Aquel pan negro de cada d¨ªa
Las primeras lecturas se superponen con los primeros sabores y en algunos casos constituyen un ¨²nico placer que se guarda para siempre en la memoria
A eso que los pobres llaman hambre, los ricos llaman apetito. En uno y otro caso, esa sensaci¨®n es la mejor receta de cocina, la ¨²nica que sirve para apurar el plato. Cuando se ha vivido ya muchos a?os, como es el caso de Miguel, a veces en las sobremesas se suelen establecer comentarios sobre el hambre que se pas¨® en la posguerra. Muchos tienen presente todav¨ªa la imagen de Carpanta, aquel personaje del tebeo que so?aba con pollos asados. Cada comensal comienza a contar las miserias y los placeres de entonces y al o¨ªr c¨®mo hablan parece que, de hecho, los espa?oles se divid¨ªan en dos: los que se iban a la cama todas las noches hambrientos con el est¨®mago lleno de telara?as y los que ten¨ªan que hacer la digesti¨®n con ayuda del bicarbonato.
En cualquier biograf¨ªa gastron¨®mica, lo m¨¢s profundo que existe es el pan. Miguel conserva en la memoria la cuerda de mendigos que en aquellos a?os llamaban todos los d¨ªas a la puerta de casa para pedir una limosna por el amor de Dios, y su madre, desde la despensa donde puede que estuviera cerniendo harina con un tamiz muy fino, le dec¨ªa: ¡°Sal y dale por caridad un trozo de pan¡±. A la hora de pedir limosna, algunos mendigos rezaban, otros cantaban, otros lloraban, otros se mostraban muy humillados, pero algunos no hab¨ªan perdido la dignidad y alargaban un brazo escu¨¢lido como caballeros derrotados en una lejana y desigual batalla. Miguel cre¨ªa que aquel mendrugo que ten¨ªa en la mano era capaz de desencadenar todos los sentimientos del alma. Por eso cuando el pan se ca¨ªa al suelo hab¨ªa que besarlo, cosa que entonces hac¨ªan pobres y ricos, hartos y hambrientos; ser¨ªa porque la Iglesia hab¨ªa dicho que el pan era el cuerpo de Cristo, compuesto de harina muy fina; el salvado se daba a los cerdos y a las gallinas, si bien hoy se vende como una goller¨ªa en las panader¨ªas.
Si es cierto que uno es lo que ha comido, Miguel tiene el sentido de la naturaleza unido a todos los frutos silvestres que iba arramblando y se llevaba a la boca en sus correr¨ªas de gardu?o por el monte antes de su uso de raz¨®n, higos chumbos, moras, bayas, cogollos de palmitos, serbas, fresas salvajes, algunas ra¨ªces sustanciosas, alimentos que compart¨ªa con los jabal¨ªes. Pero lleg¨® el momento en que aprendi¨® a comer civilizado en la mesa despu¨¦s de bendecir los alimentos que les hab¨ªa regalado el Se?or, de la misma forma en que aprendi¨® a leer en el pupitre el primer cat¨®n cuyas letras semejaban un bosque en el que era tan f¨¢cil perderse como so?ar. Las primeras lecturas se superponen con los primeros sabores y en algunos casos constituyen un ¨²nico placer que se guarda para siempre en la memoria. Miguel recuerda la merienda al salir de la escuela en aquellas ateridas tardes de invierno, donde la voz del maestro que recitaba fragmentos de poemas o le¨ªa alg¨²n p¨¢rrafo del Quijote coincid¨ªa con el gusto en la lengua de la rebanada de pan braseado con aceite, sal y sobrasada.
A los siete a?os el cerebro se inviste con el c¨®rtex. Para celebrar la llegada del uso de raz¨®n, que ya te hace culpable a todos los efectos, la Iglesia ha establecido el sacramento de la primera comuni¨®n, en el que se funde Dios en el paladar con el sabor de los pasteles y las tartas de chocolate. Sentado en el banquete de invitados, Miguel, vestido de marinero, inici¨® la aventura de vivir en la que eran la misma sustancia los primeros libros, la obediencia que ten¨ªan los l¨¢pices a la mano a la hora de escribir las primeras letras en el cuaderno y los dulces que llegaban a la mesa de parte de Dios con la eucarist¨ªa.
Hace ya mucho tiempo que Miguel tuvo conciencia de que leer y comer son dos formas de alimentarse y tambi¨¦n de sobrevivir. Se trata de una funci¨®n que va del est¨®mago al cerebro y no sabr¨ªa decir qu¨¦ es m¨¢s org¨¢nico, m¨¢s ¨ªntimo, m¨¢s necesario en ese camino de ida y vuelta. Las personas cambian antes de dioses que de comida. El sabor de los alimentos que se han degustado en la infancia permanece siempre como una categor¨ªa de la mente y es sumamente dif¨ªcil erradicarlo. En la Peque?a Italia de Nueva York, ?qu¨¦ sentimiento es m¨¢s profundo, la devoci¨®n a la Madona y al propio Dios o a la pasta de espagueti o de los macarrones? Puede que aquellos estratos de distintos sabores que hab¨ªa en la despensa de casa, la imagen de la mermelada de membrillo que hac¨ªa la abuela, el vaho de aceite que sal¨ªa de la bodega, el olor a heno y a manzanas maduras que desped¨ªa el granero fueran para siempre los ejes en los que giraba la vida de Miguel y en ese oleaje de la memoria estaban los primeros cuentos en los que las haza?as de los h¨¦roes eran la misma sustancia de lo que hab¨ªa comido.
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