Extra?a en el Bernab¨¦u
Detesto el f¨²tbol, lapidadme por hereje. No es una pose, ojal¨¢, es una incapacidad como otra cualquiera. Me encantar¨ªa que me encantase. Contemplando con envidia de excluida de la fiesta la pasi¨®n de los forofos, es obvio que me estoy perdiendo uno de los grandes placeres de la vida. Pero no hay manera, bien que lo siento. Es o¨ªr el soniquete de los cantores de gesta que lo glosan en la tele o en la radio, y entrar en fase REM aguda. Anoche, no obstante, asist¨ª a mi primer partido del siglo, nada menos que la semifinal de la Champions entre el Real Madrid y la Juve -obs¨¦rvese mi dominio de la jerga- y algo ha cambiado para siempre. Vi gente beber hasta reventar la vejiga en un botell¨®n gigantesco antes de entrar al estadio donde no se puede consumir m¨¢s alcohol que el de la enfermer¨ªa. Vi gente de todo pelaje cantar a grito pelado como una sola voz ultraterrena. Vi sudor. Vi l¨¢grimas. Vi la sangre de la aorta del p¨²blico bombear seg¨²n se iba acercando el final del partido y se mascaba la tragedia. Visto lo visto, he de reconocer dos cosas. Sigue sin gustarme el f¨²tbol: el verdadero espect¨¢culo est¨¢ en las gradas.
El asunto tiene mucho de oficio religioso. Al entrar al templo, los monaguillos del equipo anfitri¨®n reparten entre los fieles el himno de La D¨¦cima -obra de un bardo barbudo gallego, seg¨²n me cuentan-, como el misal en misa. Como en los servicios preconciliares, y a¨²n hoy en algunos pueblos que yo conozco, se separa a la parroquia por g¨¦neros. No a los hombres de las mujeres, un buen 30% de la masa, eso ser¨ªa inconstitucional. Sino a los de un equipo de otro, para evitar que salte la chispa y prenda la mecha de la violencia. As¨ª, mientras los madridistas campaban a sus anchas, que para eso estaban en casa, a los italianos los ten¨ªan estabulados en un alero del estadio. A la vez protegidos y enjaulados por una red como la que se pone en las cunas de los beb¨¦s cuando est¨¢n creciditos para que no se tiren de cabeza al suelo, solo que all¨ª no era para evitar suicidios involuntarios, sino para que los ni?os no arrojaran el biber¨®n del refresco, o el sonajero del iPhone al campo.
Sigue sin gustarme el f¨²tbol: el verdadero espect¨¢culo est¨¢ en las gradas
Ni?os, s¨ª. Porque ni?os eran, o parec¨ªan, todos y todas. Incluido un matrimonio de ancianos de los de misa de una en San Ferm¨ªn de los Navarros, de blanco impoluto ambos, que solo perdieron los nervios ¨C¨¦l, no ella- con un presunto penalti no pitado abucheado por el abuelo con un golpe de su bast¨®n de empu?adura de carey sobre la barandilla. As¨ª estaban todos. Tan felices, tristes, aburridos y exaltados a ratos como solo est¨¢n los cr¨ªos de primaria. En resumen: veintidos chavales jugando al bal¨®n sobre un mantel de picnic a cuadros verde hierba, y 90.000 compinches d¨¢ndoles instrucciones precisas desde el grader¨ªo: ¡°Bale: no te reserves, cabr¨®n, es ahora o nunca¡±, ¡°Cristiano: menos gomina y m¨¢s vaselina¡±, ¡°El que es bueno es Pirlo, el hijo de puta¡±. Al final, mientras los italianos esperaban en su cuna a que la polic¨ªa los escoltara al aeropuerto, grup¨²sculos de madridistas gritaban el en¨¦simo ¡°Florentino, dimisi¨®n¡± para las c¨¢maras de la en¨¦sima tele. Detr¨¢s, caminaba de la mano de su padre un ni?o regordete reventando las costuras de su camiseta con el 4 de Ramos a la espalda. Iban los tres ¨Cseguro que Ramos tambi¨¦n en el vestuario- llorando a l¨¢grima viva.
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