La libertad lleg¨® con las guitarras el¨¦ctricas
El famoso concierto de los Rolling Stones en el estadio Vicente Calder¨®n en 1982 fue una fiesta social con las gradas abarrotadas de la mejor carne mortal de la clase media madrile?a
En el oto?o de 2012, el avi¨®n 737 que nos llevaba en un vuelo ch¨¢rter privado por varios pa¨ªses de ?frica, por Zambia, Zimbabue, Kenia, Ruanda, era el mismo que en su d¨ªa usaban en sus giras los Rolling Stones, con el fuselaje pintado de rojo y negro. El morro del aparato se hab¨ªa convertido en un lujoso sal¨®n extremadamente confortable; llevado por la mitoman¨ªa me cre¨ª un privilegiado por el hecho de aposentar el trasero en los mismos sof¨¢s abatibles donde en su tiempo ir¨ªan repantingados con la farlopa brot¨¢ndoles por las napias sus Majestades Sat¨¢nicas Mick Jagger, Charlie Watts, Keith Richards, Ronnie Wood y Brian Jones. El avi¨®n se ve¨ªa ya muy fatigado, pero al despegar todav¨ªa sonaba con fuerza Satisfaction, la canci¨®n m¨¢s emblem¨¢tica del grupo. En aquel viaje por ?frica imagin¨¦ que este mismo aparato fue el que trajo a los Rolling Stones a Madrid en el famoso concierto que se celebr¨® en 1982 en el estadio Vicente Calder¨®n.
En julio de 1965, cuando Franco a¨²n tiraba con buen pulso a toda clase de perdices rojas, hab¨ªan llegado a Madrid los Beatles, que hoy nos parecen unos seres angelicales, con su melena de paje y chalecos de terciopelo. Sus fans fueron los primeros adolescentes espa?oles que aprendieron a agitar un bosque de brazos al pie del escenario y a gritar ara?¨¢ndose las mejillas. Otra cosa muy distinta eran los salvajes australianos de AC/DC que incendiaron el pabell¨®n del Real Madrid. Las mesnadas de b¨²falos de cuero duro a caballo de motos trucadas y chicas poligoneras con la minifalda vaquera llena de chinchetas sub¨ªan desde el sur de la ciudad aquella g¨¦lida noche de enero de 1981 cuando la banda borracha de Tejero se preparaba para asaltar el Congreso de los Diputados. En cambio, el concierto de los Rolling, la tarde del 7 de julio del 82, con los socialistas a punto de llegar al Gobierno, fue una fiesta social con las gradas abarrotadas de la mejor carne mortal de la clase media madrile?a. Hacia el estadio del Manzanares bajo un calor inmisericorde y una humedad de cafetal, que amenazaba tormenta, uno avanzaba entre la multitud como si llevara dos huevos escalfados en el pescuezo. La tormenta acab¨® por reventar en medio el concierto, cuyos truenos y centellas seguidos de aguacero dejaron en poca cosa las violentas descargas del bater¨ªa Charlie Watts y de todas las guitarras el¨¦ctricas y gritos de Mick Jagger.
A las cinco de la tarde, grandes bandadas con merienda en la tartera, con gorros, pegatinas, escarapelas de colores, los poros abiertos sudando pasta solar, avanzaban con el ment¨®n aproado sobre el cogote de enfrente por el asfalto reblandecido. En el caldo del Manzanares herv¨ªan los mosquitos bajo las pasarelas, entre ambulancias, cordones de polic¨ªa con metralleta y gorilas con bates de b¨¦isbol. M¨¢s buscada que la marihuana y la coca¨ªna era el agua, aunque fuera de la cisterna de los lavabos. En las gradas se o¨ªan voces de bomb¨®n helado, refrescos de naranja y lim¨®n, caramelos de menta y pipas de girasol para escupir contra la nuca de abajo; los terribles gorilas, con una sonrisa de amor, arrojaban cubos de agua sobre la agostada multitud y del tinglado del escenario colgaban telones ingenuos con dibujos de instrumentos musicales de juguete y haces de globos para soltarlos en el instante de la apoteosis.
El p¨²blico lo constitu¨ªa una fusi¨®n de distintas edades e ideolog¨ªas, todos a la espera de que sonara el primer ca?onazo para comenzar a gritar; de hecho en la grada hab¨ªa punkis entreverados con madres de familia numerosa, que ten¨ªan ya a dos v¨¢stagos colocados en la Administraci¨®n del Estado y el marido subsecretario, y que habiendo llegado tarde a la modernidad pugnaban por agarrarse en sue?os al paquete de Mick Jagger para volar. Una de aquellas mujeres encontr¨® all¨ª a una amiga del aperitivo de Serrano. ¨DCuqui, cielo, ?qu¨¦ haces aqu¨ª?. ¨DYa ves. Roberto est¨¢ en el palco con la ministra. Me ha tra¨ªdo el mec¨¢nico. ?Con qui¨¦n has venido?. ¨DCon los hijos. Los he perdido por ah¨ª. Lo mismo est¨¢n fumando porros, los muy tunantes. ¨DHija, qu¨¦ cosas dices.
Algunas damas ilustres jugaban a engarzarse una pluma de pato en la oreja; un director general le hab¨ªa pedido a su hijo los vaqueros cortados, las zapatillas de deporte y el chaleco con muchas cremalleras. En los despachos de los ministerios, en los probadores de las boutiques de Vel¨¢zquez, en el t¨¦ de Embassy, no se hablaba de otra cosa. Hab¨ªan llegado los Rolling Stones. No hab¨ªa que perderse ese espect¨¢culo. En algunos consejos de administraci¨®n, despu¨¦s de hablar de lignitos, saldos de cuentas y reservas de capital, tambi¨¦n alg¨²n presidente sacaba el librillo de papel de fumar y se pon¨ªa a calentar la china con el Dupont de oro macizo. ¨DHan llegado los Rolling. ?Le apetece a usted un canuto?¨D le dec¨ªa al consejero delegado.
La muerte del bater¨ªa Charlie Watts, a los 80 a?os, quien en medio del rock violento de los Rolling lograba colar el l¨¢bil lenguaje del jazz, me ha llevado a la memoria aquel concierto que, junto con el de los Beatles y el de los AC/DC, acab¨® por traer definitivamente la libertad a Madrid.
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