La cima de la frustraci¨®n
60 a?os despu¨¦s de la conquista del Everest de Hillary y Norgay,los sherpas reflejan la brecha que les separa del mundo occidental y la falta de reconocimiento a su labor
Si el Everest es la cima del planeta, la cima de los excesos alpin¨ªsticos, y en muchos casos el punto culminante de la idiotez y el ego¨ªsmo del ser humano, tambi¨¦n parece ser el techo de la frustraci¨®n de una parte del pueblo sherpa, del mismo pueblo budista, tradicionalmente pac¨ªfico, que ahora grita su enorme frustraci¨®n. Sir Edmund Hillary sab¨ªa muy bien lo que se hac¨ªa el 29 de mayo de 1953 cuando pidi¨® a Tenzing Norgay que posase, triunfador, en la cima del Everest, minutos despu¨¦s de su conquista: al ponerle bajo los focos, reclam¨® la atenci¨®n del mundo sobre una etnia desconocida. Hoy, justo 60 a?os despu¨¦s, los sherpas son famosos por su fortaleza, su adaptaci¨®n natural a la altura y su bien remunerada servidumbre: hacen todo el trabajo sucio para que los occidentales puedan exhibir en sus casas una foto en la ansiada cumbre del Everest. En el imaginario colectivo, el sherpa ha observado durante seis d¨¦cadas la imagen de Tenzing Norgay: confiado, sereno, consciente de su fortaleza pero sin ostentaciones, incorruptible, leal, y perpetuamente afable. Como Keshab Gurung, el sherpa que permaneci¨® tres d¨ªas a 8.000 metros en el Dhaulagiri junto al catal¨¢n Juanjo Garra, cuid¨¢ndole despu¨¦s de que este sufriera una fractura de tobillo que le postr¨® cost¨¢ndole ello la vida. Suceden episodios como este, pero tambi¨¦n otros que hacen que la imagen de los sherpas no sea como se hab¨ªa estereotipado.
Una violenta pelea el mes pasado fue la v¨¢lvula de escape a la ira acumulada
Por el camino entre Norgay y Keshab, los sherpas han empezado a asumir una contradicci¨®n exasperante: por muy bien que se les pague, nunca tendr¨¢n los beneficios de sus patrones occidentales, ni, seguramente, el respeto de los clientes por los que se parten el espinazo. Y todo esto en una monta?a que los sherpas consideran suya, una propiedad que no han sabido (?ni podido?) gestionar a su gusto y cuya explotaci¨®n depende a¨²n de los visitantes occidentales, de los due?os de las expediciones comerciales que son quienes garantizan la clientela millonaria. Sin embargo, el orden establecido puede haber empezado a saltar por los aires: el pasado 27 de abril, en el campo 2 del Everest, se organiz¨® una suerte de caza al hombre blanco. Ese d¨ªa, una masa de 100 sherpas, con la cara tapada con pa?uelos y piedras en las manos, se dirigi¨® hacia el emplazamiento de las tiendas de Simone Moro, Ueli Steck y Jon Griffith con intenciones violentas.
Moro ha escalado cuatro veces el Everest, y pilota un helic¨®ptero de rescate que no cobra nada por sus servicios a los sherpas. Steck, el mismo que se jug¨® la vida para que I?aki Ochoa de Olza no falleciera solo, el tipo se?alado como el mejor alpinista de la ¨²ltima d¨¦cada, alguien que comparti¨® cordada con los sherpas para hollar sin ayuda de ox¨ªgeno artificial el Everest, hace un a?o, sigue sin explicarse qu¨¦ ha podido pasar para que aquellos sherpas con los que comparti¨® foto en la cima le gritasen que quer¨ªan matarlo. ?Qu¨¦ irrit¨® tanto a los sherpas? ?Qu¨¦ les llev¨® a protagonizar un intento de linchamiento? Moro, Ueli y Griffith creen que han sido los paganos de un malestar que los sherpas del Everest llevan a?os masticando sin poder tragar. ¡°El equipo que se encarga de fijar las cuerdas en el Everest se enfad¨® con nosotros tres cuando nos vio pasarles escalando sin cuerda. Debieron sentirse heridos en su amor propio y les debi¨® molestar que escal¨¢semos a nuestro aire. Pero el Everest es para todo aquel que pague el permiso¡±, aclara Moro.
¡°El pueblo sherpa siente que ha sido maltratado por los occidentales y que estos no les respetan como se merecen, especialmente en lo referido a los clientes¡± Griffith
En el incidente, Moro cruz¨® insultos con uno de los sherpas, quienes decidieron dejar su cometido y descender al campo 2. Para calmar las aguas, Moro y Steck fijaron 260 metros de cuerda hasta el campo 3, en un gesto de cordialidad y ayuda. No fue suficiente: al regresar al campo 2, pasaron la peor media hora de sus vidas. Alertados por la alpinista estadounidense Melissa Arnot, Moro y Griffith huyeron ladera arriba, no as¨ª Steck, al que agredieron con una pedrada en la cabeza. Arnot se interpuso entre los sherpas y Steck, salv¨¢ndole la vida, seg¨²n reconoce el suizo. Como l¨ªder de su expedici¨®n, Moro regres¨® a la tienda donde se hallaba Steck y sali¨® de la misma de rodillas, suplicando perd¨®n, tal y como le hab¨ªan indicado que hiciese. Recibi¨® una patada y un navajazo que impact¨® en la cintura de su arn¨¦s, por fortuna. Sin atreverse a agredir a la alpinista estadounidense, el grupo sherpa se despidi¨® asegurando que matar¨ªa a los tres escaladores a menos que abandonasen la monta?a. Para no pasar ante ellos, Moro, Steck y Griffith huyeron por el peligroso glaciar del Nuptse, sin cuerda, aterrorizados.
¡°El pueblo sherpa siente que ha sido maltratado por los occidentales y que estos no les respetan como se merecen, especialmente en lo referido a los clientes. Si uno contempla hasta qu¨¦ punto son lujosos ciertos campos base, uno puede entenderles. Algo tiene que cambiar en el Everest: nadie se pone as¨ª por una breve disputa. Lo que ocurri¨® responde a 10 o 20 a?os de frustraci¨®n¡±, considera Griffith.
Keshab Gurung, el sherpa que ayud¨® a Juanjo Garra
Imagen de Keshab Gurung, el sherpa que permaneci¨® tres d¨ªas a 8.000 metros junto al alpinista catal¨¢n Juango Garra. Keshab tiene 38 a?os y es de la localidad de Gorkha Laprak, en la regi¨®n del Manaslu. Est¨¢ casado y tiene dos hijas de 7 y 9 a?os de edad. En su curr¨ªculo figuran dos ascensiones al Manaslu, dos al Everest, una al Shisha Pangma y otra al Annapurna I. Trabaja para la agencia Bochi Bochi Trek, as¨ª como de freelance.
En cambio, estos d¨ªas, en el Dhaulagiri, Keshab ha permanecido tres noches sin equipo, a 8.000 metros, acompa?ando a Garra. Un gesto supremo de generosidad suicida. Los asiduos del Himalaya se?alan que la actitud de los sherpas cambia radicalmente lejos de las faldas del Everest.
Parece evidente que los sherpas han de ser escuchados. Tambi¨¦n es preciso entender que no todos los sherpas pertenecen a la etnia sherpa y que los trabajadores menos cualificados, los que se dedican en exclusiva a servir el t¨¦ a tipos que ni siquiera saben su nombre de pila y a cargar fardos monta?a arriba, proceden de otros valles de Nepal. Los sherpas mejor considerados tienen un estatus de gu¨ªas de monta?a y, tal y como sucede en Alpes, est¨¢n cansados de ser las ni?eras de unos clientes poco o nada capacitados desde el punto de vista t¨¦cnico o f¨ªsico, hartos de cuidar de tipos que muchas veces les tratan como animales de carga.
Y, por encima de todo, el Everest es un enorme negocio que mueve mucho dinero¡ casi siempre en una misma direcci¨®n. Se trata de un negocio explotado por occidentales con la inestimable colaboraci¨®n del pueblo local. Para el Gobierno de Nepal tambi¨¦n se trata de un negocio lucrativo, quiz¨¢ por eso no mueve ficha, temiendo espantar la llegada de turistas de altura. Hace un a?o, cuando algunos de estos fallecieron en atascos camino de la cima, varias voces solicitaron ante el Gobierno limitar la afluencia de aspirantes a la cima del Everest, pero nada se hizo.
Jon Griffith lo tiene claro: ¡°Nada cambiar¨¢ hasta que el dinero deje de llegar a las faldas del Everest. Mientras tanto, el show seguir¨¢ su curso¡±. La imagen de Hillary y Tenzing, paradigma del trabajo en equipo entre dos mundos diferentes, s¨®lo parece satisfacer, hoy en d¨ªa, a la parte occidental, la que mejor tajada ha sabido sacar al acuerdo de colaboraci¨®n con el pueblo sherpa.
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