Lea las primeras p¨¢ginas de ¡®1794¡¯, de Niklas Natt Och Dag
La continuaci¨®n de '1793', emocionante simbiosis entre novela hist¨®rica y novela negra y una de las mejores del g¨¦nero en 2020, lleg¨® la semana pasada a las librer¨ªas. Aqu¨ª pueden disfrutar de un inicio que promete
PRIMERA PARTE
La tumba de los vivos
Invierno de 1794
?Qu¨¦ lindes detienen a quien al crimen se entrega,
a quien grita siempre: s¨®lo al cielo le doy cuenta?
?Qui¨¦n aparta su brazo del crimen que persigue
si no hay un cielo que lo juzgue y lo castigue?
Isak Reinhold Blom, 1794
Corre el mes de enero del nuevo a?o de 1794.
Esta ma?ana han venido a importunarme a mi habitaci¨®n. Me sacaron de la cama y me pidieron que me vistiera, pues se estrenaba el A?o Nuevo. La mugre y los bichos ya hab¨ªan campado a sus anchas durante tiempo suficiente y ahora tocaba ahumar el aire viciado con le?a menuda y rociar los suelos con agua y vinagre. Adormilado a¨²n, me at¨¦ los pantalones, me ajust¨¦ las botas y me puse el abrigo sobre unos hombros que han adelgazado tanto que la tela cuelga con holgura. Baj¨¦ las escaleras y sal¨ª a la calle por primera vez en lo que podr¨ªan ser semanas, a la luz de un d¨ªa que mi estrecha ventana hab¨ªa reducido hasta hoy a una mera esquirla del exterior.
Los tilos del jard¨ªn llevan meses despojados de sus hojas, pero la deuda que hab¨ªa dejado el oto?o la ha saldado ya el invierno con las primeras nevadas. Las ramas estaban ataviadas con ropajes cuyas colas cubr¨ªan el suelo hasta donde alcanzaba la vista. El sol brillaba y sus rayos destellaban en la blancura con una intensidad que dejaba lugar a otros colores. Me deslumbr¨® tanto que me vi obligado a cubrirme los ojos. Otros enfermos se api?aban en el hueco de la escalera o esperaban tambaleantes sobre la nieve, maldiciendo entre dientes al notar que sus zapatos iban llen¨¢ndose poco a poco de humedad y de fr¨ªo. No me apetec¨ªa soportar la compa?¨ªa de ninguno de ellos, as¨ª que me alej¨¦ y tom¨¦ el camino que va hasta la orilla del mar, donde la escarcha impoluta me promet¨ªa una dulce soledad. El agua somera se hab¨ªa helado y formaba una especie de paseo a lo largo de la costa, s¨®lo m¨¢s all¨¢ pod¨ªa verse el agua correr y agitarse. El aire mord¨ªa, pero los rayos del sol resultaban de lo m¨¢s reconfortantes y, aunque a¨²n no me sent¨ªa recuperado del todo, decid¨ª dar un paseo por el hielo, que sin duda es, a estas alturas, tan grueso que llega hasta el fondo marino.
A lo lejos, a mano izquierda, las casas de la calle Skeppsbron semejaban una hilera de dientes amarillos por delante de las puntiagudas agujas de las iglesias y, m¨¢s all¨¢, se alzaba la agazapada mole del Palacio Real. En un intento por no llamar la atenci¨®n de esa suerte de depredador adormecido, volv¨ª la mirada hacia el camino por el que ven¨ªa y pude ver el valle en su totalidad de una forma habitualmente reservada a los navegantes.
La ciudad le ha vuelto la espalda a esta zona, llamada Danviken, y da la impresi¨®n de que el tiempo haya hecho lo mismo: aqu¨ª, los d¨ªas son cortos y las noches largas. Dos colinas recortan la b¨®veda celeste a ambos lados y cubren de nieve la trayectoria del sol, como sabe la mayor¨ªa de los que comparten el hospital conmigo. Muchos de ellos no sufren m¨¢s dolencia que la vejez: sus hijos e hijas les han preparado aqu¨ª un sitio para asegurarles una asistencia adecuada durante sus ¨²ltimos a?os, pero nunca parecen encontrar un momento para venir a visitar a los ancianos, que no tardan en volver a la infancia debido a la desatenci¨®n.
Un poco m¨¢s all¨¢, siguiendo el curso del agua en direcci¨®n a Finnboda, se alza el manicomio. Desde donde yo estaba se pod¨ªan contar siete plantas dispuestas de forma escalonada en la colina, como si el edificio fuera una gran escalera destinada a un gigante. El manicomio es una fuente constante de cotilleos en los pasillos del hospital: se dice que el n¨²mero de locos residentes supera con creces los que deber¨ªa albergar. Muchas de las ventanas est¨¢n tapiadas con tablas de madera, otras tienen barrotes. Cuando me acerqu¨¦ un poco m¨¢s, me pareci¨® o¨ªr una reverberaci¨®n que proven¨ªa del interior, una especie de zumbido ap¨¢tico que despert¨® mi curiosidad y me transport¨® de repente a los d¨ªas de mi ni?ez, cuando un rumor parecido me empujaba inevitablemente a acercarme con sigilo a las colmenas hasta que, con el tiempo, aprend¨ª a relacionarlo con la amenaza de afilados aguijones. Supongo que, en este caso, el sonido proviene de los locos: es el zumbido de su demencia impotente, hacinada en estancias demasiado peque?as. De vez en cuando llegan calesas con gente de bien procedente de la ciudad que, tras dar unas cuantas monedas a los vigilantes, disfrutan de una visita a las instalaciones, horroriz¨¢ndose y divirti¨¦ndose a partes iguales con las diabluras de los dementes. Los pacientes del hospital a los que a¨²n les quedan ¨¢nimos para dedicarse a algo as¨ª observan con atenci¨®n a los visitantes que salen, y sonr¨ªen con malicia cuando los ven con el rostro demudado por lo que acaban de presenciar.
Empujado por razones que no puedo explicar con certeza, decid¨ª dirigirme hacia all¨ª. De color amarillo pus, como una llaga ulcerosa, el manicomio ocupa el lugar de una antigua mina de sal separada en su d¨ªa de cualquier otra edificaci¨®n debido a sus vapores impuros y, actualmente, por los hu¨¦spedes que alberga. En la entrada me encontr¨¦ con una inscripci¨®n en la que se le¨ªan unas palabras que se grabaron en mi memoria: ?Una deplorable ambici¨®n, un amor infeliz ha engendrado a los habitantes de esta casa. Quien esto lee ?con¨®zcase a s¨ª mismo!? ?Acaso estas angulosas palabras talladas en la piedra no podr¨ªan ir perfectamente destinadas a m¨ª?
Nadie me impidi¨® el paso y descubr¨ª que el gran port¨®n no estaba cerrado con llave. En cuanto lo entreabr¨ª brot¨® un chorro de ruidos mezclados, esos que poco antes s¨®lo hab¨ªa podido identificar como un zumbido. Ahora, en cambio, pod¨ªa distinguir muchas voces, parloteos, quejidos, aullidos y risitas... En el vest¨ªbulo, la luz era escasa y tard¨¦ un rato en distinguir a un hombrecillo que permanec¨ªa completamente inm¨®vil, como si hubiese estado aguardando mi llegada. Lo salud¨¦ con una leve inclinaci¨®n de cabeza y ¨¦l se dirigi¨® hacia m¨ª con pasos ¨¢vidos. Ten¨ªa una mirada intensa y sus ojos revelaban una curiosidad burlona; su voz era suave y gr¨¢cil.
¡ª ?Bienvenido! Ha llegado usted justo a la hora acordada, lo felicito por su puntualidad.
Yo no sab¨ªa de qu¨¦ hablaba, y sin duda la expresi¨®n de mi rostro debi¨® de delatar mi desconcierto, pero ¨¦l continu¨® como si nada y, con una gentil reverencia, me se?al¨® la escalera.
¡ª Si es tan amable de seguirme, le mostrar¨¦ las dependencias.
Al no poder negar que era la curiosidad la que me hab¨ªa llevado hasta all¨ª, me pareci¨® que lo m¨¢s adecuado era hacer lo que el hombre me suger¨ªa ¡ª aunque estaba claro que me hab¨ªa confundido con otra persona¡ª , as¨ª que lo segu¨ª hasta un patio interior rodeado por cuatro paredes que, de tan altas, parec¨ªan buscar el cielo. Las esquinas del patio estaban llenas de suciedad y escombros, probablemente lanzados desde las ventanas de las distintas plantas que no estaban tapiadas con listones de madera, casi todas con los cristales rotos. En un rinc¨®n hab¨ªa un grupo de locos con camisas sucias que se mec¨ªan babeantes y con el rostro desencajado. Mi gu¨ªa se dio cuenta de que los miraba e hizo un gesto de desd¨¦n con la mano.
¡ª No les haga caso: son como ganado con forma humana, y no arman demasiado alboroto a menos que se los asuste. Tengo pacientes mucho m¨¢s interesantes que mostrar, acomp¨¢?eme, acomp¨¢?eme.
Un par de escalones nos permitieron abandonar el patio por el lado contrario y, tras haber ascendido otro poco, mi anfitri¨®n se detuvo junto a una puerta que daba a un pasillo, se aclar¨® la garganta e inici¨® un breve discurso.
¡ª En un principio, dispon¨ªamos aqu¨ª de veintisiete celdas, cada una de ellas pensada para albergar a un loco con cierta comodidad. No s¨¦ c¨®mo ve usted el mundo, caballero, pero en mi opini¨®n no es de sorprender que la demanda se mostrara enseguida mucho m¨¢s elevada de lo previsto: la ciudad desprovee a las personas de su raz¨®n y los locos nos llegan en un flujo sin fin.
Entonces desatranc¨® el pestillo que bloqueaba la puerta, se hizo a un lado y me invit¨® a pasar. A los lados del largo pasillo que se abri¨® ante m¨ª hab¨ªa sendas hileras de pesadas puertas de las que brotaba un estruendo ensordecedor: los bramidos y pla?idos se mezclaban con el ruido de las manos al rascar las paredes y con los golpes de pu?os y muebles contra las puertas.
¡ª Falta poco para la hora de comer. Puede que hayan perdido el juicio, pero sus est¨®magos no tienen ning¨²n problema y el hambre los ayuda a calcular el paso del tiempo. ¡ª Avanzaba por el pasillo haciendo un alto de vez en cuando para se?alar alg¨²n que otro detalle interesante¡ª . Como puede usted comprobar, disponemos de puertas reforzadas, y la mayor¨ªa de las celdas cuentan tambi¨¦n con una puerta interior a¨²n mejor preparada para resistir los embates. Muchos de estos locos est¨¢n tan alienados que no podemos siquiera dejarlos salir, de ah¨ª que contemos con estas trampillas a trav¨¦s de las cuales se pueden vaciar los orinales sin que nadie tenga que entrar en la celda. Por desgracia, no todos est¨¢n capacitados para aprovechar esa ventaja, de ah¨ª el hedor resultante. Observe que incluso las estufas se proveen de le?a desde el pasillo, aunque s¨®lo podemos encenderlas durante las noches en las que el fr¨ªo aprieta con m¨¢s virulencia porque nuestros recursos son escasos. En este sentido, el hacinamiento ha resultado tener un lado positivo, ya que nos permite mantener las estancias a una temperatura razonable. ?Le gustar¨ªa mirar?
En ese punto, y llev¨¢ndose un dedo a los labios para indicarme que no hiciera ruido, mi acompa?ante abri¨® con cuidado una de las trampillas. Estaba a la altura de los ojos de una persona de estatura promedio, pero ¨¦l tuvo que ponerse de puntillas. Tras echar una ojeada al interior de la celda, sonri¨® y me indic¨® con la mano que me acercara. Mis ojos necesitaron unos segundos para adaptarse a la oscuridad de la celda donde un hombre semidesnudo estaba ensimismado en un lerdo balanceo al comp¨¢s del tintinear de los eslabones de la cadena que manten¨ªa uno de sus tobillos sujetos a la pared. Junto a ¨¦l, amarrados a las otras paredes, hab¨ªa otros tres, sentados sobre montones de paja, y cuando vi que los cuatro estaban sob¨¢ndose los miembros erectos con las manos sucias y brillosas, me apart¨¦ de golpe movido por la repulsi¨®n.
Mi acompa?ante me invit¨® entonces a seguir caminando y me llev¨® hasta las estancias del fondo.
¡ª Aqu¨ª tenemos las c¨¢maras oscuras, por el momento reservadas a un triste grupo de internos: aquellos en los que el mal franc¨¦s ha avanzado tanto que el remedio del mercurio resulta ya in¨²til. No se puede ver nada ah¨ª dentro, as¨ª que lamento no poder mostr¨¢rselo; aun as¨ª, tampoco es que sea muy interesante: s¨®lo ver¨ªa narices sin tabique y otros estragos de la enfermedad, aunque sus ataques de c¨®lera son dignos de observar cuando se sienten inspirados. Por lo dem¨¢s, se han quedado todos sin palabras, literalmente hablando, pues los ¨¢pices de sus lenguas han sufrido la corrosi¨®n de la plaga.
A esas alturas, me invad¨ªa un creciente malestar y una implacable pulsi¨®n de abandonar aquel lugar dejado de la mano de Dios y regresar a la yerma playa que, de pronto, se me antojaba m¨¢s envidiable que el mism¨ªsimo para¨ªso. Sin embargo, mi gu¨ªa no hizo adem¨¢n alguno de moverse y se mantuvo quieto ante m¨ª, como a la espera de una pregunta que finalmente decid¨ª formularle.
¡ª ?Qu¨¦ clase de curas se les brindan a estos desgraciados?
El hombrecillo asinti¨® fervorosamente con la cabeza, como si hubiese estado esperando el momento de cont¨¢rmelo.
¡ª Tal como declara la ciencia, la locura se origina cuando el sano juicio se ve suspendido por circunstancias externas o internas, y sabemos que s¨®lo puede recuperarse si el enfermo recibe un choque igual de rotundo que el que lo ha hecho perder la raz¨®n, por eso contamos con una manguera de cuero que puede arrojar un chorro repentino de agua fr¨ªa en las celdas. Antes se les sol¨ªa inocular la sarna con la esperanza de que los picores triunfaran sobre la locura, pero ahora ya est¨¢ en las paredes, por lo que los internos se contagian sin necesidad de nuestra ayuda... Desde luego, tenemos otros m¨¦todos, pero creo que podemos dejarlo aqu¨ª por esta ocasi¨®n.
Es posible que esto ¨²ltimo lo improvisara tras verme buscar apoyo en la pared por miedo a sufrir un desmayo.
Por fin se dio la vuelta para mostrarme el camino de salida, pero cuando volvimos a pasar por delante de la celda de los cuatro hombres, not¨¦ de pronto su mano en mi hombro.
¡ª Veo que me he dejado la trampilla abierta, pero ya va bien as¨ª, pues hay una ¨²ltima cosa que me gustar¨ªa mostrarle. ¡ª Entonces hizo que me acercara de nuevo a la puerta, donde segu¨ªa desarroll¨¢ndose la misma escena de antes¡ª . ?Ve usted aquel rinc¨®n de all¨ª, al fondo, donde algunos de los caballeros han hecho sus necesidades porque el orinal estaba lleno a rebosar? ¡ª Acerc¨® la boca a mi oreja y su voz se redujo a un leve susurro¡ª . Es el sitio que hemos guardado para usted: pronto ser¨¢ ingresado, ?lo estaremos esperando!
En ese punto me ech¨¦ hacia atr¨¢s y pude ver que su boca se hab¨ªa retorcido en una sonrisa de escarnio que dejaba a la vista unos dientes tan escasos como afilados.
¡ª Es usted tan joven y hermoso... de cuerpo delgado y piel de alabastro: sus compa?eros de celda estar¨¢n encantados de acogerlo, eso puedo asegur¨¢rselo.
¡ª ?Qui¨¦n... qui¨¦n es usted? ¡ª pregunt¨¦ desconcertado.
?l entorn¨® los ojos para mirarme con malicia.
¡ª Pues eso cambia seg¨²n el d¨ªa: ayer era el mism¨ªsimo Carlos XII, perdido en los recuerdos felices de cuando conduje a mis muchachos entre las nevadas ramas de los abetos de la Mazuria polaca, donde, para nuestro gran gozo, nos dedicamos a matar beb¨¦s con los tacones de las botas delante de sus padres. ?bamos camino de la masacre de Poltava, as¨ª que, si hubiera venido ayer, podr¨ªa haber o¨ªdo la bala de plomo que resonaba en el interior de mi cr¨¢neo cada vez que sacud¨ªa la cabeza. ?Hoy? Hoy mis nombres son m¨¢s de los que nadie puede contar: me han llamado el Adversario, el Maligno, Belceb¨², Belial, Pedro Botero... t¨² puedes llamarme simplemente Satan¨¢s. Te estamos esperando: sabes mejor que nadie que aqu¨ª es donde deber¨ªas estar. No s¨¦ qu¨¦ clase de r¨¦plica le habr¨ªa soltado si no nos hubi¨¦semos visto interrumpidos por una voz ajena que se alz¨® por encima del alboroto de las celdas.
¡ª ?Tomas, sabes bien que no tienes nada que hacer por aqu¨ª! Te hemos repetido mil veces que no te tomes licencias s¨®lo porque en ocasiones te dejemos tomar el aire. ?Vuelve a tu celda inmediatamente!
Un hombre m¨¢s bajito a¨²n que mi acompa?ante y enfundado en una chaqueta sucia acababa de plantarse en la puerta del extremo del pasillo y se dirig¨ªa hacia nosotros a paso ligero. Mi improvisado gu¨ªa se acerc¨® un poco m¨¢s mir¨¢ndome con ojos ladinos.
¡ª Me despedir¨¦ con un acertijo. A menudo se dice que estoy limitado a mi reino infernal, encerrado en el infierno, ?c¨®mo puedo entonces hallarme aqu¨ª, entre personas de carne y hueso? Las pistas est¨¢n en todas partes: recuerde todo lo que ha visto y tenga mucho cuidado cuando vuelva al mundo.
En ese momento el otro hombre, que seguramente pertenec¨ªa al personal del manicomio, lleg¨® a nuestra altura, cogi¨® al tal Tomas del brazo y, con el ancho rostro ba?ado en sudor, procur¨® llev¨¢rselo a rastras por el pasillo. Al ver que el loco se resist¨ªa, lo agarr¨® por las solapas con una mano y con la otra le dio una serie de bofetadas hasta que la sangre de la nariz y las l¨¢grimas empezaron a mezclarse en un mismo reguero que ca¨ªa por su barbilla. Tomas empez¨® a sollozar, resignado y moment¨¢neamente doblegado; entonces, su celador me lanz¨® una mirada avergonzada.
¡ª A veces no cerramos con llave la puerta de su habitaci¨®n y ¨¦l sale a dar vueltas de reconocimiento por el manicomio o incluso baja hasta el hospital. Somos s¨®lo dos los que nos encargamos del cuidado de los locos, as¨ª que le estar¨ªa sumamente agradecido si pudiera guardar en secreto este incidente. Espero que Tomas no lo haya importunado, tiene unas ocurrencias de lo m¨¢s singulares.
Aliviado al haberse resuelto el malentendido, aunque afectado por lo que me hab¨ªa dicho Tomas, volv¨ª a salir al patio y pas¨¦ junto a los locos ap¨¢ticos, que se mec¨ªan al pie de las paredes como buscando su calor. Cuando por fin sal¨ª del recinto, me qued¨¦ un momento de pie contemplando aquella tumba para vivos y de pronto fue como si el mundo afinara sus cuerdas tomando como referencia mi estado mental y an¨ªmico. Not¨¦ un cambio en la luz del d¨ªa, pese a que no hab¨ªa ni una nube en el cielo. Alc¨¦ la vista con los ojos entornados y lo que vi me llen¨® de espanto, pues era como si una bestia desconocida le hubiese dado un mordisco al mism¨ªsimo sol, que parec¨ªa una rebanada de pan a la que se le han hincado los dientes. Apenas pude contener un alarido de p¨¢nico y mis rodillas empezaron a flaquear. Presa del terror m¨¢s profundo, me qued¨¦ un buen rato hecho un ovillo y temblando entre la nieve, hasta que me atrev¨ª a abrir de nuevo los ojos para comprobar que la luz hab¨ªa vuelto. Hab¨ªa sido un eclipse, nada m¨¢s, tal como mi preceptor trat¨® en su d¨ªa de inculcarme con tanto esfuerzo: la interposici¨®n de la luna entre el sol y la tierra, en este caso en un ¨¢ngulo que hizo que no ocultara del todo el disco solar. Probablemente, aquello no dur¨® m¨¢s que unos pocos minutos.
Desanduve el camino a toda prisa siguiendo mis propias huellas. Finalmente, cerr¨¦ la puerta de mi habitaci¨®n tras de m¨ª, me acurruqu¨¦ sobre mi austera cama y me cubr¨ª la cabeza con la manta. Hab¨ªa cometido un error al salir, un error que no volver¨¦ a cometer ni aunque intenten obligarme ahum¨¢ndome con ramas encendidas. Me han pedido que tenga paciencia y me han asegurado que tarde o temprano hallar¨¢n la cura para el mal que padezco. Mientras tanto, debo mantenerme calmado y evitar la compa?¨ªa de otras personas. Puede que Tomas fuera un loco, pero me ha hecho recordar mi verg¨¹enza, la fechor¨ªa que comet¨ª y que los ojos de mi pr¨®jimo me traen siempre a la memoria con gran dolor de mi parte. De aqu¨ª en adelante, debo resignarme a pasar las horas de luz como sumido en un letargo.
En ocasiones nos proporcionan tintura tebaica, que adormece el cuerpo y la mente, alivia la angustia y los achaques y, en mi caso, me permite sobrellevar el d¨ªa inmerso en una nube en la que dif¨ªcilmente puedo reconocer ni siquiera al visitante m¨¢s obstinado. Por desgracia, me toca compartir con muchas otras personas estas costosas gotas diluidas en agua y sazonadas con az¨²car o miel, y a menudo las reservas se agotan. (En todo caso, somos afortunados, pues he o¨ªdo decir que el hospital dispone tambi¨¦n de las dosis que en realidad le corresponden al manicomio.) He decidido fingir: los d¨ªas en que no me ofrezcan gotas me mecer¨¦ hacia delante y hacia atr¨¢s, o me abrazar¨¦ el cuerpo, tararear¨¦ una melod¨ªa mon¨®tona y clavar¨¦ la mirada en el vac¨ªo hasta que la paciencia de mis visitantes se agote y me dejen de nuevo en paz para que pueda recrearme en mi culpa. A esto me dedicar¨¦ hasta que llegue el atardecer y la noche, momento en que, finalmente, podr¨¦ dedicarme a escribir sin que nadie me vea.
Mi benefactor me ha pedido que escriba para no olvidar los detalles de los lamentables acontecimientos que me han empujado a este deplorable estado, y puede que tambi¨¦n para reconciliarme con las acciones que me han tra¨ªdo a esta yerma orilla del B¨¢ltico y al hospital de Danviken. Se me ha dicho que no soy due?o de mis propios sentidos, pero que quiz¨¢ mi situaci¨®n tenga remedio; que no deber¨ªa culparme por algo que, m¨¢s que un crimen, fue un capricho de la naturaleza. No obstante, albergo m¨¢s bien pocas esperanzas.
En mi cabeza hay una tormenta desatada y en mi pecho, un vac¨ªo. Alzo las manos ante m¨ª: son rojas y no es posible lavarlas, son las herramientas de un asesino.
Toda mi vida hab¨ªa carecido de amor, as¨ª que nunca imagin¨¦ c¨®mo ser¨ªa cuando llegara: hermoso pero terrible, una fiebre en la sangre, un d¨¦spota vestido de fiesta. Y tampoco imagin¨¦ lo bajo que me har¨ªa caer, como quien se despe?a en un ca?¨®n oscuro del que no es posible volver a salir jam¨¢s. Si me fuera concedido un deseo, ser¨ªa el siguiente: no haber amado jam¨¢s. La ausencia de amor tambi¨¦n nos habr¨ªa ahorrado todo esto: yo no estar¨ªa entre estas dos colinas dejadas de la mano de Dios y ella no estar¨ªa... Bueno, ya es suficiente: dejemos descansar la pluma. A¨²n no estoy preparado para escribir sobre el final de esta historia, y el principio tendr¨¢ que bastar por esta noche.
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