La cantante de 337 a?os revela su secreto en Berl¨ªn

El azar ha querido que, en apenas un par de semanas, se hayan estrenado en los dos teatros estatales de ¨®pera m¨¢s importantes de Alemania, los de M¨²nich y Berl¨ªn, sendas nuevas producciones de dos ¨®peras de Leo? Jan¨¢?ek que, bajo su apariencia tan distinta, guardan numerosas semejanzas entre s¨ª. No son tampoco dos obras cualesquiera, sino las ¨²ltimas piezas esc¨¦nicas que vio representadas en vida el compositor checo, ya que ...

El azar ha querido que, en apenas un par de semanas, se hayan estrenado en los dos teatros estatales de ¨®pera m¨¢s importantes de Alemania, los de M¨²nich y Berl¨ªn, sendas nuevas producciones de dos ¨®peras de Leo? Jan¨¢?ek que, bajo su apariencia tan distinta, guardan numerosas semejanzas entre s¨ª. No son tampoco dos obras cualesquiera, sino las ¨²ltimas piezas esc¨¦nicas que vio representadas en vida el compositor checo, ya que Desde la casa de los muertos se estren¨® p¨®stumamente en Brno en 1930, dos a?os despu¨¦s de su muerte. Y fueron justamente la vejez, el fin de la vida, los temas que atrajeron al anciano Jan¨¢?ek en su propia recta final como ser humano y como creador, que inici¨® su carrera como un compositor impersonal, intrascendente casi, y que se transfigur¨® de un modo racionalmente incomprensible en uno de los m¨²sicos m¨¢s profundos y originales del primer tercio del siglo XX. El checo es tambi¨¦n, sin asomo de duda, junto con Richard Strauss y Alban Berg, y con permiso de Claude Debussy, el tercer integrante de la sant¨ªsima trinidad de la gran aparici¨®n en escena de la ¨®pera moderna.

El pasado 30 de enero, en la Staatsoper de Baviera, Barrie Kosky propon¨ªa una lectura de La zorrita astuta en la que, ya desde que se alz¨® el tel¨®n, antes incluso de que empezara a sonar la m¨²sica, se presentaban la vida y la muerte como las dos mitades necesarias y complementarias del ciclo de la constante regeneraci¨®n de la naturaleza. En aquel inicio imaginado por el director australiano, la zorrita (encarnada por una ni?a peque?a) sal¨ªa, sonriente y despreocupada, de una tumba en la que alguien acababa de ser enterrado. Y, al final de la ¨®pera, el guardabosques aceptaba su propia mortalidad, junto a esa misma tumba, al contemplar el espect¨¢culo, repetido d¨ªa tras d¨ªa, del ocaso en el horizonte antes de que se abra paso horas despu¨¦s el siguiente amanecer, y de c¨®mo van sucedi¨¦ndose armoniosamente las generaciones en el mundo animal.

En la ¨²ltima escena de El asunto Makropulos (quiz¨¢s una traducci¨®n m¨¢s adecuada que la habitual de El caso Makropulos, heredada del ingl¨¦s, puesto que refleja algo mejor la ambig¨¹edad y la polisemia de la palabra checa original v¨§c), casi como si se tratara del desenlace de un thriller, comprendemos todo aquello que hasta entonces hab¨ªa sido algo parecido a un misterioso rompecabezas al que no resultaba f¨¢cil dotar de sentido. La protagonista de la ¨®pera es la misma mujer que todas las que hab¨ªan sido mencionadas anteriormente, que ten¨ªan en com¨²n nombres y apellidos cuyas iniciales eran siempre E. M. La que nosotros vemos ahora se hace llamar Emilia Marty, pero antes ha sido Ellian MacGregor, Eugenia Montez, Ekaterina Myshkin, Elsa M¨¹ller o ¡ªla primera de todas¡ª Elina Makropulos, nacida en 1575. Su padre, m¨¦dico en la corte de Rodolfo II (el ¨²ltimo emperador de los Habsburgo que mantuvo su corte en Praga), prepar¨® una poci¨®n que alargar¨ªa la vida del soberano trescientos a?os. Temeroso de que no funcionara, le pidi¨® que la probara antes en su propia hija, que enferm¨® gravemente a poco de ingerirla, lo que disuadi¨® al emperador de seguir su ejemplo. Luego, sin embargo, la ni?a se recuper¨®, la poci¨®n cumpli¨® su cometido y, a sus 337 a?os, es la misma mujer a la que encontramos en Praga en 1922, cuando se estren¨® la obra teatral en que se bas¨® Jan¨¢?ek para escribir su libreto. Su autor, Karel ?apek, es un pionero de la ciencia ficci¨®n y a ¨¦l debemos, por ejemplo, la palabra robot.

Aunque viva, la soprano Emilia Marty est¨¢ muerta espiritualmente. O, como lo expres¨® Jan¨¢?ek en una carta a Kamila St?sslov¨¢, su musa, su amada inalcanzable, la espoleta que hizo estallar una genialidad oculta y latente durante m¨¢s de medio siglo, al d¨ªa siguiente de haber comenzado la composici¨®n de la ¨®pera: ¡°Una belleza de trescientos a?os, eternamente joven, pero con sus sentimientos atrofiados. ?Brr! ?Fr¨ªa como el hielo!¡±. Makropulos sigue siendo joven, hermosa, atractiva para todos, hombres y mujeres por igual, pero su coraz¨®n est¨¢ atrofiado y una vida tan dilatada, tan inhumana, acaba pes¨¢ndole como una losa. Sin embargo, teme morir, y por eso busca la f¨®rmula de aquel elixir de la vida, conservado junto a un testamento en el litigio legal que libran dos familias desde hace d¨¦cadas y que es el marco que arropa y provee de personajes al resto de la trama. Sin embargo, cuando por fin consigue el escrito de su padre, decide no seguir adelante, no beber de nuevo la misma poci¨®n, porque, al igual que el guardabosques de La zorrita astuta, acepta la muerte al comprender que es ella justamente la que confiere sentido a nuestra existencia. Ella ha quebrado el ciclo natural de la vida, el que tanto admira extasiado el guardabosques, y esa violaci¨®n le ha reportado un sufrimiento indecible. ¡°?Qu¨¦ felices sois!¡±, exclama al final, anhelando la suerte del resto de los personajes, con una vida limitada y finita, que permite creer en los seres humanos, en el amor y en la virtud. Y, de nuevo en conexi¨®n con lo que mostr¨® Barrie Kosky en M¨²nich: ¡°Morir o vivir: ?es todo una sola cosa, es lo mismo!¡±. Su b¨²squeda y sus esfuerzos no han sido, pues, infructuosos, porque cuanto ha acontecido previamente es lo que le hace cobrar conciencia: es su renacimiento espiritual lo que abre la puerta a su muerte f¨ªsica.

Claus Guth es uno de los grandes nombres de la direcci¨®n de escena actual. En los ¨²ltimos a?os hemos admirado en el Teatro Real, por ejemplo, su extraordinario Parsifal, su perspicaz Rodelinda o su transgresor Don Giovanni (y se avecina su ya cl¨¢sico montaje de Le nozze di Figaro). Aqu¨ª acaba de firmar un espect¨¢culo virtualmente perfecto en su ejecuci¨®n, aunque no tanto en su concepci¨®n. Su ¨²nico error sustancial ha consistido quiz¨¢s en otorgar primac¨ªa a la concepci¨®n original de ?apek (que caracteriz¨® su obra de ¡°comedia¡±) m¨¢s que a la profunda metamorfosis que experiment¨® sin duda en manos de Jan¨¢?ek, que la pod¨® sustancialmente y la convirti¨® en una tragedia que nos apela a todos y que pone el ¨¦nfasis en la longevidad y en la mortalidad, los dos temas que m¨¢s preocupaban al compositor, ya septuagenario. Marcado para siempre por la muerte temprana de sus dos hijos, al tiempo que prisionero de la pasi¨®n oto?al pero irrefrenable por la joven Kamila, las cuatro ¨²ltimas ¨®peras del checo son otros tantos lados de un cuadrado perfecto. Un drama rural (Kat¡¯a Kabanov¨¢), una f¨¢bula filos¨®fica (La zorrita astuta), una distop¨ªa ontol¨®gica (El asunto Makropulos) y un retrato colectivo del desamparo m¨¢s absoluto (Desde la casa de los muertos) constituyen el formidable e inigualado legado oper¨ªstico del ¨²ltimo Jan¨¢?ek.

Que resulta natural establecer conexiones entre Elina Makropulos y la condesa Madeleine de Capriccio de Strauss (dos ¨®peras con un fuerte sabor testamentario) lo ha puesto de manifiesto, probablemente sin querer, Claus Guth al mostrar en escena, como hizo Christof Loy en Madrid, las simb¨®licas ¡°tres edades¡± de la protagonista: una ni?a, una mujer adulta y una anciana. Pero el comedimiento de su compatriota al mostrar esta triple imagen visual y conceptualmente muy poderosa, se convierte en esta nueva producci¨®n berlinesa en un recurso sobreutilizado. La ni?a es una menina vestida a la manera en que lo hac¨ªan las infantas de los Habsburgo y que conocemos bien por los retratos cortesanos de nuestros propios Austrias (la madre de Rodolfo II fue una hija de Carlos V). De hecho, antes de empezar la m¨²sica, como hizo Barrie Kosky en M¨²nich, vemos a una protagonista ajada, casi sin pelo (imposible no pensar en La cantante calva de Ionesco), sin apenas fuerzas para moverse, a punto de quebrarse, en un escenario blanco, desnudo, on¨ªrico, que reencontraremos antes de cada uno de los actos.

Luego, mientras suena el preludio instrumental, y justo en el momento en que se escucha por sorpresa, fuera de escena, la fanfarria tocada por dos trompetas, dos trompas y timbales que representa el momento hist¨®rico de Rodolfo II, Guth hace aparecer por primera vez en escena a la Elina ni?a, que poco despu¨¦s bebe la poci¨®n preparada por su padre. Se nos est¨¢ anticipando as¨ª, de forma innecesaria, una de las claves del desenlace final, al tiempo que se nos explica, m¨¢s justificadamente, qu¨¦ significa esa fanfarria que, casi como las marchas de Charles Ives, irrumpe por sorpresa trastocando e interrumpiendo por completo el curso previo del preludio. Es m¨²sica que suena a lo lejos, fuera del foso, como s¨ªmbolo del salto temporal, haciendo buena la frase de Gurnemanz en Parsifal: ¡°El tiempo deviene aqu¨ª en espacio¡±. Salvo en su primera aparici¨®n, los instrumentistas tocaron la fanfarria desde uno de los palcos de proscenio, coincidiendo siempre con las menciones a Rodolfo II o a Hieronymus o Elina Makropulos. Solo en su ¨²ltima intervenci¨®n se unen, tambi¨¦n simb¨®licamente, la orquesta del foso y los instrumentistas de la fanfarria, porque es cuando, tras aceptar su muerte Emilia Marty, tras desearla incluso tras vislumbrar sus primeros s¨ªntomas, pasado y presente se unen por fin en un todo indistinguible.

Aparte de abusar de la presencia de la Elina ni?a y la Elina anciana, Guth yerra tambi¨¦n el tiro al contar con una serie de bailarines que no cesan de moverse acompasada y c¨®micamente en los tres actos de la ¨®pera: en el despacho de abogados, en el teatro nada m¨¢s concluir una representaci¨®n y en la habitaci¨®n de un hotel (El asunto Makropulos es una ¨®pera decididamente moderna, en la que aparece por primera vez en la historia del g¨¦nero, por ejemplo, un tel¨¦fono). A veces adoptan poses de contorsionistas en el interior de un ascensor, otro elemento c¨®mico innecesario y que, salvando todas las distancias, recuerda al uso que le da Paco Azor¨ªn en el montaje de Il finto sordo de Manuel Garc¨ªa que pudo verse en la Fundaci¨®n Juan March. Un ascensor es un gran hallazgo para hacer entrar y salir a los personajes del escenario, pero todas las pinceladas humor¨ªsticas que introduce Guth est¨¢n de m¨¢s y restan potencia a los sucesivos di¨¢logos que conforman la columna transversal de la ¨®pera, excepci¨®n hecha, por supuesto, de las dos escenas protagonizadas por un antiguo pretendiente de la protagonista, ahora demente, Hauk-?endorf, un papel confiado a un ¡°tenor de opereta¡± introducido sabiamente por Jan¨¢?ek en dos momentos cruciales del segundo y tercer acto (en ambos se canta en espa?ol, ya que Emilia Marty se hac¨ªa llamar entonces Eugenia Montez) cuyo humor se refuerza por el hecho de servir de contrapunto al dramatismo y el misterio que impregnan el resto de la trama. A pesar de estas reservas, es justo decir que toda esta coreograf¨ªa de movimientos, ideada por Sommer Ulrickson, es ejecutada por diez bailarines de manera virtualmente perfecta. Pero el a?adido de su propia cosecha del director alem¨¢n resta en vez de sumar, distrae de lo verdaderamente importante.

En lo que es el drama original, sin embargo, Guth acierta siempre de plano, con el ¨²nico borr¨®n de presentar a Albert Gregor como un personaje en exceso banal, casi como un ni?o grande, vestido tambi¨¦n de manera innecesariamente grotesca o envarada. La decisi¨®n de desplazar las diversas escenograf¨ªas (de ?tienne Pluss) de izquierda a derecha, o viceversa, al comienzo de cada acto, para permitirnos asistir al proceso de metamorfosis de Emilia Marty, que pasa de ser un despojo del tiempo a convertirse en esa mujer fr¨ªa y despectiva, es un espl¨¦ndido recurso para mostrar, sin palabras, que la realidad no es lo que parece. En el segundo acto, la vemos caracterizada como Cio-Cio-San (en otro chiste prescindible, una doble aparece ensangrentada en el ascensor con el pu?al clavado en el est¨®mago) tras una representaci¨®n de Madama Butterfly y es solo al final, justo tras la ¨²ltima aparici¨®n simb¨®lica de la fanfarria, cuando se desnuda por ¨²ltima vez para recuperar en el escenario principal, en el mundo real, el aspecto avejentado y decr¨¦pito que ten¨ªa en el on¨ªrico: la uni¨®n de pasado y presente en la m¨²sica se corresponde por fin con la unicidad de un personaje hasta entonces dual.

La soprano Marlis Petersen encarna a la protagonista Emilia Marty, sobre cuyos hombros recae ¡ªmusical y esc¨¦nicamente¡ª buena parte del peso de la representaci¨®n. Como excepcional int¨¦rprete de la Lulu de Alban Berg, sabe muy bien c¨®mo tener a todos los hombres al retortero. Al igual que sucede en la ¨®pera del austr¨ªaco, uno de ellos se suicida por ella (Janek), lo que le deja por completo indiferente. Petersen transmite muy bien su altivez, su desapego de todo y de todos, su atractivo, incluso la empat¨ªa que Jan¨¢?ek quiere que despierte en nosotros, al tiempo que, en el desenlace final, sabe hacer cre¨ªble el peso insoportable que le ha hecho tener que padecer semejante longevidad: todos los sentimientos quedan aniquilados de resultas de ese final largamente diferido y del c¨²mulo de muertes de las que ha sido testigo. Vocalmente en su mejor momento, Petersen domina por completo la peculiar escritura de Jan¨¢?ek, una suerte de parlato musical en constante metamorfosis y siempre pendiente de engarzarse como un guante con los acentos naturales del lenguaje. Su mayor lucimiento llega, como no pod¨ªa ser de otra manera, en la gran escena final, donde, como hab¨ªa hecho con el guardabosques en La zorrita astuta, el compositor le reserva una larga intervenci¨®n en solitario, un momento tan grandioso e irresistible ahora como entonces. No puede ser casual que ambos pasajes est¨¦n escritos en forma de sendos valses lentos y devastadoramente melanc¨®licos.

Simon Rattle es un defensor de largu¨ªsimo recorrido de la causa de Leo? Jan¨¢?ek. Desde su grabaci¨®n de la Sinfonietta y la Misa Glagol¨ªtica de 1981 con su orquesta de Birmingham, no ha cesado de reivindicar su m¨²sica con fuerza. Con El asunto Makropulos cierra en la Staatsoper berlinesa el ciclo de las cuatro ¨²ltimas grandes ¨®peras del checo comandadas musicalmente por el director brit¨¢nico. Su familiaridad con el lenguaje de Jan¨¢?ek, plagado de s¨²bitas interjecciones, de grupos irregulares (de dosillos a septillos) para huir de toda regularidad m¨¦trica, de indicaciones de comp¨¢s inusuales (3/16, 7/16, 1/2), de peque?as c¨¦lulas repetidas, del empleo simb¨®lico de la viola d¡¯amore (encarnaci¨®n casi siempre inaudible, pero presente, de su amada Kamila), de una escritura instrumental ¨²nica (nadie ha explotado el registro sobreagudo de los violines como ¨¦l), es absoluta. Pero no destapa el tarro de las esencias hasta la ¨²ltima escena, el cl¨ªmax musical, dram¨¢tico y filos¨®fico de la ¨®pera. Hasta entonces, todo est¨¢ muy bien dirigido y es admirablemente tocado por la fabulosa Staatskapelle de Berl¨ªn, pero en varios momentos falta mordiente, tensi¨®n, esa angulosidad caracter¨ªstica de la escritura del checo, ese hermanamiento solo en apariencia desparejo entre los constantes di¨¢logos de los personajes y el contrapunto instrumental de la orquesta. De los tres finales de acto, a cu¨¢l mejor y m¨¢s eficazmente escrito, tan solo el del tercero tuvo la pegada necesaria. En los otros dos ¡ªel inusual ep¨ªlogo orquestal del primero, la inmensa tensi¨®n acumulada del segundo¡ª, Rattle estuvo algo por debajo de lo que podr¨ªa haberse esperado de ¨¦l: la m¨²sica pide a gritos descargas el¨¦ctricas secas, fulminantes, que te dejan a un tiempo paralizado y deseoso de recibir el siguiente empell¨®n.

El resto del reparto, muy coral, funciona muy bien, salvo, de nuevo, el peque?o lunar de Albert Gregor, al que Ludovit Ludha no sabe dotar de entidad ni vocal ni esc¨¦nica. Es muy convincente el Dr. Kolenat? de Jan Martin¨ªk; s¨®lido, pero no excepcional, el bar¨®n Prus del muy experimentado Bo Skovhus; magn¨ªficos el Vitek de Peter Hoare y la Krista (su hija) de Natalia Skrycka. Pero quienes m¨¢s acertaron en el centro de la diana fueron Jan Ze?ek, que da vida a un Hauk-?endorf con la comicidad y la decadencia vocal justas, y la joven Anna Kissjudit, que en su fugaz intervenci¨®n como la doncella del hotel en el tercer acto dio muestras de poseer un instrumento de extraordinaria calidad. Las intervenciones finales fuera de escena del coro fueron asumidas sobre el escenario por los personajes masculinos. Los aplausos finales tras el estreno fueron prolongados y un¨¢nimes, sin un solo asomo de disensi¨®n: todos se llevaron su premio, con Rattle, Guth y, por supuesto, Petersen como los m¨¢s justamente aclamados. Entre el p¨²blico pudo verse a Wolfgang Sch?uble, el anta?o todopoderoso ministro de Finanzas alem¨¢n, y a Barrie Kosky, estableciendo quiz¨¢s mentalmente algunos paralelismos con su producci¨®n de La zorrita astuta.

La ma?ana del domingo del estreno, en la Apollosaal de la Staatsoper, pudo escucharse el segundo de dos conciertos camer¨ªsticos con obras mayoritariamente de Leo? Jan¨¢?ek programados el fin de semana. Costaba casi creer que el compositor de las dos obras que sonaron al comienzo y al final de la matin¨¦ fuera la misma persona: los juveniles Idilios y el Concertino, contempor¨¢neo de El asunto Makropulos. Uno es un compositor previsible, nada original, aburrido incluso. El otro es un maestro de la concisi¨®n, heterodoxo, sorprendente, hondo. Entre una y otra obra, miembros de la Staatskapelle interpretaron dos piezas de primera ¨¦poca, tambi¨¦n en gran medida irrelevantes, para viol¨ªn y piano (Dumka y Romance) y el Cuarteto ¡°Americano¡± de Anton¨ªn Dvo?¨¢k. Pero la meta final fue lo que explicaba y justificaba todo lo anterior, el Concertino, cuya parte solista fue tocada admirablemente por Giuseppe Mentuccia, muy bien secundado por tres instrumentistas de cuerda y otros tantos de viento, entre los que destac¨® la jovenc¨ªsima ¡ªy segur¨ªsima¡ª Sulamith Seidenberg, que volver¨ªa a tocar por la tarde en el foso.

Lo m¨¢s extraordinario de la doble sesi¨®n en un mismo d¨ªa fue la constataci¨®n de c¨®mo la experiencia, la inspiraci¨®n, la edad, el amor, la cercan¨ªa de la muerte incluso, pueden transformar por completo a un ser humano hasta el punto de que el compositor mediocre que fue Jan¨¢?ek durante varias d¨¦cadas acabara transform¨¢ndose, casi in extremis, en un creador genial, en uno de los m¨¢s grandes m¨²sicos del siglo XX. Tambi¨¦n ¨¦l, como Emilia Marty, necesit¨® la muerte para conseguir dotar de sentido y grandeza a su vida. Y, parad¨®jicamente, para regalarle ¡ªa ¨¦l s¨ª¡ª la inmortalidad.