Los trabajos del ocio
El cap¨ªtulo #20 de ¡®El mundo entonces¡¯ trata sobre una revoluci¨®n que tard¨® en asumirse: la del tiempo libre. Por primera vez las personas lo ten¨ªan a raudales ¡ªy lo usaban sobre todo para mirar y escuchar: m¨²sica, televisi¨®n, deportes, videojuegos
En esos d¨ªas una revoluci¨®n que no sol¨ªa contarse como tal hab¨ªa cambiado radicalmente las vidas de las personas: la explosi¨®n del tiempo libre. El derecho al ocio era un invento reciente. La jornada de ocho horas no ten¨ªa m¨¢s de un siglo, las vacaciones pagas menos, la semana de cinco d¨ªas y la consagraci¨®n del ¡°fin de semana¡± como momento de reposo eran m¨¢s nuevas todav¨ªa (ver cap.15). Tanto que, para una buena mitad de la humanidad, la idea de que les pagaran por descansar segu¨ªa siendo una ilusi¨®n o un disparate. Pero a lo largo del siglo XX grandes sectores hab¨ªan accedido a la posibilidad de trabajar menos de un tercio del tiempo de sus vidas: era una novedad absoluta en la historia de los hombres, un cambio que aquella ¨¦poca no supo valorar en toda su importancia. Fue, sin duda, un primer paso de grandes proporciones.
Las vacaciones ten¨ªan una funci¨®n principal: ¡°Si el negocio ¡ªnec otium¡ª defini¨® el trabajo como falta de ocio, la vacaci¨®n invierte los t¨¦rminos y define el ocio como falta de trabajo: vacaciones es cuando no hay que hacerlo. Para eso sirven, como sol¨ªa servir el carnaval: suspenden por unos d¨ªas el orden habitual para que, pasada la pausa, lo retomes y sigas respet¨¢ndolo. Los mismos patrones que nunca quisieron ofrecerlas ¡ªque precisaron una revoluci¨®n social para entregarlas¡ª descubrieron, con el tiempo y el uso, que pocas cosas les sirven mejor: las vacaciones son la zanahoria que te ofrecen para que aceptes l¨¢tigos, el espejismo que te lleva a seguir caminando en el desierto, la forma m¨¢s ladina de puntuar el tiempo¡±, escribi¨® alguien entonces. Y matiz¨®: ¡°Son, tambi¨¦n, gozosas. Las vacaciones son ese momento raro de no tener la vida organizada por la necesidad de gan¨¢rsela. Es el mes corto en que decimos que ejercemos nuestra libertad, despu¨¦s de entregarla once muy largos a cambio de dinero para vivir ¡ªe irnos de vacaciones. Pero la libertad actual, faltaba m¨¢s, tambi¨¦n tiene sus reglas: pocas cosas tan previsibles como esas semanas, esa ruptura que repara. Viaje, playa, comida, m¨¢s alcohol, caprichos, las deshoras, familia, el ansia de un encuentro: el placer habitual de no ser el de siempre o, por lo menos, intentarlo¡±.
Las vacaciones ampliaron, obviamente, el espacio del ocio, pero otros elementos tambi¨¦n contribuyeron: por un lado, en todos los pa¨ªses ricos y en muchos que no lo eran tanto se hab¨ªa consolidado la noci¨®n de ¡°pensi¨®n¡± o ¡°jubilaci¨®n¡±: el derecho de cada trabajador de retirarse entre sus 60 y sus 65 a?os y percibir, desde ese momento, una suma mensual que ¡ªcon ciertas estrecheces¡ª le permit¨ªa vivir (ver cap.15). Esa suma pod¨ªa venir del ahorro personal o, en muchos pa¨ªses, de fondos estatales que se nutr¨ªan con los pagos obligatorios de los trabajadores en activo; el sistema supon¨ªa que, cuando a estos les tocara jubilarse, lo recibir¨ªan a su vez gracias a los que estuvieran trabajando entonces.
(Pero ya entonces la ecuaci¨®n estaba en problemas: en el MundoRico la poblaci¨®n trabajadora disminu¨ªa por la baja de la natalidad y la tecnificaci¨®n de las tareas y la poblaci¨®n pensionada aumentaba por la prolongaci¨®n de las vidas (ver cap.6), as¨ª que el equilibrio amenazaba con romperse. En la sociedad post-laboral, un mecanismo basado en la asunci¨®n de que el trabajo segu¨ªa siendo el eje no ten¨ªa buen pron¨®stico.)
Y, por otro lado, las personas en ¡°edad activa¡± trabajaban menos tiempo ¡ªpor esa misma tecnificaci¨®n¡ª o ninguno ¡ªpor la escasez de empleo¡ª: su ocio se agregaba al de los pensionados para formar una masa muy considerable. Por distintas razones, entonces, la civilizaci¨®n de principios del siglo XXI fue la primera en milenios que rebos¨® de ¡°tiempo libre¡± ¡ªy las maneras de ocuparlo ocuparon un lugar preponderante.
Ese lugar era demasiado significativo como para que el capitalismo no lo volviera un producto. El ocio se hab¨ªa convertido en algo que los ociosos no hac¨ªan: compraban, adquir¨ªan. Las maneras de llenar el ocio eran una mercader¨ªa. Que supon¨ªan, en general, diversas formas del relato.
* * *
Esos relatos inclu¨ªan, por supuesto, im¨¢genes en movimiento, palabras dichas, sonidos iracundos, y sacaban mejor partido de las posibilidades de la m¨¢quina ineludible de esos d¨ªas. Aunque se hab¨ªan pensado pensando en el trabajo, los ordenadores o computadores serv¨ªan perfectamente para el ocio: con ellos, a diferencia del esquema cl¨¢sico, trabajo y ocio empleaban el mismo instrumento. As¨ª, los tiempos de uno y otro se mezclaban mucho m¨¢s que lo acostumbrado hasta entonces. Aquellas m¨¢quinas ¡ªjunto con la televisi¨®n ¡°a la carta¡±¡ª soportaban los dos formatos m¨¢s caracter¨ªsticos de la ¨¦poca: los ¡°videojuegos¡± ¡ªpro-gramas de simulaci¨®n donde cada jugador deb¨ªa realizar ciertas acciones, a menudo violentas, a trav¨¦s de dibujos animados que lo representaban sobre una pantalla¡ª y las ¡°series¡± ¡ªhistorias con imagen plana en movimiento partidas en cap¨ªtulos. Una de las caracter¨ªsticas decisivas de ambos era su globalizaci¨®n: tanto las series de ¨¦xito como los videojuegos de ¨ªdem circulaban por todo el mundo. La diferencia era, si acaso, que en los pa¨ªses ricos las consum¨ªa un porcentaje muy alto de la poblaci¨®n y en los m¨¢s pobres uno m¨¢s bajo ¡ªlo cual colaboraba en el armado de esa costra global formada por esa mayor¨ªa en los pa¨ªses ricos y minor¨ªa en los pobres: lo que hemos llamado el MundoRico (ver cap.2). Ligados por ese consumo com¨²n, los m¨¢s ricos de los pa¨ªses pobres se parec¨ªan mucho m¨¢s, en sus esquemas culturales, a la poblaci¨®n de los pa¨ªses ricos que a sus propios pobres. La desigualdad desment¨ªa los espejismos nacionales: la clase, en muchos casos, determinaba m¨¢s que la naci¨®n.
Las ¡°series¡± eran un invento relativamente reciente ¡ªo, mejor, una reformulaci¨®n reciente de un invento viejo. Consist¨ªan en adaptar el mecanismo del follet¨ªn o follet¨®n, la novela por entregas de los peri¨®dicos de papel del siglo XIX, al formato audiovisual de entonces. Hab¨ªan empezado a imponerse a fines del siglo XX y terminaron de consolidarse con la difusi¨®n de esos nuevos proveedores de historias que, a cambio de un abono general, ofrec¨ªan una gran cantidad de opciones que el espectador pod¨ªa elegir y programar para mirar cuando quer¨ªa. El receptor/consumidor no ten¨ªa que aceptar, como hasta entonces, las elecciones y los tiempos del emisor sino que ¡ªdentro de cierta oferta¡ª pod¨ªa manejar los suyos: era un ejemplo t¨ªpico de lo que entonces se entend¨ªa por ¡°libertad¡±. Y origin¨® una forma de consumo que consist¨ªa en las llamadas ¡°maratones¡±: lo que hac¨ªan ciertos espectadores m¨¢s ociosos que otros, que pod¨ªan pasarse muchas horas mirando sin parar el desarrollo de un relato. Con ese auge, las ¡°pel¨ªculas¡± unimembres sufrieron: de pronto, tras parecer novelas, se convert¨ªan ¡ªcon perd¨®n de la referencia arcaizante¡ª en cuentos breves que condensaban las historias y se acababan cuando reci¨¦n estaban empezando.
Aquellas ¡°series¡±, que sol¨ªan tener entre ocho y doce entregas ¡ª¡°episodios¡±¡ª por a?o ¡ª¡°temporada¡±¡ª, estaban entonces en la cumbre de su ola, tanto en difusi¨®n como en prestigio. Eran, sin duda, la forma de narraci¨®n m¨¢s difundida de la ¨¦poca: cada a?o se filmaban unas 10.000, mitad ficci¨®n, mitad documentales. Su circulaci¨®n ocupaba entonces el lugar que d¨¦cadas antes llenaba la novela escrita ¡ªconvertirse en el comentario de sobremesa m¨¢s habitual de los c¨ªrculos medianamente informados¡ª y su irrupci¨®n hab¨ªa roto con la concentraci¨®n de la producci¨®n audiovisual: era cierto que los Estados Unidos segu¨ªan siendo los productores principales, pero tambi¨¦n lo era que muchos otros pa¨ªses las fabricaban y que, con el sistema de televisi¨®n globalizada, esas series llegaban a todos los rincones ¡ªy pod¨ªan, eventualmente, conseguir un ¨¦xito mundial que poco antes habr¨ªa sido imposible. Segu¨ªa habiendo, sin embargo, un centenar de naciones que nunca produjeron ninguna: lo que entonces se entend¨ªa por diversidad exclu¨ªa a buena parte del planeta.
La variedad de sus temas tampoco estaba a la altura de su cantidad. La proliferaci¨®n de relatos criminales podr¨ªa hacer creer a la historiadora despistada que aquella era una sociedad ahogada en sangre. El crimen estaba sobre todo en las pantallas: su presencia en ellas no guardaba proporci¨®n con su peso en la vida cotidiana. Pa¨ªses cuyas tasas no llegaban a un homicidio cada 100.000 personas al a?o ¡ªtoda Europa Occidental, entonces muy segura (ver cap.23)¡ª produc¨ªan cataratas de historias delictivas como si eso fuera lo central de su experiencia. M¨¢s all¨¢ de esa rara confluencia, los temas de esas series buscaban otras vetas: rom¨¢nticas, hist¨®ricas, costumbristas, dist¨®picas, b¨¦licas, c¨®micas, pat¨¦ticas. Pero la f¨®rmula empezaba a mostrar sus primeros signos de agotamiento, tanto creativo como comercial. El destino de las series fue una met¨¢fora demasiado obvia de las maneras del mundo en ese entonces: casi todo se arruinaba a fuerza de sobreexplotarlo.
Los videojuegos, en cambio, manten¨ªan su ascenso. Se hab¨ªan convertido en la segunda industria cultural por peso econ¨®mico, solo superada por la televisi¨®n, y eran una muestra de cierta din¨¢mica de aquellos tiempos: algo que pocos a?os antes no exist¨ªa se hab¨ªa vuelto un sector decisivo. Los videojuegos generaban, en esos d¨ªas, unos ingresos anuales de 180.000 millones de euros ¡ªel PIB de pa¨ªses como Hungr¨ªa o Irak¡ª, el doble que el cine y la m¨²sica y la pornograf¨ªa sumados, bastante m¨¢s que toda la industria editorial globalizada. Sus grandes compa?¨ªas eran, como siempre en esos d¨ªas, chinas y norteamericanas, con alguna participaci¨®n coreana y japonesa. Y produc¨ªan esas sumas porque ¡ªseg¨²n c¨¢lculos de ¨¦poca¡ª un tercio de la poblaci¨®n mundial jugaba con frecuencia. No eran, como podr¨ªa suponerse, mayormente j¨®venes: los usaban personas de todas las edades, hombres y mujeres, ricos y m¨¢s pobres. Cuando un juego consegu¨ªa ¨¦xito global ¡ªdigamos, por ejemplo, uno llamado ¡°Fortnite¡±, muy difundido entonces¡ª hab¨ªa en cada momento unos 20 millones de personas que lo jugaban simult¨¢neos. Y los cruces eran sorprendentes: no era raro que se encontraran en una misma pantalla competidores de los lugares m¨¢s alejados de la Tierra. Si las series llegaban a personas de todos esos lugares, los videojuegos las integraban en una participaci¨®n realmente global y virtual: para usarlos, la ubicaci¨®n real de la persona no ten¨ªa importancia (ver cap.19).
Aquellos juegos eran artefactos complejos ¡ªpara la tecnolog¨ªa de la ¨¦poca¡ª que inclu¨ªan cientos de opciones y niveles y desv¨ªos posibles. Los dise?aban legiones de programadores que los segu¨ªan redise?ando en un sinf¨ªn de actualizaciones que prolongaban su consumo ¡ªy los ingresos de sus propietarios¡ª por per¨ªodos relativamente largos. Para usarlos se precisaba aprender diversas destrezas; al principio los jugadores las adquir¨ªan a trav¨¦s de la pr¨¢ctica y, si acaso, compartiendo lo que pod¨ªan averiguar. M¨¢s tarde la demanda creciente dio lugar a unos expertos muy j¨®venes, jugadores experimentados, que contaban sus secretos en breves intervenciones audiovisuales. Algunos de ellos se volvieron gur¨²s inesperados y ten¨ªan multitud de seguidores. Los llamaban ¡°youtubers¡± y ganaban millones.
Ahora, a la distancia, los mecanismos de esos juegos pueden parecernos extremadamente primitivos. Pero comentaristas de la ¨¦poca subrayaban que uno de sus mayores atractivos era que permit¨ªan a los participantes entrar en otras pieles: volverse vicariamente un mercenario o un constructor de templos o un jugador de f¨²tbol y actuar en ¨¦l como si fueran ¨¦l. Encarnarse en lo que entonces se llamaba un ¡°avatar¡±, una primera aproximaci¨®n a la elecci¨®n-de-persona.
La tem¨¢tica de esos juegos era m¨¢s restringida, en general, que la de las series. Necesitaban el enfrentamiento para poder establecer la competencia entre los jugadores, as¨ª que los m¨¢s exitosos sol¨ªan limitarse a dos t¨®picos: los combates virtualmente violentos y esos combates inermes que llamaban ¡°deporte¡±. As¨ª, algunos de los m¨¢s difundidos consegu¨ªan que los participantes se encarnaran en los futbolistas m¨¢s conocidos de esos d¨ªas. Otros, la mayor¨ªa, llevaban a millones de ni?os y j¨®venes a mejorar sus habilidades militares en tiroteos y emboscadas apocal¨ªpticas que los convert¨ªan en fr¨ªas m¨¢quinas de matar dibujos. Hubo quienes dijeron, en esos d¨ªas, que esa proximidad acr¨ªtica con la muerte criar¨ªa generaciones de asesinos sin remordimientos; la predicci¨®n no pareci¨® cumplirse.
A¨²n as¨ª, hubo reacciones. En China, por ejemplo, se calcul¨® que un cuarto de la poblaci¨®n ¡ªm¨¢s de 350 millones de personas¡ª pasaba por lo menos diez horas por semana jug¨¢ndolos. As¨ª que su gobierno inici¨® una campa?a de desprestigio ¡ªlos llamaba, evocando lo que un activista alem¨¢n hab¨ªa dicho sobre las religiones, ¡°un opio espiritual¡±¡ª y prohibi¨® que los menores de edad los practicaran m¨¢s de tres horas semanales. Quiz¨¢ no lo habr¨ªan hecho si hubieran entendido que la violencia era una componente secundaria de esos juegos. La central era la competencia: propon¨ªan situaciones donde todo consist¨ªa en ganar, donde el m¨¢s fuerte, el m¨¢s astuto, el m¨¢s rico y el mejor armado derrotaba a todos los dem¨¢s. Eran, en ese sentido, una escuela de conducta cuyos efectos se manifestaron despu¨¦s con tanta fuerza.
* * *
El otro relato decisivo de esos tiempos era uno que no sol¨ªa considerarse como tal: la m¨²sica.
La m¨²sica, entonces, estaba en todas partes: el cambio era casi reciente. A principios del siglo XX la m¨²sica era todav¨ªa esa irrupci¨®n escasa y bienvenida, algo que alguien deb¨ªa producir especialmente ¡ªun cantante, una banda, una pianista, la prima Dolores, los borrachos de la taberna, el coro de la iglesia¡ª, algo que se esperaba y escuchaba con agradecimiento. Pero despu¨¦s, con la invenci¨®n del gram¨®fono, la radio, los altavoces poderosos, el reproductor m¨®vil y el resto de los aparatos, la m¨²sica se volvi¨® omnipresente: se produc¨ªa sin el menor esfuerzo con solo el toque de un bot¨®n, estaba en todos los lugares todo el tiempo ¡ªy lo que resultaba cada vez m¨¢s dif¨ªcil de conseguir era el silencio. De esas incomodidades ¡ªy otras a¨²n m¨¢s inc¨®modas¡ª hablaba el texto de un autor menor publicado en esos d¨ªas:
¡°Hubo tiempos en que escuchar m¨²sica era dif¨ªcil: tiempos en que para que alguien la escuchara alguien ten¨ªa que hacerla en ese lugar, ese momento. Tiempos en que lo habitual era el silencio; en que la m¨²sica era un privilegio y no un engorro, no un apremio. Eran tiempos ¡ªque duraron milenios¡ª en que la m¨²sica era fugaz y hab¨ªa que atenderla, respetarla. Eran tiempos, sobre todo, en que solo sonaban las voces, los sones de los vivos: tiempos en que, para hacerse o¨ªr, no hab¨ªa m¨¢s remedio que estar vivo.
¡°Ahora, en cambio, vivimos en un mundo con m¨²sica perpetua, donde no hay nada m¨¢s dif¨ªcil que el silencio. La m¨²sica ya no se escucha; se oye sin querer, sin cesar, sin atender. La m¨²sica dej¨® de ser una experiencia: es sonido de fondo, batifondo, el ruido que precisamos para no tener que escucharnos vivir. Y los muertos nos la cantan, nos la tocan. Anta?o, de los muertos quedaban los recuerdos, que el tiempo iba gastando. Alguien pod¨ªa comentar, escribir que hab¨ªa o¨ªdo cantar a Carusso, recitar a la Duse, pero no era sino una evocaci¨®n. Las grandes voces eran un apunte cada vez m¨¢s tenue que se desvanec¨ªa; ahora, en cambio, John Winston Lennon canta igual que en 1967, cuando ten¨ªa 26 a?os: cuando viv¨ªa, digamos. Son, es verdad, parte de un mundo que rebosa de memorias: vivimos con su presencia inveros¨ªmil. Nunca hab¨ªa sucedido pero ahora sucede sin parar: desde ultratumba, sus voces nos llegan con una naturalidad que nadie, hace poco, habr¨ªa encontrado natural. Nos hemos acostumbrado, las escuchamos como si nada fuera. Ahora las voces de los grandes muertos ocupan el mismo espacio p¨²blico que las de grandes vivos. No pensamos que por mucho menos se inventaron religiones, satanes, el insomnio. No pensamos que la met¨¢fora definitiva de la muerte es el silencio. Y que, desde siempre, nada fue m¨¢s aterrador que o¨ªr las voces de los muertos.¡±
Pero, adem¨¢s de los muertos, la industria de la m¨²sica necesitaba hacer cantar a los vivos: producir, cada mes, cada semana, fragmentos sonoros que deber¨ªan conocer y reconocer los aficionados que quisieran mantenerse ¡°al d¨ªa¡±. La m¨²sica era el espacio perfecto para el desarrollo de esa tendencia decisiva de la ¨¦poca: ¡°estar a la ¨²ltima¡± ¡ªen el sentido, entonces com¨²n, de intentar consumir los productos que acababa de lanzar tal o cual industria. Ya hablamos hace poco (ver cap.18) del FOMO: Fear Of Missing Out, que en castellano podr¨ªa ser PAPA: P¨¢nico A Perderse Algo.
Era el remedo ¡ªpasado por capitalismo post-industrial¡ª de la actitud de las vanguardias de un siglo antes, que valoraban la novedad por su poder de ruptura; en esos d¨ªas se la valoraba por su poder de venta. En unos mercados sobresaturados de oferta, se esperaba que el relato de lo nuevo pudiera hacer la diferencia.
Por eso, la m¨²sica era el producto m¨¢s anclado en el consumo juvenil: la enorme mayor¨ªa de esas novedades se fabricaban para ellos, a partir de la noci¨®n ¡ªmuy difundida¡ª de que cada persona se apegaba y asum¨ªa como ¡°su m¨²sica¡± la que sol¨ªa escuchar en sus a?os m¨¢s mozos. Y que era la que segu¨ªa consumiendo de all¨ª en m¨¢s, o sea: que era bastante impermeable a esas innovaciones que, en cambio, los m¨¢s j¨®venes necesitaban para sentir que ten¨ªan algo que no ten¨ªan sus mayores, para construirse en esa diferencia. Las m¨²sicas, al fin y al cabo, segu¨ªan funcionando como los tambores de la tribu o del regimiento: para crear mont¨®n.
El momento culminante de esas m¨²sicas eran los ¡°conciertos¡± o ¡°recitales¡±, actuaciones ¡°en vivo¡± de los m¨²sicos. Eran grandes rituales: las m¨²sicas no se ofrec¨ªan para su conocimiento sino para su reconocimiento. La enorme mayor¨ªa de los espectadores las sab¨ªan de memoria por haberlas escuchado en grabaciones y concurr¨ªan para oir a sus autores repiti¨¦ndolas, dar saltos y reconocerse. Esos espectadores, cada vez m¨¢s, sol¨ªan mantener un brazo en alto; no era, como en los mitines fascistas anteriores, para saludar al gran jefe sino para grabarlo: nada de todo eso ¡ªnada en general, en esos d¨ªas¡ª ten¨ªa sentido si no quedaba registrado.
Y la m¨²sica serv¨ªa, por supuesto, para buscar ¡ªy encontrar¡ª compa?¨ªas. Siempre hab¨ªa sido un lubricante en las relaciones amorosas, pero entonces era una herramienta central de los ritos de cortejo. Si no quer¨ªan usar los recursos virtuales (ver cap.19), el escenario m¨¢s habitual para que dos j¨®venes de cualquier sexo intentaran seducirse era un baile, un concierto, una discoteca: con escuchas comunes, cierta idea de comunidad y bailoteos. El baile siempre hab¨ªa sido una m¨ªmica sexual pero nunca hab¨ªa alcanzado los niveles de explicitud que entonces s¨ª: seg¨²n consta en inn¨²meras im¨¢genes, muchos de los pasos habituales mimaban sin disimulo un coito ¡ªno necesariamente interrupto. La m¨²sica y sus derivados establec¨ªan un espacio de tolerancia que permit¨ªa aproximaciones que, sin ella, habr¨ªan estado fuera de lugar: eso le daba un papel decisivo en el ecosistema de esos tiempos.
A¨²n as¨ª, el negocio declinaba: en esos d¨ªas solo produc¨ªa unos 25.000 millones de euros anuales ¡ªnueve veces menos que los videojuegos, por ejemplo. Una consecuencia de esta proliferaci¨®n del ruido musical fue el auge de los sistemas de defensa. En 2022 el mundo se gast¨® casi tanto dinero en auriculares ¡ªo, dicho de otro modo: la industria de los ¡°cascos¡± era tan rica como la industria de la m¨²sica que se o¨ªa a trav¨¦s de ellos. Frente a la poluci¨®n sonora de todos los espacios, los auriculares ¡ªque se aplicaban directamente a las orejas de sus usuarios¡ª permit¨ªan que cada quien se aislara del entorno y decidiera sus propios sonidos. Los m¨¢s sofisticados ofrec¨ªan una funci¨®n llamada ¡°noise cancelling¡± ¡ªcancelaci¨®n de ruidos externos¡ª con vocaci¨®n de met¨¢fora: la decisi¨®n de apartarse del mundo, rechazar lo colectivo para refugiarse en un espacio individual.
La industria, adem¨¢s, hab¨ªa cambiado mucho. D¨¦cadas antes su base era la venta de grabaciones en diversos soportes ¡ªvinilos, casetes, discos¡ª pero el invento de un sistema de registro digital llamado MP3 y la difusi¨®n de la inter-net propici¨® la instalaci¨®n de un sistema semejante al de las series: proveedores que, por una suma fija, ofrec¨ªan una cantidad desmedida de opciones ¡ªy se quedaban con dos tercios de los ingresos totales del sector. Otro rasgo de ¨¦poca: el intermediario como beneficiario principal. Y la idea, que s¨ª era novedosa, de que no era necesario poseer algo para usarlo: las personas escuchaban canciones sin ¡°tenerlas¡± bajo ninguna forma f¨ªsica.
El m¨¢s usado de esos sistemas, una empresa sueca llamada Spotify, ofrec¨ªa en esos d¨ªas unos 80 millones de canciones ¡ªque aumentaban sin cesar y comprend¨ªan buena parte de lo grabado en los cien a?os anteriores. Pero de los ocho millones de autores de esas m¨²sicas, menos de 8.000 ganaban entonces m¨¢s de 100.000 d¨®lares al a?o con sus canciones, y menos de 800 m¨¢s de un mill¨®n. Las cifras, siendo desalentadoras, alcanzaban para llevar a tantos a tentar su suerte: cada cuatro segundos otra canci¨®n se agregaba a las listas. Spotify ten¨ªa unas 23.000 canciones nuevas cada d¨ªa, m¨¢s de 150.000 cada semana, 700.000 por mes: unos ocho millones de canciones nuevas cada a?o ¡ªy algunas incluso se escuchaban. Eran, por supuesto, ¨ªnfima minor¨ªa.
(Y, sin embargo, los dos artistas que ganaban m¨¢s dinero en esos d¨ªas ¡ªalrededor de 200 millones al a?o cada uno¡ª eran m¨²sicos brit¨¢nicos: el grupo Genesis y el cantor Sting. Los segu¨ªan un actor negro, los creadores de dos series de dibujos ¡ªSouth Park y Los Simpson¡ª y luego un actor blanco, un director de cine y otros tres m¨²sicos. De los diez, nueve eran hombres.)
La b¨²squeda del hit ¡ªel golpe¡ª era el motor constante. Nadie sab¨ªa de antemano cu¨¢les ser¨ªan, pero hab¨ªa algunas pistas. La m¨²sica segu¨ªa siendo, como lo hab¨ªa sido a lo largo de todo el siglo anterior, una industria que consist¨ªa en integrar al sistema la producci¨®n de los marginados ¡ªque, en general, cantaban su marginalidad pero aceptaban y festejaban esa integraci¨®n, los dineros y privilegios resultantes. El tango de los orilleros, el jazz de los negros, el rock de los j¨®venes rebeldes, el rap de los malandrines urbanos hab¨ªan sido los puntales de la m¨²sica m¨¢s popular precedente; ya en esos d¨ªas, una ensalada de ritmos latinos lascivos salpimentados con historias m¨¢s o menos criminales coparon el mercado internacional y vendieron sus cadencias en todos los continentes. Su producci¨®n sol¨ªa ser muy deliberada: los artistas ¡ªcompositores, instrumentistas y cantores¡ª resignaban su independencia para ponerse a las ¨®rdenes de unos artesanos llamados productores, que coordinaban todos los aspectos de su producto con la clar¨ªsima, indisimulada meta de vender todo lo posible. Y funcionaba: incluso los hits populares de los grandes mercados de la China o la India ¡ªa pesar de sus antiguas tradiciones propias¡ª llevaban la huella de globalizaci¨®n.
Quiz¨¢ por eso, la m¨²sica ocupaba ese lugar de privilegio que las otras artes hab¨ªan perdido: estaba en todas partes. La pl¨¢stica, por ejemplo, hab¨ªa cedido tanto que su circulaci¨®n restringida se hab¨ªa mantenido estacionaria durante d¨¦cadas, sin mayores novedades: era el coto de unos cuantos artistas y unos pocos entendidos que fogoneaban un mercado limitado a los m¨¢s ricos y a los museos estatales, y donde un cuadro o escultura recientes nunca alcanzaban los precios ¡ªla medida de la consideraci¨®n¡ª de las obras de m¨¢s de cien a?os.
Hasta que, de pronto, a fines de la d¨¦cada del ¡®10, empez¨® a conocerse una tendencia nueva, sorprendente: los NFT ¡ª¡±Non Fungible Token¡±¡ª eran, en s¨ªntesis, registros digitales, garantizados por su ubicaci¨®n dentro de sistemas de ¡°block chain¡± (ver cap.12), que confirmaban que tal o cual persona era la due?a de tal o cual obra. Lo curioso era que la obra, al ser digital, pod¨ªa ser reproducida infinitamente y disfrutada por cualquiera que tuviera una pantalla; lo que no pod¨ªa serlo era su propiedad. Hab¨ªa quienes dec¨ªan ¡ªaunque no terminara de estar claro¡ª que lo que se celebraba al fin sin m¨¢s tapujos, tras tanto disimulo, no era la obra sino su posesi¨®n.
* * *
Vista desde ahora, las tasas de ocio que viv¨ªan las sociedades de principios del siglo XXI parecen desde?ables, pero esa ¡ªrelativa¡ª explosi¨®n fue decisiva en el desarrollo de los relatos reci¨¦n rese?ados. A¨²n as¨ª, es probable que las dos formas m¨¢s novedosas y decisivas de ocupar los nuevos tiempos libres fueran dos fen¨®menos que se originaron y crecieron a lo largo del siglo XX y ocupaban, ya a principios del XXI, un lugar absolutamente preponderante: el turismo, el deporte. Ya nos hemos ocupado del turismo (ver cap.14). Y quiz¨¢s el rasgo cultural m¨¢s sorprendente de esos tiempos fue la influencia y difusi¨®n que consegu¨ªan esos eventos protagonizados por cuerpos de personas ¡ªentre una y quince, grosso modo¡ª que se enfrentaban seg¨²n diversas reglas para tratar de imponerse a cuerpos semejantes: el deporte.
La noci¨®n de deporte siempre hab¨ªa existido, pero termin¨® de codificarse y consolidarse a fines del siglo XIX, impulsada por los colonos brit¨¢nicos en muy diversos rincones de la Tierra. Fue entonces cuando se convocaron los primeros ¡°Juegos Ol¨ªmpicos¡± ¡ªcopia de unos rituales griegos que inclu¨ªan diversos enfrentamientos de los cuerpos¡ª y fue entonces, sobre todo, cuando se afianzaron en el mundo los grandes deportes que lo dominaban todav¨ªa en la Tercera D¨¦cada: el f¨²tbol, m¨¢s que nada, y el basketball, el tenis, el beisbol o el cricket, el rugby, el box, las carreras de m¨¢quinas diversas.
Ser¨ªa engorrosos repasarlos en detalle. Algunos ten¨ªan predominios parciales ¡ªel cricket solo se jugaba en los pa¨ªses ex brit¨¢nicos, el b¨¦isbol en los ex norteamericanos, el hockey sobre hielo en los helados, y as¨ª de seguido¡ª pero el f¨²tbol se hab¨ªa difundido en casi todos. Su fuerza ten¨ªa una caracter¨ªstica particular: un pensador de la ¨¦poca lo defini¨® como ¡°el invento m¨¢s exitoso que podr¨ªa no haber existido nunca¡± ¡ªpara decir que nada permit¨ªa prever su creaci¨®n y auge: que si no hubiera existido nadie lo habr¨ªa extra?ado.
El f¨²tbol ¡ªpiepelota¡ª era, quiz¨¢, el relato m¨¢s seguido de esos tiempos: la historia de c¨®mo dos grupos contrapuestos pretenden hacer lo mismo al mismo tiempo y solo uno de ellos lo consigue. La gran puesta en escena de esa idea central, que pod¨ªa discutirse pero all¨ª era indiscutible: que para que unos ganen es necesario que otros pierdan.
(Y que el triunfo compartido ¡ªque llamaban empate¡ª es una variaci¨®n de la derrota.)
Como algunos saben todav¨ªa, el f¨²tbol f¨ªsico era un juego que practicaban cuerpos humanos verdaderos, once personas contra otras once encerradas en un predio de una hect¨¢rea para disputarse con los pies el control de una esfera de cuero real de unos 22 cent¨ªmetros de di¨¢metro y medio kilo de peso con el fin de introducirla ¡ªsiempre sin las manos¡ª en un espacio de 171.288 cent¨ªmetros cuadrados delimitado por dos tubos verticales y uno horizontal. Aunque ya empezaban a imponerse los torneos femeninos, los de hombres ¡ªque hab¨ªan sido casi exclusivos durante el siglo XX¡ª manten¨ªan su ventaja de p¨²blico, repercusi¨®n, ganancias.
Los futbolistas eran grandes agentes dinamizadores de la econom¨ªa: su pr¨¢ctica produc¨ªa negocios por valor de unos 40 o 50.000 millones de euros al a?o. Estaba, por supuesto, todo el movimiento directo ¡ªtransmisiones, publicidades, grandes contratos de las grandes estrellas. Estaba la venta de sus camisetas y dem¨¢s chucher¨ªas: en 2021, las cinco grandes ligas europeas vendieron 16 millones de camisetas de sus jugadores: un negocio de 1.600 millones de euros. Y hab¨ªa efectos m¨¢s impensables, como la explosi¨®n de una rama artesanal de ¨¦poca: la peluquer¨ªa para hombres. Hasta entonces los peluqueros inventivos eran para mujeres. Pero los futbolistas impon¨ªan peinados o cortes complicados que millones quer¨ªan imitar y para eso se precisaban profesionales preparados. Gracias a ellos, la peluquer¨ªa para hombres se multiplic¨® como salida laboral para miles y miles.
Pero, m¨¢s all¨¢ o m¨¢s ac¨¢ de esos negocios, hab¨ªa algo que val¨ªa m¨¢s que nada: el f¨²tbol establec¨ªa un modelo. Gracias a la televisi¨®n globalizada, el mundo rebosaba de chicos que quer¨ªan ser como sus ¨ªdolos: apuntarse al mito del ¨¦xito s¨²bito, inmediato, casi sin esfuerzo, ganar fortunas sin saber gran cosa, acelerar los coches m¨¢s potentes, beneficiarse a las rubias m¨¢s taradas, ganarles a todos porque solo importaba yo yo yo; vivir para el triunfo y el dinero y los aplausos. Por eso al capitalismo global el f¨²tbol le sal¨ªa muy barato: lograba que millones, cientos de millones de chicos en el mundo pensaran que lo mejor que les pod¨ªa pasar era abandonar su barrio, sus amigos, su pa¨ªs, y apostar a la salvaci¨®n individual: no buscar la forma de crecer con todos sino dejarlos atr¨¢s y transformarse en uno de los otros, triunfar en esta vida.
Mientras tanto, un partido de f¨²tbol consist¨ªa en una sucesi¨®n interminable de fracasos: su meta de introducir la esfera entre los postes se cumpl¨ªa muy poco, quiz¨¢ dos o tres veces a lo largo de la hora y media larga que duraba. Esa conciencia del fracaso sostenido deb¨ªa darle, imaginamos, un car¨¢cter ejemplar que lo enaltecer¨ªa. En una ¨¦poca en que las v¨ªctimas eran la categor¨ªa m¨¢s reverenciada, unos cuerpos que eran v¨ªctimas permanentes de su dificultad y su torpeza se merec¨ªan toda consideraci¨®n.
Pero no parece que esta derrota permanente haya podido justificar por s¨ª sola su ¨¦xito incre¨ªble: el f¨²tbol era uno de los temas centrales de esos d¨ªas, lo segu¨ªan innumerables medios de prensa ¡ªdiarios y revistas y programas de radios y televisiones especiales¡ª y ten¨ªa una facilidad enorme para producir conciencia grupal, lealtades tremebundas. En tiempos en que las personas cambiaban con frecuencia de trabajos, parejas, pa¨ªses, actividades, idea de s¨ª mismas, a¨²n de sexo, muy pocas imaginaban la posibilidad de cambiar de ¡°pertenencia¡± futbol¨ªstica: la mayor¨ªa eleg¨ªa, en su infancia, ¡°ser¡± de un club y segu¨ªa ¡°si¨¦ndolo¡± a lo largo de su vida. Esta pertenencia implicaba alegrarse con las victorias de ese equipo y las derrotas de alg¨²n otro, apenarse con sus derrotas y las victorias de ese otro, prestarle una atenci¨®n extrema. Lo cual se reproduc¨ªa a nivel nacional: los ciudadanos de cada pa¨ªs supon¨ªan que su ¡°selecci¨®n¡± ¡ªel equipo formado con los mejores jugadores nacidos en su territorio¡ª representaba a sus patrias y a ellos mismos, enarbolaban su orgullo y su bandera: durante sus a?os de gloria el f¨²tbol probablemente fue, entre otras cosas, la mejor manera de resolver sin resolver los conflictos entre pa¨ªses y sectores: de mimarlos, disolverlos en un gran como si. Eran brutas explosiones de nacionalismo donde nada explotaba, una manera casi afortunada de encauzar la estupidez global por v¨ªas inocuas.
Ese fue su rasgo principal: la fuerza de la sustituci¨®n. Los millones y millones de aficionados consegu¨ªan sentir que lo que hac¨ªan esos once cuerpos en el campo los representaba, los involucraba; sol¨ªan hablar de esas acciones en primera persona del plural: ganamos, perdimos, salimos campeones. Era, sin duda, la consagraci¨®n m¨¢s extrema de la delegaci¨®n: ellos hacen, nosotros miramos, lo hacemos entre todos. Con el poder de este mecanismo, se hizo incre¨ªble la cantidad de personas que los segu¨ªan. El f¨²tbol lleg¨® a un grado de popularidad como nunca antes hab¨ªa tenido nada ¡ªsalvo, quiz¨¢s, alguna religi¨®n en su momento m¨¢s glorioso. El ¨²ltimo partido de su ¡°Mundial¡± de 2022 fue vista en directo por m¨¢s de 1.500 millones de espectadores: no hab¨ªa habido, en toda la historia de la humanidad, ning¨²n momento en que esa cantidad de personas hubiera hecho lo mismo al mismo tiempo.
(Y el triunfo en esa competencia de un pa¨ªs que se llamaba Argentina caus¨® la mayor movilizaci¨®n popular de su existencia, cinco millones de personas en la calle.)
Pero el deporte, en esos d¨ªas de preeminencia de los cuerpos, no solo era un espect¨¢culo: todav¨ªa estaba firmemente arraigada la convicci¨®n de que ¡°hacer deporte¡± era bueno para la mente y el cuerpo: los padres fomentaban esas actividades en sus hijos, las realizaban ellos mismos mientras pod¨ªan, sent¨ªan la p¨¦rdida de esas facultades como una prueba irrecusable de su decadencia. Resulta, a la distancia, tan sorprendente recordarlo.