La perra que se parec¨ªa a Virginia Woolf
¡®Lara¡¯ ladraba solo lo necesario. Nunca lo hac¨ªa cuando llegaban a casa el chico del supermercado, el cartero o el fontanero
Una generaci¨®n equivale a 15 a?os. Aproximadamente es el tiempo que dura la vida de un perro. Esa unidad de medida que se utiliza para fijar en la historia a un grupo de escritores, artistas y pol¨ªticos tambi¨¦n sirve para delimitar una biograf¨ªa humana, en este caso la propia de Miguel, seg¨²n los perros que han pasado por su vida.
Excepto aquel chucho sin nombre que muri¨® aplastado por un cami¨®n y el Chevalier, compa?ero de juegos durante los veranos de su adolescencia con lecturas en la hamaca y que fue sacrificado con un escopetazo a bocajarro por un jornalero cuando ya era ins...
Una generaci¨®n equivale a 15 a?os. Aproximadamente es el tiempo que dura la vida de un perro. Esa unidad de medida que se utiliza para fijar en la historia a un grupo de escritores, artistas y pol¨ªticos tambi¨¦n sirve para delimitar una biograf¨ªa humana, en este caso la propia de Miguel, seg¨²n los perros que han pasado por su vida.
Excepto aquel chucho sin nombre que muri¨® aplastado por un cami¨®n y el Chevalier, compa?ero de juegos durante los veranos de su adolescencia con lecturas en la hamaca y que fue sacrificado con un escopetazo a bocajarro por un jornalero cuando ya era insoportable el dolor que sufr¨ªa en los ¨²ltimos d¨ªas, los dem¨¢s perros est¨¢n enterrados bajo un limonero del jard¨ªn cerca del mar. De todos ellos reconoce Miguel haber recibido una ense?anza.
En los ¨²ltimos a?os del franquismo lleg¨® a su vida una perra de pocos meses que le hab¨ªa regalado un amigo. Era una cocker spaniel rubia, nacida de padres campeones en Kensington y educada en una perrera de prestigio del barrio londinense de Bloomsbury. Se llamaba Lara y con ella Miguel atraves¨® los ¨²ltimos estertores de la dictadura, la llegada de la democracia y las convulsiones de la reacci¨®n, incluido el frustrado golpe de Estado, hasta el acceso de los socialistas al Gobierno. Ten¨ªa la frente curva y larga; bien mirado se parec¨ªa a Virginia Woolf y la forma l¨¢nguida y elegante de arrellanarse en el sof¨¢ pod¨ªa ser semejante a c¨®mo lo har¨ªa aquella escritora que reinaba sobre una dorada cuadrilla compuesta de seres inteligentes, fr¨ªvolos, modernos e inanes procedentes de Cambridge. En su casa del 46 de Gordon Square del barrio de Bloomsbury celebraban tertulias los fil¨®sofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, el cr¨ªtico de arte Clive Bell, el economista John Maynard Keynes, el escritor Gerald Brenan, el novelista E. M. Forster, la escritora Katherine Mansfield y los pintores Dora Carrington y Duncan Grant. Vest¨ªan ropas vaporosas y sombreros blandos cuando cazaban lepid¨®pteros en los jardines de sus casas de campo; viajaban a Grecia y a Constantinopla con muchos ba¨²les forrados de loneta y all¨ª compaginaban la visi¨®n de Fidias o de la Mezquita Azul con la contemplaci¨®n de ni?os andrajosos, lo que les permit¨ªa ser a la vez estetas y elegantemente compasivos; luego, bajo un humo de pipa con sabor a chocolate, en Gordon Square, discut¨ªan de psicoan¨¢lisis, de teor¨ªa cu¨¢ntica, de los fabianos, de la nueva econom¨ªa y de C¨¦zanne, Gauguin, Van Gogh y Picasso. Algunos jugaban a ser comunistas e incluso a arriesgarse al doble juego del espionaje. Siempre ten¨ªan un perro de raza a sus pies junto a la chimenea o un lul¨² en sus brazos. Aquellos seres parec¨ªan felices a mitad de camino entre la inteligencia y la neurosis en una trama alambicada de relaciones cruzadas m¨¢s all¨¢ del bien y del mal, pero sus telas color manteca cubr¨ªan las mismas pasiones grasientas del com¨²n de los mortales. Al final toda su filosof¨ªa se reduc¨ªa a celebrar fiestas caseras disfrazados de sultanes. Puede que tuvieran perros de raza, pero Lara no hubiera desmerecido entre ellos porque sus ademanes pose¨ªan ese swing inigualable a la hora moverse. Sin duda hubiera sido bien recibida en el club de canes m¨¢s escogido.
?C¨®mo explicar que Miguel con solo contemplar a su perra pod¨ªa imaginar aquel mundo fascinante de Bloomsbury? Analizar cada uno de sus movimientos ya era lecci¨®n, m¨¢s all¨¢ de haber le¨ªdo Las olas, Al faro, Orlando o La Se?ora Dalloway. De su perra hab¨ªa aprendido Miguel a gozar de un amor sin culpa, porque llegara a la hora que llegara a casa, pronto o de madrugada, borracho o sereno, derrotado o vencedor, ella siempre lo recib¨ªa alegre moviendo el rabo. La belleza de la amoralidad, el creer que no hay fuerza m¨¢s poderosa que la est¨¦tica fueron ense?anzas que Miguel intu¨ªa al contemplar de cerca el car¨¢cter de su perra Lara. Ladraba solo lo necesario. Nunca lo hac¨ªa cuando llegaban a casa el chico del supermercado, el cartero o el fontanero, como hacen los perros sin alcurnia. Tampoco ladraba a los amigos ni a los mendigos. Solo emit¨ªa sus ladridos intempestivos cuando se produc¨ªa alg¨²n desarreglo en su contorno. ? A qui¨¦n ladrar¨¢ la perra? ?Por qu¨¦ est¨¢ tan inquieta? Tal vez se trataba de un reflejo de sol inesperado en la pradera del jard¨ªn o del paso de alguien por la calle que por el olfato intu¨ªa que era desagradable. Simplemente era una neur¨®tica, como Virginia Woolf. Tal vez pose¨ªa las mismas jaquecas y ese punto de histeria que nunca viene mal si uno se cree artista. Bastaba con eso para haber ingresado en el grupo de perros de Bloomsbury y tener acceso a la alfombra junto a la chimenea de Gordon Square. La perra Lara lo sab¨ªa todo de Miguel y siempre respond¨ªa con un gesto comprensivo a cualquier estado de ¨¢nimo, bueno o malo, de su due?o. Est¨¢ enterrada bajo un limonero y en la tierra que la cubre Miguel plant¨® unas petunias. Cuando muri¨® Lara a¨²n no hab¨ªa empezado el desencanto.