Los ¨²ltimos a?os del arquitecto del Holocausto
'Babelia' adelanta un fragmento de 'El desafortunado', de Ariel Magnus, que reconstruye la ¨²ltima ¨¦poca en libertad de Adolf Eichmann, uno de los criminales m¨¢s enigm¨¢ticos del nazismo
AFTER OFFICE
D¨¦nmelo ahora y lo destruir¨¦ con mis propias manos. Harry Mulisch
?Qui¨¦n me mand¨® meterme aqu¨ª?
Me siento completamente fuera de lugar, por m¨¢s que este living bien podr¨ªa ser el de la casa de mis padres: el juego de sillones de respaldo bajo retapizado de manera peri¨®dica aunque salga muy caro porque se sabe que los muebles nuevos vienen cada vez peor; las l¨¢mparas de pie repartidas de manera estrat¨¦gica por la sala para crear un efecto acogedor que la estridente ara?a colgando del centro exacto del techo amenaza todo el tiempo con destruir; el piso de parqu¨¦ oscuro adornado con alfombras de estilos distintos y no necesariamente compatibles; el peque?o hogar empotrado en una esquina que hace d¨¦cadas no se llena de le?os pero que nadie decide tampoco convertir a gas; las cortinas siempre corridas para que no se vea desde la calle y este olor a casa de familia alemana que parece emanar de los libros escritos en ese idioma que se alinean sobre los estantes del amplio aparador donde tambi¨¦n se guarda la vajilla para los d¨ªas de fiesta, esas s¨ª a celebrarse en fechas distintas que en mi familia: absolutamente todo podr¨ªa estar, de hecho sigue estando, en la casa donde me crie junto a mis hermanos, a tan pocas cuadras de distancia que har¨ªa a tiempo de salir corriendo, coment¨¢rselo a mi padre y volver antes de que la due?a de casa reaparezca con las tazas de porcelana hechas casi en Alemania (Polonia) acompa?adas de unos Spekulatius o unos Brezel comprados en Renania, la panader¨ªa alemana donde trabaj¨¦ de joven a las ¨®rdenes de un pastelero muy gordo y bastante nazi.
Se me ocurre lo de correr a contarle a mi padre porque fue ¨¦l quien de alguna manera me impuls¨® a escribir el libro que me trajo a su vez hasta este chalet casi vecino al que solo le estar¨ªa faltando una mezuz¨¢ en la puerta para ser el de ¨¦l. El impulso naci¨® del odio descontrolado que mi padre sent¨ªa por Adolf Eichmann, muy superior al que le despertaban los dem¨¢s jerarcas nazis, incluido el otro Adolf, al que tal vez influenciado por Chaplin consideraba un personaje grotesco, indigno hasta de desd¨¦n. Cada tanto me repet¨ªa que Eichmann era la ¨²nica persona en el mundo que de no haber estado muerta ¨¦l hubiera querido asesinar con sus propias manos. Unas manos, conviene aclarar, con las que no pod¨ªa ni ahogar a los gatitos que ca¨ªan en el jard¨ªn de nuestra casa tras ser rechazados por sus madres y que por eso pasaban a engrosar nuestro zool¨®gico casero hasta que les encontr¨¢bamos nuevo due?o.
Nunca entend¨ª del todo el rencor espec¨ªfico por ese hombrecito gris, que adem¨¢s hab¨ªa sido juzgado y colgado, cuando hab¨ªa tantos que escaparon al debido castigo, adem¨¢s de ser mucho m¨¢s atractivos como genios del mal. Tal vez tuviera que ver con que mi padre es arquitecto y a Eichmann lo apodaban as¨ª, el arquitecto del holocausto, o quiz¨¢ porque vivi¨® sus ¨²ltimos a?os en Argentina, aunque de esos hab¨ªa muchos otros tambi¨¦n.
Para averiguar el origen de los sentimientos de mi padre, qui¨¦n sabe si no para poder compartirlos, se me ocurri¨® en alg¨²n momento investigar y escribir sobre los a?os que el genocida pas¨® en Argentina. Cuando le coment¨¦ mi intenci¨®n, mi padre me dijo que no lo hiciera, que esa lacra humana no merec¨ªa que nadie se ocupara de ella, mucho menos el nieto de una sobreviviente de sus cr¨ªmenes. Como segu¨ª firme en mi prop¨®sito, me amenaz¨® con que si dec¨ªa algo bueno de Eichmann en mi libro, una sola cosa, no me dirigir¨ªa nunca m¨¢s la palabra.
No volvimos a hablar del tema, y yo realmente dej¨¦ el proyecto en suspenso, asustado por posibles represalias familiares, hasta que en un asado de domingo, de la nada, porque mi padre ni siquiera bebe, me hizo una confesi¨®n que me dej¨® helado, por su banalidad atroz: siempre hab¨ªa querido saber, me dijo, qu¨¦ vino tom¨® Eichmann antes de subirse al pat¨ªbulo. ?Se lo podr¨ªa averiguar si escrib¨ªa la novela? Tras pensarlo a fondo, continu¨®, hab¨ªa llegado a la conclusi¨®n de que as¨ª como fueron jud¨ªos quienes encontraron y ajusticiaron al que en su opini¨®n era el mayor criminal de todos los tiempos, quiz¨¢ no fuera del todo parad¨®jico ni errado que tambi¨¦n fuera un jud¨ªo el que se encargara de capturar al personaje y condenarlo a la ficci¨®n.
Ahora que termin¨¦ con mi cometido, o con el de mi padre, sal¨ª a caminar por el barrio, a despejar la mente, aunque con la vaga idea de recorrer los escenarios de la novela, que estuve evitando todo este tiempo, al igual que las pel¨ªculas sobre el tema, para no contamin¨¢rmelos de presente. Nada m¨¢s dif¨ªcil de entender que el pasado cuando ocurre en el mismo lugar que nuestra vida actual, incluido el pasado propio. Si pudi¨¦ramos cambiar de cuerpo creo que nos costar¨ªa menos percibir cu¨¢nto hemos envejecido.
El primer objetivo de mi caminata era Chacabuco 4261, la casa en la que m¨¢s tiempo vivieron los Eichmann durante su estad¨ªa en el pa¨ªs. A fines de los cincuenta, el agente que envi¨® el Mossad para corroborar los datos que les hab¨ªa hecho llegar Lothar Hermann, el jud¨ªo ciego padre de Silvia, desestim¨® la pista por considerar esta parte de Olivos como un barrio demasiado pobre para que se escondiera un jerarca nazi. El chalet estaba a¨²n en pie, con su parte delantera y la trasera, a la que parec¨ªa que le hubieran agregado un segundo piso y un garaje. En el terreno de al lado hab¨ªan construido un complejo de departamentos de dos cuerpos, espantoso y fuera de sitio, pero el resto de la cuadra segu¨ªa siendo de casas m¨¢s o menos bajas. En la esquina con Paran¨¢, una calle muy transitada por desembocar en lo que hoy es la inmensa autopista Panamericana, hab¨ªa un negocio de frenos y embragues, frente al que me pregunt¨¦ si no ser¨ªa la continuaci¨®n del taller de motocicletas en el que hab¨ªa trabajado Dieter Eichmann en el momento del secuestro de su padre.
Tuve que refrenar mi instinto period¨ªstico para no tocar el timbre de la casa y pedir que me dejaran pasar. No sal¨ª a seguir investigando, me record¨¦, sino a clausurar de una vez todo este pasado horrible visitando sus ruinas. Nada hubiera ganado, por lo dem¨¢s, viendo el interior totalmente modificado de una vivienda como cualquier otra, salvo por el inquilino que se aloj¨® en ella hace sesenta a?os. Hab¨ªa le¨ªdo por ah¨ª que a la casa de lo que ahora es Garibaldi 6067 en San Fernando iban buses cargados de turistas y que cuando la demolieron, a principios de este siglo, el lugar se llen¨® de curiosos. Aunque es cierto que la casa era la misma, no debe haber nada m¨¢s diferente al San Fernando de aquella ¨¦poca que el San Fernando actual. A la vez, en la p¨¢gina de Wikipedia lo ¨²nico que se dice de esa zona espec¨ªfica de San Fernando es que all¨ª vivi¨® el criminal de guerra Adolf Eichmann, como si nunca hubiera ocurrido otra cosa digna de menci¨®n. Y lo m¨¢s triste, a riesgo de sobreestimar a nuestra nueva Enciclopedia Brit¨¢nica, es que probablemente sea cierto.
Pero m¨¢s all¨¢ de las casas, lo que sent¨ª caminando por estas calles fue que la presencia de Eichmann y de todos los nazis que se vinieron en la misma ¨¦poca hab¨ªa cambiado la geograf¨ªa en su parte m¨¢s sutil: el aire. Saber que aqu¨ª vivi¨® ese asesino de masas hab¨ªa dejado la atm¨®sfera enrarecida para siempre, como una nube t¨®xica que se expandiera hasta abarcar, aunque diluida, el pa¨ªs entero. La misma nube que cubre Alemania desde que termin¨® la guerra y empez¨® el trabajo de olvidarla, la misma nube que cubre Occidente y que no se termina de diluir, ni siquiera con la ayuda de m¨¢s nubes holoc¨¢usticas. Esa era otra de las razones por la que no quer¨ªa recorrer la parte parda del barrio, me di cuenta en ese momento: una vez finalizado el recorrido, yo deb¨ªa seguir viviendo aqu¨ª. Se supone que la caja de vidrio en la que exhibieron a Eichmann en Jerusal¨¦n no buscaba cuidarlo de un eventual ataque sino que nadie en la sala tuviera que respirar el mismo ox¨ªgeno, una idea tan precisa del rechazo f¨ªsico que genera la presencia de ese genocida, aun cuando ya no est¨¦ de cuerpo presente, que casi da igual que no sea m¨¢s que un mito.
Ponerme pat¨¦tico tampoco era parte del plan peripat¨¦tico, as¨ª que segu¨ª mi nazi tour hacia la mansi¨®n de Mengele en Virrey Vertiz 970, con la idea de pasar antes por Monasterio 1429, que era donde al parecer guardaban por un rato a los inmigrantes legalmente ilegales ni bien llegaban, en su mayor¨ªa despu¨¦s de haberse escondido en monasterios italianos de verdad. Me qued¨¦ de este lado de la avenida Maip¨² para antes darme una vuelta por La Casona de Valent¨ªn Vergara 2547, donde ahora funcionaba una residencia geri¨¢trica pero que a principios de los cincuenta hab¨ªa albergado la editorial D¨¹rer, epicentro intelectual del nazismo trasnochado mediante Der Weg, esa revista que parec¨ªa escrita en los a?os treinta y que no era m¨¢s antisemita solo porque no les alcanzaba el presupuesto para hacerla de m¨¢s p¨¢ginas.
Camino a lo que en materia cerebral ya era un vejestorio en los a?os cincuenta me cruc¨¦ con la calle Libertad y decid¨ª ver por fuera el b¨²nker donde Eichmann cedi¨® a la vanidad del libro propio. La casa con el n¨²mero 2755, mucho m¨¢s importante que la de los Eichmann, ten¨ªa plantado delante un palo borracho; de haberlo sabido lo habr¨ªa puesto en la novela, no solo por el nombre sino por el tronco lleno de pinchos, un ¨¢rbol entre rid¨ªculo e inh¨®spito, muy simb¨®lico de la residencia que custodiaba. Me encend¨ª un cigarrillo (volv¨ª a fumar mientras escrib¨ªa la novela) sin saber muy bien qu¨¦ pensar ante ese sitio cargado de historia, cuando del interior sali¨® una se?ora y me pregunt¨® qu¨¦ andaba buscando, menos desconfiada que curiosa.
¡ª?Sab¨ªa que su casa es c¨¦lebre? ¡ªle dije, entendiendo su inquietud ante mis merodeos.
¡ªLo s¨¦, mis suegros se la compraron a Sassen.
Era una se?ora de unos setenta a?os, tal vez un poco m¨¢s, muy flaca y bastante alta, de ojos claros, tupida cabellera entrecana y una nariz incongruentemente ancha en el rostro de pajarito, como si se hubiera hecho una cirug¨ªa para agrandarla en lugar de estilizarla. Llevaba puesta una bata de seda fucsia y pantuflas de gamuza, pero se notaba que debajo estaba vestida de calle, con pantalones de lino beige y una camisa estampada.
¡ª?Lo conoci¨®?
¡ª?A Sassen? Creo que s¨ª, pero no me acuerdo. Y usted por qu¨¦...
¡ªEstoy escribiendo un libro sobre Eichmann.
¡ªAh, ?quiere pasar?
La invitaci¨®n me agarr¨® desprevenido, desprevenidamente la acept¨¦ y aqu¨ª estoy entonces, esperando que Gertrudis, seg¨²n dijo que se llamaba, vuelva de la cocina con el caf¨¦ que me ofreci¨® para que yo pudiera acompa?ar mi cigarrillo, y de paso fumarse uno ella tambi¨¦n. Somos pocos los fumadores que vamos quedando y el solo hecho de compartir el vicio genera una confianza mutua que de otro modo podr¨ªa tardar a?os en establecerse.
¡ª?Me dijo entonces que est¨¢ escribiendo un libro sobre Eichmann? ¡ªReaparece con la bandeja de plata que imagin¨¦ y las tazas de porcelana que imagin¨¦, aunque acompa?adas no de Brezel sino de cuadraditos de Apfelstrudel, por supuesto que de la panader¨ªa Renania.
¡ªYa lo termin¨¦, gracias a Dios. O al Diablo, en este caso.
¡ªEichmann viv¨ªa por esta zona. Mi marido, que en paz descanse, dec¨ªa que de chico lo hab¨ªa visto m¨¢s de una vez caminando por la calle.
¡ª?Su marido era alem¨¢n? ¡ªpregunto ingenuamente, d¨¢ndole a la palabra el matiz inverso al que le dar¨ªa un alem¨¢n pregunt¨¢ndome lo mismo a m¨ª.
¡ªNo, argentino. Yo tambi¨¦n. Nuestros padres eran alemanes, o sea, de ¨¦l, el padre era austriaco y la madre, alemana. Los m¨ªos eran ambos alemanes.
Le convido al fin el cigarrillo que se gan¨® en buena ley, aunque intuyendo que lo debe tener prohibido y que me est¨¢ usando de excusa para hacer algo que si entra alg¨²n hijo, suponiendo que tenga, me lo echar¨¢ en cara a m¨ª.
¡ªYo le¨ª un libro sobre Eichmann ¡ªdice, degustando con tal fruici¨®n el tabaco que me tiento y procedo a encenderme otro¡ª. Sobre c¨®mo lo atraparon los del Mossad. Un libro apasionante, se lee como una novela.
Le pregunto cu¨¢l, no me sabe decir y le comento que hay tres libros escritos por exagentes israel¨ªes. El primero en aparecer fue el del jefe del operativo, Isser Har¡¯el, publicado en 1975 y basado en buena parte en el testimonio de Peter Malkin, que fue el que atrap¨® f¨ªsicamente a Eichmann y que sac¨® su propio libro en 1990. Siete a?os m¨¢s tarde sali¨®, por ¨²ltimo, la versi¨®n de Zvi Aharoni, que en realidad se llamaba Hermann Arndt, hab¨ªa nacido en Frankfurt (Oder) y fue el que interrog¨® a Eichmann. Gertrudis me dice que no se acuerda del autor pero que lo que m¨¢s le impresion¨® fue la parte en que Eichmann les reza en hebreo a los del Mossad para demostrarles que es un amigo de los jud¨ªos, por lo que me veo en la obligaci¨®n de decirle que eso lo dice Har¡¯el, que no estuvo en el operativo, porque se lo cont¨® Peter Malkin, que inventa la mitad de las cosas, empezando por la fantas¨ªa de que estuvo hablando con Eichmann mientras lo cuidaba, cuando lo cierto es que no ten¨ªan ninguna lengua en com¨²n.
¡ªLamento tener que informarle que eso que recuerda nunca ocurri¨®, lo mismo que varias otras cosas que se relatan en el libro.
¡ªLo de que lo llevaron al ba?o y cada vez que, bueno, que soltaba un gas ped¨ªa perd¨®n, ?tampoco es cierto?
¡ª?A usted qu¨¦ le parece?
¡ªQu¨¦ cosa ¡ªdice, decepcionada de que el libro que se le¨ªa como una novela resultara efectivamente una novela.
Vuelve a preguntarme por la m¨ªa y le hablo del odio visceral de mi padre por Eichmann, de c¨®mo de ese odio naci¨® mi curiosidad y la idea de escribir el libro, aunque m¨¢s no fuera para averiguar qu¨¦ marca de vino hab¨ªa tomado antes de que lo ahorcaran.
¡ªEn ese sentido yo tambi¨¦n cumpl¨ª ¨®rdenes ¡ªme doy cuenta reci¨¦n ahora¡ª. No me puedo hacer responsable del resultado m¨¢s que como c¨®mplice. Lo m¨ªo fue Beihilfe zum Wort.*
¡ª?Sabe alem¨¢n?
Pasando a ese idioma le confieso la culpa y el miedo que siento ante lo que opinar¨¢ mi padre por no haber descrito a Eichmann como el monstruo que pint¨® el fiscal durante el juicio, ni tampoco como el imb¨¦cil que populariz¨® Hanna Arendt, una mujer tan inteligente que para demostrar su desprecio por el villano de su libro no quiso reconocerle ni una pizca de la aptitud humana que ella m¨¢s valoraba. Mucho menos me sali¨® como un robot, o sea un imb¨¦cil en el sentido neutro del t¨¦rmino, aunque sea la tesis del gran Harry Mulisch, que tambi¨¦n estuvo en Jerusal¨¦n.
¡ª?Y c¨®mo lo describe entonces?
¡ªNo s¨¦. Como un mediocre que lleg¨® lejos.
Un tarado bastante vivo. Un acomplejado con sed de venganza. Un antisemita de manual, aunque sin instrucciones de uso. Un sorete que aprendi¨® a disimular su olor. Un fan¨¢tico vencido por el ego¨ªsmo. Un c¨ªnico sentimental. Un valiente de la cobard¨ªa. Un pobre tipo rico en malevolencia. Un asesino t¨ªmido. Un desafortunado al que la suerte acompa?¨® demasiado tiempo.
Me tiembla el ojo izquierdo y me lo calmo con un dedo, fingiendo que es por el humo del cigarrillo. Desde que la novela entr¨® en el tramo final que empec¨¦ a notarme en la cara tics similares a los que ten¨ªa Eichmann.
¡ªPara no saber, son un mont¨®n de definiciones ¡ªme consuela Gertrudis, tomando otro cigarrillo del paquete que dej¨¦ adrede sobre la mesa¡ª. Quiz¨¢ no haya nada que entender.
¡ªNo, no, claro que hay mucho para entender ¡ªme apresuro a rechazar el escepticismo, convencido como estoy de que si el sue?o de la raz¨®n cr¨ªa Eichmanns, su vigilia tiene que poder explic¨¢rnoslos¡ª. El problema es que la comprensi¨®n no es una constante en casos como estos. No es como saber el punto de ebullici¨®n del agua. Tampoco es un progreso bien ordenadito desde la ignorancia hasta la erudici¨®n. Lo veo m¨¢s bien como un vaiv¨¦n. Hay cosas que no entendemos y despu¨¦s entendemos y m¨¢s tarde dejamos de entender otra vez y pasa el tiempo y vuelven a parecernos evidentes, siempre de acuerdo a c¨®mo nos vamos desarrollando nosotros mismos.
¡ªEichmann como un espejo ¡ªdice Gertrudis¡ª. Un espejo negro. Muy simb¨®lico.
¡ªS¨ª, pero cuidado. Los nazis ten¨ªan una obsesi¨®n con la sangre en t¨¦rminos simb¨®licos que termin¨® siendo una obsesi¨®n por la sangre en t¨¦rminos bien concretos.
Se hace un silencio concreto que tiene tambi¨¦n algo de simb¨®lico. Es como si participaran de ¨¦l las voces de Sassen y Eichmann y todo el c¨ªrculo D¨¹rer que de alguna manera siguen flotando entre estas paredes magnetof¨®nicas.
¡ªHablando de cuestiones simb¨®licas ¡ªdigo¡ª, Eichmann le puso a Klement como fecha de nacimiento el 23 de mayo, que fue exactamente el d¨ªa en que Ben-Guri¨®n le anunci¨® al mundo su captura.
¡ªAy, no s¨¦ ¡ªsuspira Gertrudis¡ª. A veces siento que lo mejor ser¨ªa olvidarse un poco de todo eso. Cu¨¦nteme su propia historia.
Entiendo al fin que estoy siendo interrogado, recuerdo que vine ac¨¢ siguiendo la misma ruta que debe haber seguido Eichmann en su momento y siento que debo hacer algo para salir de esta trampa en la que me he metido solito. Sin embargo, hablo.
Le cuento a Gertrudis que tambi¨¦n mi familia lleg¨® a este pa¨ªs desde Alemania, aunque en su caso huyendo de los que luego tuvieron que huir, la mayor¨ªa a priori y una, la Oma Ella, a posteriori. Para hacer m¨¢s dram¨¢tico mi relato, me limito a la historia de la Oma, resaltando que lleg¨® a este lado del mundo el mismo a?o que Sassen.
¡ªUna de las curiosidades de la historia de mi abuela es que sigui¨® trabajando de enfermera en el hospital jud¨ªo de Hamburgo hasta bien entrada la guerra y renunci¨® a su puesto cuando un paciente le cont¨® que hab¨ªa o¨ªdo que su madre ciega estaba en Theresienstadt. Con uno de los ¨²ltimos trenes que salieron de esa ciudad, cargado con los jud¨ªos condecorados de la Primera Guerra Mundial que hasta entonces hab¨ªan quedado eximidos, la Oma se autodeport¨®, cumpliendo con su deber de hija a un extremo que hubiera dejado sorprendido al propio rey del cumplimiento del deber.
En el geri¨¢trico, como llamaban los nazis a ese gueto, se encontr¨® efectivamente con su mam¨¢ y se dedic¨® a cuidarla, lo mismo que a sus nuevos pacientes como enfermera. Hasta que lleg¨® el d¨ªa en que a la madre le toc¨® el turno de ser deportada a Auschwitz.
¡ªSeg¨²n me cont¨® la Oma, fue a ver al rabino Beck, jefe espiritual de la ciudadela, y le pregunt¨® qu¨¦ deb¨ªa hacer, porque todo el mundo sab¨ªa que Auschwitz era la muerte. ?Vas a sobrevivir?, me dijo la Oma que le dijo Beck, un vaticinio que se hubiera cumplido incluso si no sobreviv¨ªa, porque nadie se hubiera enterado nunca de que le hab¨ªa dicho esa barbaridad.
Volvi¨® entonces a subirse a un Transport por voluntad propia, la petisa de veintipocos a?os que hab¨ªa tenido que huir de su pueblo natal porque los vecinos les hac¨ªan la vida imposible y cuya hermana ya hab¨ªa sido deportada y exterminada despu¨¦s de que se la llevaran de la casa de una t¨ªa casada con un alem¨¢n (tambi¨¦n mi abuela dec¨ªa ?alem¨¢n? para referirse a los alemanes no jud¨ªos). Una vez que llegaron a Auschwitz, Mengele en persona, seg¨²n su recuerdo (y por qu¨¦ quitarle el modesto consuelo de haber sido v¨ªctima no de un asesino cualquiera sino de uno de renombre mundial), Mengele la separ¨® de su madre, y cuando ella quiso seguirla incluso a la c¨¢mara de gas, le dio una patada en la cara que se la desfigur¨® para siempre. No se la pudo hacer curar, porque sab¨ªa que si iba a la enfermer¨ªa le daban una inyecci¨®n de la que no se volv¨ªa. A favor de la veracidad de su recuerdo, hay que decir que el experimento forzoso de ver cu¨¢nto demora en sanar por s¨ª sola una herida de ese tipo solo podr¨ªa haber sido perge?ado por el perverso que seg¨²n ella la provoc¨®.
La Oma lleg¨® tan tarde a Auschwitz que no le tatuaron el cl¨¢sico n¨²mero en el brazo, pero a cambio no se perdi¨® de participar de la evacuaci¨®n a pie, una de las tantas marchas de la muerte que ella ¡ªpara contento de Eichmann y de todos los que creen que el nombre de esas marchas es propaganda mosaica¡ª tuvo la fortuna de sobrevivir. Su ¨²ltimo trabajo no remunerado fue apilar cad¨¢veres en el campo de concentraci¨®n de BergenBelsen, hasta que las fuerzas no le dieron para m¨¢s y se tir¨® ella misma en la pila a dejarse morir. Siempre quise saber el nombre del soldado norteamericano que se dio cuenta de que a¨²n respiraba y la salv¨®.
¡ªEsa es la historia de mi abuela ¡ªconcluyo, pensando que en realidad es la m¨ªa, porque ahora soy el que la cuenta¡ª. Del escritorio de Eichmann sali¨® dos veces la orden para deportar a mi bisabuela y mi abuela la sigui¨® por propia voluntad, para contrarrestar esas ¨®rdenes. Y para que yo pueda sentarme hoy ac¨¢ a relatar lo que realmente pas¨®, que fue muy distinto a lo que cont¨® Eichmann en este mismo lugar. Dicen que el que r¨ªe ¨²ltimo r¨ªe mejor, pero callan que lo mismo le pasa al que llora.
Me pongo de pie, respirando hondo un aire purificado por la presencia casi f¨ªsica de mi abuela, como si su peque?o cuerpo hubiera sobrevivido incluso a su propia muerte, que ocurri¨® en paz y de puro vieja, y ahora poblara este recinto junto a su enorme esp¨ªritu inmortal. Me siento un cham¨¢n que ha sido convocado para espantar a los malos esp¨ªritus de una casa: nadie merece vivir entre nazis, ni siquiera una posible nazi. Solo me averg¨¹enza tener que secarme la cara, no ser fuerte como la Oma, a la que jam¨¢s le vi derramar una l¨¢grima por lo que le toc¨® vivir.
¡ªBueno, pero al final ¡ªme sonr¨ªe Gertrudis, ya de pie, intentando descomprimir la situaci¨®n, aunque renuente a avanzar hacia la puerta, como un invitado que no se quiere ir¡ª ?averigu¨® lo del vino que quer¨ªa saber su padre?
¡ªParece ser que se tom¨® media botella de un tinto seco israel¨ª, de la bodega Carmel, propiedad de la familia Rothschild. ¡ªRepito informaci¨®n marca Malkin encontrada en la web, a modo de agradecimiento por la hospitalidad¡ª. La misma familia, incidentalmente, due?a del palacio vien¨¦s que los nazis usurparon para instalar la Oficina Central de Emigraci¨®n Jud¨ªa, comandada por Eichmann.
¡ªIgual lo que a m¨ª me gustar¨ªa saber es si alguien se atrevi¨® a tomar lo que qued¨® en la botella.
Me paro junto a la puerta, a la que fui yo el que la acompa?¨® a ella m¨¢s que al rev¨¦s. Su duda parece ganarle en intrascendencia a la de mi padre, pero en el fondo es bastante simb¨®lica. As¨ª que le contesto concretamente que eso tambi¨¦n lo averig¨¹¨¦ y que el resto de la botella se la tom¨® mi abuela, del pico, a nuestra salud.
'El desafortunado'
Autor: Ariel Magnus
Editorial: Seix Barral. 2020
Formato: Tapa blanda o bolsillo
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