Sue?os, violencia y tierra de nadie: en el margen del r¨ªo
Grandes escritores han convertido los cauces fluviales en personajes poderosos, tot¨¦micos, fantasmales, heroicos, furiosos, delicados... Una tradici¨®n que sigue aportando estupendos t¨ªtulos sobre un paisaje refractario a la civilizaci¨®n
1
El r¨ªo eran las ilusiones, las esperanzas, la imaginaci¨®n. El r¨ªo, con la arm¨®nica de 10 agujeros deshilach¨¢ndose en do mayor, era tambi¨¦n la frontera que te estrella contra la realidad cuando los sue?os devienen una bella mentira o algo peor. Y sin embargo, y eso cantaba Bruce Springsteen en The River, aunque sepas que el r¨ªo est¨¢ seco, los viejos recuerdos te devuelven cada noche hacia el r¨ªo. Una letra ambivalente y fadista; un tema conmovedor. Pero se nota que el Boss, con su dulce melancol¨ªa soportable, no conoci¨® la vida de abusos, marginalidad y violencia que el r¨ªo marc¨® en la piel del chileno Alfredo G¨®mez Morel. Porque hay todo un mundo, y no solo 8.000 kil¨®metros, entre Nueva Jersey y las turbias aguas del Mapocho. Todo un mundo entre las baladas cantadas con mechero y la literatura escrita a tumba abierta.
Justo ah¨ª comienza esta historia.
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Algunas solapas son ya, en s¨ª mismas, una novela. La solapa de Alfredo G¨®mez Morel cuenta que a los tres meses de nacer fue abandonado por su madre, prostituta, a las puertas de un convento. A partir de ah¨ª viene una mujer que lo adopta y luego lo abandona, viene el orfanato, la fuga y la reaparici¨®n de la madre biol¨®gica con 11 a?os, viene enseguida un internado, la expulsi¨®n y los primeros contactos con la marginalidad de los ni?os pelusa que abrevan a orillas del Mapocho, y luego vienen los reformatorios y las c¨¢rceles (hasta 288 veces preso) por ladr¨®n, por mercenario, por mat¨®n, por traficante internacional de armas y coca¨ªna, y as¨ª va pasando una vida que lleva a Alfredo G¨®mez Morel a morir solo, pobre y abandonado, a los 67 a?os, en la indigencia de una pensi¨®n del arrabal de Santiago, con su cad¨¢ver enfri¨¢ndose en una morgue. Nueve d¨ªas en la morgue sin que nadie reclame el cuerpo inerte del autor de El R¨ªo: la inc¨®moda, brutal, asfixiante, dura, antican¨®nica y autobiogr¨¢fica novela que conmocion¨® a Chile en 1962 y que ahora publica en Espa?a Cabaret Voltaire.
Pablo Neruda dijo de ella que era un cl¨¢sico de la miseria. Alfredo G¨®mez Morel rebaj¨® su pretensi¨®n: solo quer¨ªa mostrar la historia de un r¨ªo y de unos hombres
Pablo Neruda dijo de ella que era un cl¨¢sico de la miseria. Alfredo G¨®mez Morel rebaj¨® su pretensi¨®n: solo quer¨ªa mostrar la historia de un r¨ªo y de unos hombres. Sus aguas turbias, sus piedras mudas, sus melanc¨®licos sauces. Ante todo, aquellos seres grotescos que hollaban con sus pies desnudos las losas del Mapocho. Los marginados. Los excluidos de la ciudad. Los inadaptados. Los hijos del r¨ªo. Aquellos desamparados que nacieron mirando hacia abajo y desde abajo. Movidos por la revancha social hacia la ciudad. Con las leyes del hampa por bandera y la melancol¨ªa enquistada en almas fr¨¢giles como la de Panch¨ªn, uno de esos ni?os pelusa que solo ten¨ªa nueve a?os cuando fue abandonado a la vida. Uno de tantos ni?os desarraigados que sinti¨® la llamada del Mapocho de este modo:
¡ªCon su Cauce inmundo y su rumor de angustia, con su silueta larga como una pena, el R¨ªo lo recogi¨® y le dio el calor de sus hielos, la blandura de sus rocas y la amable voz de sus silencios.
El r¨ªo de G¨®mez Morel ocupa el margen social en distintos estratos. Su lenguaje colorista, que tanto recuerda al mejor Pedro Lemebel. Sus valores forjados entre la lealtad y la brutalidad. Su jerarqu¨ªa hamponal en el escalaf¨®n que va de pelusa a cabro de R¨ªo, cargador y finalmente choro. Su espejismo rom¨¢ntico de la libertad ind¨®mita que confiere el barbarismo refractario a la civilizaci¨®n.
En las primeras p¨¢ginas de El R¨ªo, cuando el autor regresa al Mapocho tanto tiempo despu¨¦s de su infancia y de su paulatino descenso a los infiernos, Alfredo G¨®mez Morel contempla, de nuevo, aquellos espectros humanos mendicantes a la luz de la luna. Y deja una ¨²ltima descripci¨®n.
¡ªApretaban sus dientes y aullaban como queriendo notificar al mundo de sus vidas insignificantes y miserables. Tres o cuatro perros tristes gru?¨ªan iracundos y miraban desafiantes hacia el Puente. El Mapocho tra¨ªa voces antiguas, las mismas que o¨ª de ni?o cuando miraba su lejan¨ªa hecha de mar y de leyenda. Tra¨ªan los mismos llantos en sordina, llenos de ira y estupefacci¨®n que escuch¨¦ en mi infancia. El drama era el mismo, y a¨²n peor.
3
No le gusta a Esther Kinsky (Renania, 1956) que la comparen con Sebald. Aunque lo escriba The New Yorker; aunque ella misma haya ganado el Premio W. G. Sebald. No le gusta. ¡°Era un amargado pesimista cultural¡±, se justifica la autora alemana, que se identifica mucho m¨¢s con una frase de Pasolini: Per capire la gente, bisogna amarla. Para comprender a las personas hay que amarlas. Ella tambi¨¦n lo ha intentado con los r¨ªos.
Kinsky, autora de Arboleda y Rombo, una voz fundamental en la no ficci¨®n europea actual, una prosista dotada de una pluma sensorial y una superdotada capacidad de observaci¨®n, publica ahora El r¨ªo (Perif¨¦rica). No es un libro f¨¢cil, y eso es lo que hace tan interesante la lectura de sus caminatas lentas y sin rumbo fijo a orillas del r¨ªo Lea.
Un d¨ªa, cuenta a EL PA?S, despu¨¦s de vivir muchos a?os en el noroeste de Londres, descubri¨® el Lea y se sinti¨® abrumada por esa extensi¨®n de tierra salvaje, sin explotar, como abandonada a su suerte en el interregno donde no termina la ciudad ni comienza el campo. Es el ¨²ltimo margen de la metr¨®poli. El mundo dislocado m¨¢s all¨¢ de los suburbios y el extrarradio. Esas leguas permeables entre las f¨¢bricas urbanas y la periferia rural. Una tierra de nadie con yermos parajes.
Por ah¨ª camina Kinsky. Entre el suelo cenagoso y las charcas. Viendo las hogueras del atardecer. Acompa?ada por el rumor del viento y el gorjeo de los p¨¢jaros en unas veredas llenas de silencio y asediadas por todas las declinaciones de ese mundo intersticial que abre un r¨ªo: dep¨®sitos de chatarra, talleres de autom¨®vil, almacenes abandonados, vertederos cochambrosos y letreros oxidados, terraplenes ferroviarios con chimeneas humeantes detr¨¢s de vallas y tapias, caravanas de feriantes con sus barracas, carruseles, coches de choque y columpios, los mercadillos de domingo con viejas l¨¢mparas, floreros y baratijas en muchos descampados cercados por zarzas y matorrales. Todo lo camina Esther Kinsky, polaroid en mano, en busca de objetos y de paisajes. Mientras, se hace reflexiones como esta: ?Tiene el agua el poder de erosionar y socavar la importancia y la rigidez de las fronteras oficiales?
Le pregunto por ello. Por el r¨ªo como frontera pol¨ªtica, social, paisaj¨ªstica, psicol¨®gica, cultural. Ella, claro, elige otro camino.
¡ªM¨¢s que los l¨ªmites que establece un r¨ªo ¡ªresponde¡ª, lo que me interesa es la alteridad a la que un r¨ªo aboca; el hecho de que siempre ofrece una visi¨®n del otro. Crecer junto a un r¨ªo, como lo hice yo, significa crecer con el otro lado siempre visible, siempre presente. La visi¨®n del otro lado tambi¨¦n implica que uno mismo sea el otro a los ojos de quienes est¨¢n del otro lado. Eso ha moldeado mi mirada: entender el r¨ªo como un l¨ªmite que alimenta la curiosidad y la apertura y que invita a ser cruzado. Mientras que la orilla del mar es siempre el fin de la tierra firme, o la orilla de un lago invita a pensar en un movimiento circular, el r¨ªo nos mantiene atentos al otro lado.
¡ª?Y qu¨¦ muestra la decadencia que rodea al Lea en este mundo que aspira a orden?
¡ªComo sucede en todas las grandes ciudades, es en estos m¨¢rgenes donde la vida queda menos controlada. Son una especie de desierto. Los bordes de Hackney y Stamford Hill, de Bow y Silvertown cuentan una historia de Londres mucho m¨¢s verdadera e interesante que Chelsea o Mayfair. Ahora bien: m¨¢s que decadente, yo utilizar¨ªa la palabra ruinoso. La decadencia evoca nociones de una ca¨ªda lenta despu¨¦s de la abundancia, y nunca hubo exceso en esas partes de Londres, salvo en la explotaci¨®n de inmigrantes, en la pobreza, en la crueldad y en las industrias t¨®xicas como las enormes f¨¢bricas de cerillas o pintura. Esas historias de explotaci¨®n y sufrimiento, aunque tambi¨¦n de esperanza, han quedado inscritas en esta tierra de los m¨¢rgenes. Esas capas del pasado eran mucho m¨¢s visibles y legibles hace 20 a?os que ahora. Fueron las que me guiaron en mis paseos diarios.
Kinsky creci¨® junto al Rin alem¨¢n. Sus aguas eran el fondo invariable de muchas de las fotos de su ¨¢lbum familiar. De ni?a pedaleaba junto a su orilla. Anotaba en un cuaderno los nombres de los barcos y las matr¨ªculas de las gabarras que lo surcaban. Lleva el r¨ªo incrustado en su memoria. Por eso, sus paseos por la ribera del Lea y de otros r¨ªos como el Ganges (India), el ?der (Polonia), el Tisza (Hungr¨ªa), el Nahal Ha Yarkon (Israel) o el San Lorenzo (Quebec) son tambi¨¦n, en este libro, un viaje a sus recuerdos. Porque esta no es una escritura sobre la naturaleza. La suya es una escritura pol¨ªtica. La que explora los m¨¢rgenes borrosos de la realidad.
4
El invierno pasado se public¨® un ensayo que merece mayor atenci¨®n de la recibida, tanto por su fondo comprometido y sabio como por su forma est¨¦tica y cuidada. Se titula Espa?a no es pa¨ªs para r¨ªos (Alianza) y lo firma Ram¨®n J. Soria Bre?a. La solapa dice que es antrop¨®logo y activista medioambiental, pero ¨¦l se describe como un andarr¨ªos m¨ªstico en este viaje por 40 r¨ªos de entre los 30.000 que tiene Espa?a. No es solo una denuncia sobre la contaminaci¨®n y el olvido de tantos r¨ªos envenenados, humillados, invadidos, minados, emporcados, escondidos, perdidos o malditos. El libro son, al menos, tres cosas m¨¢s.
Una: Es un viaje cultural por grandes cursos fluviales como el Tajo y el pino laricio, el Ebro y el siluro, el Guadiana y el s¨¢balo, el Guadalquivir y el esturi¨®n, pero tambi¨¦n por el r¨ªo T¨¢mega y la tortuguita, el Arauz y el oso, el Eresma y el lobo, el Ablanquejo y el boj, el Ibor y el barbo, el Saja Besaya y la luci¨¦rnaga, o el Morasverdes y el gusano de seda.
Dos: Es un lamento por que los grandes escritores espa?oles del siglo XX, sostiene el autor, no hayan puesto m¨¢s energ¨ªa, sabidur¨ªa, experiencia e imaginaci¨®n en convertir al r¨ªo en un personaje poderoso, tot¨¦mico, amoroso, fantasmal, heroico, furioso, tel¨²rico o delicado, como hicieron los mejores escritores del mundo en miles de p¨¢ginas de la mejor literatura. ?l cita el Yuk¨®n de London, el Nilo de Burton, el Misisipi de Twain, el Congo de Conrad, el Tigris de Egeria, el Danubio de Fermor, el Two-Hearted de Hemingway, el Colorado de Habbey, el Blackfoot de Maclean, el Wainganga de Kipling.
Y tres: Es un reproche a la impostura. De toda clase.
Por un lado, escribe, la de aquellos redivinizadores de la naturaleza que abrazan a los ¨¢rboles y rezan a Gaia buscando curaciones, o los que se apuntan al t¨®pico fuga mundi oponiendo pureza campestre a contaminaci¨®n urban¨ªcola, o los que sufren de solastalgia, el lamento por la p¨¦rdida de un pasado natural id¨ªlico y vac¨ªo de humanidad que solo existi¨® en su mag¨ªn calenturiento.
Por otro lado, escribe tambi¨¦n, a la m¨ªstica nature writing, que en los sesenta y setenta era cosa de marginales, predelincuentes y apestados, y hoy es un apreciado barniz burgu¨¦s, un style que cotiza tanto en las revistas de decoraci¨®n como en las de alta costura, una mandanga que mocatrices yanquis, estrellas medi¨¢ticas sin escr¨²pulos, deportistas millonarios o influencers hastiados buscan en sus nevados retiros de invierno y en sus asuetos de entretiempo en islas semidesiertas con frigo y servicio de limpieza de habitaciones. As¨ª lo escribe el m¨ªstico andarr¨ªos.
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Claudio Magris viaj¨® por el Danubio para asomarse a las entra?as de Mitteleuropa. Wade Davis naveg¨® las aguas de la selva para entender a los pueblos del Amazonas. Juan Jos¨¦ Saer se movi¨® entre las aguas del R¨ªo de la Plata y el Paran¨¢ para comprenderse a s¨ª mismo y a su pueblo. Xavier Aldekoa surc¨® la corriente del Nilo por Uganda, Sud¨¢n del Sur, Etiop¨ªa, Sud¨¢n y Egipto para secar t¨®picos y aflorar las vidas invisibles de sus orillas. Y el Tormes del Lazarillo, y el Jarama de Ferlosio, y el Curue?o de Llamazares, y el ?rbigo de Delibes. Muchos r¨ªos, muchos libros.
Delta, de Gabi Mart¨ªnez (Barcelona, 1971), brilla por la singularidad de contemplar y pensar el r¨ªo desde su doble final: justo al borde del mar, justo en la zona cero del cambio clim¨¢tico. Tambi¨¦n lo avista desde la literatura.
Mira el Boga que escribi¨®, en Sudeste, el argentino Haroldo Conti. Mira tambi¨¦n a Walsh. O a Sarmiento. O a Arlt. O a Lugones. Reflexiona sobre el r¨ªo. Y en la p¨¢gina 197 se hace una pregunta misteriosa.
Escribe: ?Y si la ficci¨®n fuera el r¨ªo y el mar la realidad?
Le pido que desentra?e el misterio. Y Gabi Mart¨ªnez responde por escrito encadenando met¨¢foras y buscando los m¨¢rgenes de la literatura actual:
¡ªAnte la nueva avalancha de realidad, inmensa como el mar, las ficciones discurren cada vez m¨¢s encauzadas y obedientes, un trasunto de tantos r¨ªos actuales que bajan, entre canales y pantanos, con menos sedimentos y m¨¢s qu¨ªmicos. La ficci¨®n, como el t¨ªpico r¨ªo europeo, se ha vuelto en general pragm¨¢ticamente d¨®cil, hasta que la remueve un autor con aires de mestral o diluvio y se desencadena la furia, la violencia, todo este tiempo acallada. Porque no es tiempo de intermedios: sumisi¨®n o rebeld¨ªa; aguas mansas sin sustancia o crecidas arrolladoras fruto de la represi¨®n. Todo esto se observa muy bien desde el delta, por ejemplo, del Ebro, donde el r¨ªo se reactiva al contacto con el mar. Uno de los contados puntos de encuentro. Agua dulce y salada se mezclan como la ficci¨®n insulsa se funde con una realidad hecha de anfibios, anguilas misteriosas, plagas de cangrejos o 40.000 flamencos; con una realidad donde se cruzan lenguas, jotas y sardanas, y hay una isla que habitan 12 toros. Ah¨ª, la ficci¨®n recuerda sus posibilidades, su antigua f¨¦rtil biodiversidad, y, mientras se pregunta por qu¨¦ ahora se sue?a menos o hay tantos sue?os iguales, percibe que tambi¨¦n hay cientos, miles de r¨ªos por contar. Entonces, la ficci¨®n envidia a los r¨ªos de Wade Davis o Peter Heller, a algunos r¨ªos de ?frica, Asia o Am¨¦rica, y tantea la opci¨®n de rebelarse para volver a ser un poco salvaje al menos.
6
Es solo un poema. Lo firma Sergio Garc¨ªa Zamora, poeta cubano afincado en Paredes de Nava, Palencia. En 2017 gan¨® el Premio Loewe a la Creaci¨®n Joven. Este oto?o ha publicado El r¨ªo de los derrotados (El Arco & la Flecha Editores). En sus p¨¢ginas fluviales, el r¨ªo limpia y el r¨ªo ensucia. Las dos cosas.
Ese poema que es solo un poema, que explora desde otro ¨¢ngulo los m¨¢rgenes del r¨ªo, tiene 45 versos. Basta con siete que dicen:
¡ªEste es el r¨ªo de los derrotados que nadie cruza, lento, cenagoso, alcoh¨®lico, ¨¢lgido como el sudor de los muertos, llameante como la memoria de los que van a morir. Aprende a nadar tus v¨ªsceras, aprende a bracear tu alma. En ti se adentra y en ti se desborda. No existe puente para el h¨¦roe ni remanso para el inocente. El amor se ba?a dos veces: es el mismo r¨ªo y distintas las derrotas.
Al final, el r¨ªo melanc¨®lico de Springsteen navega en esa misma direcci¨®n. La de fracasar so?ando. Aunque sea una bella mentira o algo peor.
El r¨ªo
Traducci¨®n de Richard Gross
Perif¨¦rica, 2024
352 p¨¢ginas. 22,50 euros
El r¨ªo
Cabaret Voltaire, 2024
416 p¨¢ginas. 23,95 euros
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