial ilusi¨®n, sino acojono. Tuve que darle un respiro a mi polla, que me dedicaba a acariciar mientras pensaba en la chica de la melena, y me arrastr¨¦ fuera del edred¨®n de la due?a del piso. El cable del tel¨¦fono era muy corto, as¨ª que me situ¨¦ al lado en cuclillas para responder. Lo dej¨¦ sonar un poco, tratando de adivinar la identidad de mi interlocutor. ?Ser¨ªa posible que la chica de la melena hubiera dado con mi n¨²mero y ahora estuviera ella tratando de localizarme a m¨ª?
Pero no, no era mi reci¨¦n nacido y cauteloso amor, sino una antigua pesadilla, mi exmujer, que me llamaba desde Roma. ??Ed! ?Ha sucedido algo horrible! ?John Lennon ha sido asesinado!?. En cuesti¨®n de segundos, antes de que se me pasase el soporcillo del sue?o, me vi invadido por la c¨®lera. Hab¨ªa calentado el estudio como Dios manda la noche anterior, gracias a unos troncos hallados bajo una pila de escombros, y las brasas purp¨²reas a¨²n brillaban en la chimenea, entre las cenizas. Y pese al ambiente relativamente id¨ªlico, mi ex hab¨ªa conseguido ponerme de mala hostia.
¡ªQue se joda tu John Lennon. Y tu Yoko Ono, la golfa esa japonesa. Les est¨¢ bien empleado¡
¡ª??Qu¨¦ dices?! ?Demente! ?Est¨¢s mal de la cabeza! Un man¨ªaco le ha pegado un tiro a John Lennon en la puerta del edificio Dakota, en la esquina de Central Park y la 72. Abre los ojos, enfermo, te estoy hablando de John Lennon. Una generaci¨®n entera ha perdido a su l¨ªder.
¡ªNunca me gust¨® el clan ese acaramelado de los Beatles¡ ?Quieres que se me caiga la baba viendo c¨®mo se forran cuatro proletarios codiciosos? En tu caso, s¨ª, es normal: eres tan hip¨®crita como ellos.
¡ªOye, te est¨¢s pasando de borde¡ ¡ªme dijo ella, all¨¢ en Roma.
¡ªEstoy en mi derecho¡ ¡ªafirm¨¦ yo, en Par¨ªs.
¡ªNunca me gust¨® el clan ese acaramelado de los Beatles¡ ?Quieres que se me caiga la baba viendo c¨®mo se forran cuatro proletarios codiciosos?
Yelena lo sab¨ªa perfectamente, sab¨ªa que estaba en mi derecho. Nuestro intento de volver a estar juntos despu¨¦s de varios a?os separados (ahora ten¨ªa un esposo leg¨ªtimo, en Roma) hab¨ªa fracasado. Por su culpa. Le entr¨® miedo, una vez m¨¢s. A finales de mayo, me hab¨ªa plantado en Par¨ªs con un par de maletas y el prop¨®sito de iniciar una nueva vida. Por en¨¦sima vez, mi editor, Jean-Jacques Pauvert, se hab¨ªa declarado en quiebra, de manera que el contrato que hab¨ªamos firmado ¨¦l y yo era papel mojado. Me precipit¨¦ desde Nueva York a Par¨ªs con el ¨²nico objeto de salvar el libro. Estaba dispuesto a promocionarlo, aunque para hacerlo tuviese que empu?ar un fusil ametrallador. (As¨ª lo anot¨¦ en mi diario de entonces). Yelena se person¨® en Par¨ªs con ocho maletas y con su gordon setter, o setter gordon, como quiera que se llamen; en cualquier caso, era un perro idiota perdido. Pero no con la intenci¨®n de empezar una nueva vida conmigo, como yo hab¨ªa supuesto, sino de vivir otra ?excitante aventura?, prop¨®sito para el que ven¨ªa pertrechada con una importante cantidad de modelitos. Ten¨ªa ganas de experimentar c¨®mo ser¨ªa eso de vivir con un escritor primerizo en Par¨ªs. ?Y el marido? Bueno, hay que reconocer que el conde ten¨ªa mucho tacto. Jam¨¢s puso objeciones a sus escapadas a Par¨ªs y Nueva York. ?Tanto tacto ten¨ªa que en sus cartas la advert¨ªa sin falta de la fecha y la hora exactas en las que la llamar¨ªa por tel¨¦fono!¡ Pero Yelena no tardar¨ªa en darse cuenta de que sus previsiones acerca de la vida de un escritor en los inicios de su carrera andaban algo desencaminadas.
No le gust¨® mi estudio, que parec¨ªa un tranv¨ªa, iluminado solo en su parte delantera, mientras en la trasera reinaba la oscuridad. Tampoco le gust¨® el olor rancio de los trapos y los muebles de mademoiselle No. Aborrec¨ªa el ruidoso inodoro el¨¦ctrico, que expulsaba la mierda por un estrecho tubo de lat¨®n hacia los anchos conductos del alcantarillado. Aquel prodigio motorizado de la fontaner¨ªa francesa se atascaba en cuanto arrojabas all¨ª una hojita de papel higi¨¦nico. Y le produc¨ªa repugnancia mi ba?era de medio cuerpo, en la que emerg¨ªa la mierda, la m¨ªa o la suya, cada vez que nos despist¨¢bamos con lo del papel higi¨¦nico en el v¨¢ter. ?Qu¨¦ horror! ?Su marido ten¨ªa un t¨ªtulo nobiliario, ella ten¨ªa otro t¨ªtulo nobiliario, y ya ves lo que son las cosas, ahora ten¨ªa que v¨¦rselas con un v¨¢ter y una ba?era semejantes! Las mujeres pierden el culo por los libros que relatan los primeros pasos en Par¨ªs de los escritores famosos. La mierda que emerge borboteando por el agujero de la ba?era parece muy rom¨¢ntica en los libros. Cosa distinta es tener que sentar el culo propio en una ba?era as¨ª, por mucho que la hayamos fregado antes a conciencia¡ ?El horror! Eso s¨ª, la chimenea le gustaba. La chimenea hab¨ªa quedado incorporada a la tradici¨®n rom¨¢ntica como atributo imprescindible de la menesterosa vida de poetas y artistas.
(¡) No tuvimos tiempo de montar ning¨²n esc¨¢ndalo: en julio vol¨® a Gran Breta?a acompa?ada de su aristocr¨¢tico esposo y dejando almacenadas la mitad de sus maletas en mi estudio. Se limit¨® a acusarme de ro?oso y miserable, mientras nos desped¨ªamos¡ En agosto, me llam¨® para comunicarme que estaba en Par¨ªs, en el hotel Tremoille. Lo mand¨¦ todo a hacer pu?etas y sal¨ª pitando en taxi para verla. Hermosa como una adolescente, daba vueltas por el vest¨ªbulo del hotel, con un sombrero de paja adornado con flores. Nos precipitamos uno en brazos del otro y subimos a toda prisa a su habitaci¨®n para fornicar. M¨¢s tarde, en el restaurante, me enter¨¦ de que ser¨ªa yo quien habr¨ªa de ocuparse de pagar su estancia en el Tremoille. Iluso de m¨ª, le hab¨ªa enviado una postal en la que me jactaba del nuevo contrato que hab¨ªa firmado con Pauvert y la editorial Ramsay, dos veces mejor pagado que el primero.
Un hombre que acaba de vender el libro en el que declara por escrito su amor a la mujer de su vida, no puede permitirse soltarle seguidamente a esa misma mujer: ??Recoge tus cosas, nos vamos a casa! ?Novecientos francos al d¨ªa por una habitaci¨®n de hotel, cuando mi estudio cuesta mil trescientos francos al mes!¡?. Solo al cabo de cuatro d¨ªas logr¨¦ arrastrar conmigo a la malhumorada arist¨®crata hasta la rue des Archives. Cada uno de los billetes de quinientos que tuve que amontonar ante la jeta rubicunda del cajero del hotel me evocaba un enorme canasto de comida, viandas que habr¨ªan bastado para cubrir las necesidades de mi est¨®mago unos cuantos meses¡ Una semana despu¨¦s, nos enzarzamos en una violenta discusi¨®n; me tir¨® encima un cuenco lleno de guindas y el diccionario ingl¨¦s-franc¨¦s y, para gran alivio m¨ªo, se fue de la rue des Archives. En el exiguo entorno de las dos camas de mi estudio, en posici¨®n horizontal o semihorizontal, conviv¨ªamos divinamente, pero, en cuanto abandon¨¢bamos las camas, se desataban las desavenencias y las broncas. Despu¨¦s de eso, no me llam¨® en todo el oto?o. Y precisamente ahora ten¨ªan que asesinar a John Lennon.
¡ªLo envidio ¡ªdije¡ª. ?Qu¨¦ pod¨ªa esperarse de un sujeto como ¨¦l, a estas alturas? ?Verlo envejecer, hincharse como un verraco, al estilo de Elvis? Mejor que lo hayan liquidado, as¨ª no tendremos que presenciar su decadencia. Ya me gustar¨ªa que me pegasen un tiro a m¨ª cuando haya escrito todo lo que me queda por escribir. Objetivamente hablando, habr¨ªa que darle las gracias al amable joven que se lo ha cargado¡
¡ªNo tienes respeto por nada ¡ªmurmur¨®.
Eduard Lim¨®nov, escritor y pol¨ªtico ruso (1943-2020), es autor de Historia de un servidor (Ediciones del Oriente y del Mediterr¨¢neo, 1991), Historia de un granuja (Ediciones del Oriente y del Mediterr¨¢neo, 1993), Soy yo, ?dichka (Marbot Ediciones, 2014) y El libro de las aguas (Fulgencio Pimentel, 2019). Este es un fragmento de uno de los ocho relatos reunidos en El hombre sin amor, que Fulgencio Pimentel publica el 24 de agosto con traducci¨®n de Tania Mikhelson y Alfonso Mart¨ªnez Galilea.
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