Goles en las cumbres
Austria es uno de los pa¨ªses m¨¢s futboleros del mundo - Suiza no le anda a la zaga - La pasi¨®n por el bal¨®n impregna la vida en ciudades con mucha historia - ?ste es un recorrido por el alma de los dos pa¨ªses anfitriones del campeonato europeo de f¨²tbol
En la novela El miedo del portero ante el penalti, el escritor austriaco Peter Handke explora la dificultad de conectar la vida interior de Josef Bloch, antiguo guardameta sin trabajo, con la realidad que vocifera a su alrededor. El problema de Bloch acaba convirti¨¦ndose en un asunto de reflejos y palabras, de c¨®mo leer la direcci¨®n que tomar¨¢ el bal¨®n. Esta met¨¢fora futbol¨ªstica era, cuando Handke la escribi¨® en 1970 y aun hoy, una met¨¢fora de Austria, sus gentes y su historia. La revelaci¨®n hace poco del caso de Josef Fritzl, que tuvo encerrada durante 24 a?os a su hija en una casa de Amstetten, entre Linz y Viena, ha espeluznado a todos, dando la raz¨®n a escritores de Austria como Musil, Bernhard y Jelinek. La literatura, igual que el miedo del portero al bal¨®n parado a los once metros, contiene el lado secreto, siniestro, de una sociedad.
Especial Eurocopa 2008 |
Austria es un pa¨ªs con suerte, a pesar de los reveses que sufri¨® el siglo pasado. El desgajamiento de su imperio, la anexi¨®n de la Alemania nazi y la posterior ocupaci¨®n aliada lo dejaron tocado. Durante la guerra fr¨ªa, al menos desde Espa?a, parec¨ªa un pa¨ªs nevado y a¨¦reo, como detenido en el vuelo sublime de esos saltadores alpinos que nos mostraba la televisi¨®n despu¨¦s del vien¨¦s concierto de A?o Nuevo. Austria no estaba dentro del tel¨®n de acero, pero s¨ª en su antesala. Viena era el teatro favorito de los esp¨ªas. Por eso todav¨ªa hoy quedan restos de la intervenci¨®n obsesiva del Estado en la cultura y el deporte. Ser escritor en Austria es una bendici¨®n, y no digamos saltador alpino de A?o Nuevo.
Si usted mira en un mapa de Europa y pone el dedo justo en el centro, en su llaga como si dij¨¦ramos, se encontrar¨¢ con el Danubio, a las afueras de Viena. Su posici¨®n de cruce de caminos entre el este y el oeste ha enriquecido la naci¨®n alpina y a la vez provocado no pocos quebraderos de cabeza a su clase dirigente. La primera vez que estuve en Austria llegu¨¦ en un tren nocturno desde Venecia. Entonces Viena era una ciudad cara donde subir al tranv¨ªa val¨ªa tanto como una comida decente en Barcelona y las puertas cerraban con suavidad. Las almohadas parec¨ªan altos picos nevados y daba v¨¦rtigo apoyar ah¨ª la cabeza. En el Danubio se pescaban truchas. Ancianas con sombreros parecidos a merengues atend¨ªan mi desorientaci¨®n con exquisita amabilidad. Los a?os han rejuvenecido algunos rasgos y suavizado otros. La antes t¨¦trica avenida de G¨¹rtel es ahora un lugar agradable, y los Gr?tzeln han cambiado la fisonom¨ªa de una metr¨®poli que sigue siendo fr¨ªa y elusiva. Es f¨¢cil imaginar a los bur¨®cratas de Musil haciendo c¨¢balas en remozados edificios barrocos y a los amantes de Schnitzler co??rriendo a su pr¨®xima aventura con ol¨ªmpico cinismo. Y a Thomas Bernhard, el escritor m¨¢s odiado de Austria, planear ante un caf¨¦ turco y un trozo de Sacher su pr¨®xima maldad dram¨¢tica o su tan postergado suicidio.
Si aterrizamos en Salzburgo, la ciudad de Mozart, nos encontraremos que sus felices habitantes niegan abochornados que Adolf Hitler hubiese sido nunca compatriota suyo. Gerlinde, una amiga de Hallein, suele afirmarlo con frecuencia. Y es que, seg¨²n todos los indicios, el F¨¹hrer naci¨® cerca de Linz, en la alta Austria, ciudad industrial y puerto del Danubio. Si en Salzburgo el atrac¨®n mozartiano es seguro, en Innsbruck hay muchos jugadores de ajedrez. Innsbruck es una alegre ciudad entre monta?as dotada de muchos lugares tranquilos donde jugar al ajedrez con piezas grandes. En uno de sus parques conoc¨ª al jugador m¨¢s veloz del mundo, que no bien su contrincante hab¨ªa movido pieza, ya se lanzaba al ataque sin m¨¢s prevenciones. As¨ª como en Salzburgo uno aprende a odiar la m¨²sica genial, y en Linz uno se aburre, en Innsbruck se deja transcurrir el tiempo sin agobiarse. Sus ciudadanos son gente de monta?a, afables y discretos. Y parecen dormir con los esqu¨ªes puestos. Unas calles impolutas -la preciosa calle de Maria-Theresien- por donde se cuela un viento helado, vivificante. Adem¨¢s, fue en Innsbruck donde com¨ª el mejor schnit?zel (filete empanado fin¨ªsimo y extenso como un mapa de carreteras), mejor incluso que en el Figlm¨¹ller vien¨¦s.
Austria parece un pa¨ªs compacto y uniforme, pero es muy regional, incluso m¨¢s que Suiza, que por su diversidad ling¨¹¨ªstica y cultural deber¨ªa serlo mucho m¨¢s. El idioma alem¨¢n es hablado con un acento pastosamente dulce y entrecortado. Las variedades dialectales son infinitas y dif¨ªciles. Hay grandes diferencias entre Carintia y el Tirol; la gente de Klagenfurt puede mirar por encima del hombro a los de Bregenz, y en Viena, algunos considerar¨¢n palurdos a los nativos del sur del pa¨ªs o del Voralberg. La influencia de Alemania, tras la dura lecci¨®n nazi, es cuestionada, pero innegable. El tono de su voz, lleno de matices for¨¢neos, hace que el germanismo austriaco resulte diferente. El poeta Hugo von Hofmannsthal hablaba de una "melod¨ªa interior". Como Grillparzer, sosten¨ªa que Austria era la guardiana del germanismo m¨¢s puro (eso se ve en el Apfelstrudel) y que su secreto es la intimidad con la naturaleza, la intuici¨®n del misterio de las cosas m¨¢s all¨¢ de las apariencias. Exacto: la naturaleza, que en Austria es casi todo, inunda el coraz¨®n de los austriacos en forma de bosque, nieve, agua. Mientras que la pulsi¨®n b¨¢sica del alem¨¢n es hacer (machen), la del austriaco es disfrutar (genie?en). As¨ª, el sue?o monstruoso alem¨¢n, Prusia, era algo hecho por el hombre, y Austria, algo dado, puesto ah¨ª, una naturaleza generosa y bella al alcance de la mano.
Cualquier concierto de Mozart, cualquier lieder de Mahler, cualquier serie de doce notas de Sch?nberg ilustran el car¨¢cter y las contradicciones de la sociedad austriaca. Una cultura hedonista y refinada, aturdida por su suntuoso pasado, fiel a la tradici¨®n, convive con un temperamen??to fr¨ªvolo y extremo, de gustos morbosos, como la obsesi¨®n por la muerte, tan vienesa. En Austria he visto comer y beber con un entusiasmo que en Italia y en Francia desconocen. Las maneras delicadas y ceremoniosas de los austriacos no son ¨®bice para que, seg¨²n Elfriede Jelinek, el pa¨ªs y sus hombres est¨¦n impregnados de nazismo. Orgullosos de la belleza de la tierra y la altura de sus genios en tantos ¨®rdenes, desde la m¨²sica (Schubert) hasta la filosof¨ªa (Wittgenstein), pasando por la ciencia (Lorenz, Freud) y el arte (Klimt), los austriacos se sobresaltan con casos como el de Amstteten, el pasado nazi de Waldheim, uno de sus pol¨ªticos m¨¢s conocidos, o el populismo retr¨®grado de Haider.
Ni en Viena ni en Salzburgo es oro todo lo que reluce. Lo sab¨ªa Bernhard, que no dej¨® de confrontar la realidad del ser austriaco con una naturaleza y una cultura que no eran para ¨¦l sino la epidermis de una raza degenerada. Mientras El¨ªas Canetti pega fuego a su Viena, Handke, nacido en el coraz¨®n verde de Austria, condena a su portero al silencio terrible de la pena m¨¢xima, pues las palabras de todos, genios y monstruos, se han convertido en calderilla que se arroja a la red abierta de la porter¨ªa.
Puertas al campo, las fronteras entre los pa¨ªses siempre resultan pomposas y rid¨ªculas. La cercana a Bludenz, puerta de los Alpes, casi ni la notas. Ven¨ªa de Landeck, en el oeste de Austria, all¨ª donde el pa¨ªs se adelgaza como el rabo de una pera. Hab¨ªa ascendido el Stanzertal, atravesado el Arlberg y descendido el Klostertal. Estaba en el llamado Vorarlberger Oberland, que re¨²ne todo tipo de paisajes, desde la llanura, anegada de huertos frutales y flores y las colinas onduladas, hasta la media y la alta monta?a. Llegu¨¦ a Feldkirch, situado entre el valle del Rin y los contrafuertes de los Alpes. Y de repente estaba en Suiza, en Vaduz, no lejos de Davos, donde Thomas Mann levanta su monta?a m¨¢gica. Algunos pocos indicios me situaban en territorio suizo: la cruz blanca y ciertos detalles de la arquitectura, as¨ª como los colores algo m¨¢s chillones de las fachadas, subrayaban el cambio de aires.
Algunos suiz¨®logos sostendr¨¢n que los Alpes suizos son m¨¢s salvajes y aut¨¦nticos; que sus valles y lagos tienen un encanto diferente, una ingenuidad y despreocupaci¨®n que contrasta con la tensi¨®n austriaca, donde cualquier paisaje lacustre de monta?a, incluso el m¨¢s rec¨®ndito y sereno, puede romperse de repente por el disparo de una escopeta o un grito surgido de las gargantas de los abetos.
Se trata de percepciones. Y tambi¨¦n de las ideas recibidas y acu?adas acerca de Suiza y sus gentes. Los relojes, los quesos, el chocolate y los bancos conforman la mitolog¨ªa de un pa¨ªs apacible y culturalmente diverso, que habla cuatro lenguas y cuya unidad pol¨ªtica obedece a lo que se llama "naci¨®n-voluntad". Es posible que su privilegiada neutralidad, as¨ª como la alta renta per c¨¢pita, haya influido mucho en mantenerlo ¨ªntegro. Pero el desequilibrio cultural salta a la vista: 17 de los 26 cantones est¨¢n en la zona germana, es decir, que tres de cada cuatro suizos hablan alem¨¢n. El franc¨¦s es la segunda lengua, a la que sigue el italiano del Tesino. El antagonismo religioso entre protestantes y cat¨®licos es patente, y no digamos el que se libra entre las poderosas ciudades franc¨®fonas y germanas y el campo, la monta?a. Quiz¨¢ la ¨²nica explicaci¨®n de que esta ficci¨®n nacional no se haya roto todav¨ªa es, valga el chiste, que todos son suizos.
Recuerdo que a?os atr¨¢s me fascin¨® el novelista de Z¨²rich Max Frisch. Le¨ª todo lo que hab¨ªa escrito. Me acostumbr¨¦ a su prosa, a su mirada, a su tono. Me identifiqu¨¦ con sus personajes (Faber, Stiller, Gantenbeim), con sus casas, sus mujeres, con su dieta y sus divorcios. Llegu¨¦ a pensar que yo tambi¨¦n era suizo. Por eso puedo hablar de ellos con conocimiento de causa. Y s¨¦ que los suizos no cometen incestos brutales, entre otras cosas porque est¨¢n siempre ocupados en ser exactos y limpios. S¨¦ que ocultan algo, mientras que la mayor¨ªa de los austriacos no ocultan nada. S¨¦ que se toman muy en serio incluso cuando juegan a la petanca, al menos un pintor suizo que conozco es as¨ª.
Los suizos son gente tranquila y espabilada que sabe aprovechar las oportunidades. Frisch desmont¨® al h¨¦roe nacional suizo Guillermo Tell en una obra de teatro, haciendo de ¨¦l un campesino tozudo empe?ado en disparar flechas. Pongamos los relojes. No los inventaron ellos, si bien la obsesi¨®n por la exactitud ya fue observada por Montaigne, quien, al viajar por el pa¨ªs helv¨¦tico, anot¨® que cada pueblo ten¨ªa su torre con reloj. Breguet aprendi¨® el oficio en Francia y all¨ª se estableci¨®. Al principio, los relojeros suizos copiaban en peque?os talleres de Ginebra modelos franceses e ingleses. Pero con el tiempo, la meticulosidad, la perspectiva comercial y el soporte de la banca hicieron del reloj suizo un negocio perfecto. Tampoco inventaron la banca moderna, cosa m¨¢s propia de alemanes del norte y brit¨¢nicos. Supieron forjar, sin embargo, un sello de seguridad y discreci¨®n hasta el punto de que a cualquiera que le sobrase el dinero lo depositaba en un banco helv¨¦tico.
En Ginebra, incluso las aguas del Leman parecen liberar intereses excedentes a trav¨¦s del alto surtidor. A sus orillas hay un parque donde un Jean-Jacques Rousseau de bronce medita solitario acerca del destino desigual de los hombres. M¨¢s del 50% de los matrimonios suizos se divorcian, quiz¨¢ porque las esposas leen a Max Frisch. Este autor, por cierto, tuvo un largo romance con la poetisa austriaca Ingeborg Bachmann, cuya poes¨ªa apocal¨ªptica no parece deber nada a los problemas de identidad de Frisch, t¨ªpico de los suizos, tan seguros en su no-identidad cultural. Cuando los suizos se vuelven locos, son muy mansos y agradables, como Robert Walser, que muri¨® de fr¨ªo en uno de sus largos paseos por las vaguadas alpinas de Herisau vestido como un banquero arruinado. En los escritos de Walser se muestra la otra cara del alma suiza: la de la inseguridad moral del orden, el desamparo de su tan aireada independencia.
La comida suiza no es nada especial, pues toma mucho de los vecinos. Su presencia se deja sentir desde el pasado. Siempre me han gustado esos excelentes bollos, los suizos, que a veces tienen la forma de panecillo. El chocolate con leche, el dulce perpetuo de la infancia, parec¨ªa venir directamente de los verdes valles helv¨¦ticos. Despu¨¦s, los adultos se aficionaban a la fondue y a los quesos de Gruy¨¨re, de Emmental o un sinf¨ªn m¨¢s, cada cant¨®n tiene los suyos. Mi plato suizo favorito es el r?sti, las patatas ralladas y crujientes formando una torta que recuerda algo a nuestra tortilla de patata.
El cine suizo tuvo su instante de gloria. Un cineasta de la Suiza franc¨®fona, Alain Tanner, nos mostr¨® hace a?os los entresijos de la familia suiza, y otro, afincado en Par¨ªs, Godard, hizo pel¨ªculas de culto que resultan ahora muy aburridas. El popular personaje de Heidi, salido de la nostalgia de Johanna Spiry, ten¨ªa m¨¢s miga. La regi¨®n de Maienfeld, en los Grisones, donde viv¨ªa la ni?a con su abuelo, retiene a¨²n esa atm¨®sfera ingenua y simple de las monta?as, donde a veces nos falta el aire, debido a la altura o la piedad. Spiry confes¨® que si su vida aparente carec¨ªa de inter¨¦s, la interior "est¨¢ llena de tormentas, pero ?qui¨¦n es capaz de describirlas?". Vivi¨® casi toda su vida en un chalet de los suburbios. La mayor sensaci¨®n de calma y quietud que he tenido nunca no fue en el desierto ni en medio del mar, sino en un barrio de clase media de Z¨²rich. Las alineadas casas de techo puntiagudo y jard¨ªn florido, cercanas pero a prudente distancia una de otra, como si estuviesen en la alta monta?a, parec¨ªan vigilar el silencio desde sus sim¨¦tricas ventanas como ojos.
Berna, la capital de Suiza, tiene el honor de haber albergado en 1954 la primera victoria alemana de la posguerra, cuando en un partido heroico los germanos ganaron a la invencible Hungr¨ªa de Puskas. Lo que cualquier ni?o alem¨¢n conoce por "el milagro de Berna" devolvi¨®, gracias al f¨²tbol, la dignidad a un pueblo inmerso en el trauma. Y en cuanto a Austria, quiz¨¢ sea el pa¨ªs m¨¢s futbolero de Europa. Algunos escritores austriacos han dedicado libros enteros a ¨¦l. Es el caso de Franzobel, un joven autor muy popular en Viena, delantero del equipo de escritores que cada a?o se enfrenta al de editores y cr¨ªticos en la fiesta literaria de Klagenfurt. Su locura por el f¨²tbol le lleva a decir que es "un juego sagrado, una religi¨®n", y que entre las nuevas tendencias pol¨ªticas se deber¨ªa incluir el "f¨²tbol-feudalismo". Austria, olvidando a Josef Bloch, ha perdido el miedo al penalti.
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