La tormenta
Una final de este tipo, entre dos clubes tan rivales, con dos aficiones que conviven en las mismas calles, acongoja necesariamente
Ambos equipos padec¨ªan atiquifobia. Con la final ya concluida (seg¨²n fuentes oficiales: yo ya no creo a mis propios ojos) y con media Argentina en delirio, por la euforia o por el dolor, puede afirmarse lo que antes solo era una sospecha: el miedo al fracaso hab¨ªa carcomido a los jugadores a medida que transcurr¨ªan las semanas. Resultaba casi inevitable. Una final de este tipo, entre dos clubes tan rivales y tan cercanos, con dos aficiones que conviven en las mismas calles, acongoja necesariamente. Porque ganar es maravilloso, pero perder es terror¨ªfico. Y los ANT (como llaman a los pensamientos negativos autom¨¢ticos, disculpen la psicolog¨ªa barata) afloran en los momentos m¨¢s inoportunos: ?y si perdemos? La imaginaci¨®n humana es muy f¨¦rtil a la hora de anticipar desastres y dolores de magnitudes c¨®smicas.
Quiz¨¢ Boca Juniors sufri¨® la atiquifobia (el t¨¦rmino cl¨ªnico para denominar el miedo al fracaso) de forma m¨¢s aguda. Ser¨ªa l¨®gico. Aunque ambos rivales so?aran de forma secreta con un milagro que impidiera jugar, Boca y su gente llegaron a acariciar ese milagro. Aplazaron por dos veces el encuentro de vuelta en el Monumental de River, con argumentos s¨®lidos, y durante varias jornadas creyeron que podr¨ªan ganar en un despacho. Esgrim¨ªan el precedente de 2015, cuando les dieron perdedores en una eliminatoria frente a River porque un ¡°bostero¡± energ¨²meno arroj¨® gas lacrim¨®geno al equipo ¡°gallina¡±. ?No era lo mismo el ataque contra su autob¨²s? ?No era justo descalificar a River? No es completamente descabellado suponer que para River tambi¨¦n habr¨ªa supuesto un mal menor: perder por v¨ªa administrativa no era perder, porque permit¨ªa discutir la decisi¨®n por los siglos de los siglos y afirmar sin ninguna duda que en el cambio habr¨ªa ocurrido otra cosa.
Aferrarse a eso no pudo ser beneficioso. Nunca lo es. Todos hemos vivido, a otros niveles, ese tipo de frustraci¨®n: parece que no llega el profesor, parece que finalmente no habr¨¢ examen, parece que nos libramos, y entonces el maldito entra en el aula. En este caso, el maldito profesor fue la Conmebol: hab¨ªa que concluir la final cuando fuera y donde fuera. Un mes m¨¢s tarde y a 10.000 kil¨®metros de Buenos Aires, pero se jugaba. Ya no cab¨ªa ninguna duda: de la final interminable iba a salir un vencido muy vencido.
La atiquifobia agarrot¨® las piernas. Ni Boca ni River son tan vulgares y timoratos como pareci¨® durante el primer tiempo. Estas situaciones de rigor mortis futbol¨ªstico en partidos que son m¨¢s que un partido solo las resuelve un genio (el Maradona de 1986, por ejemplo) o, lo m¨¢s com¨²n, un simple gol. Lo marc¨® Boca. Y no les liber¨® a ellos, sino a River. Boca empez¨® a reservar, River sinti¨® que ya no val¨ªa la pena especular y el ¨¢rbitro se entreg¨® a sus propias patolog¨ªas, indescifrables para el espectador.
Cuando River Plate se adue?¨® del juego se desat¨® una tormenta en Buenos Aires. Cuando se puso por delante, arreci¨® la lluvia. Ya en la pr¨®rroga, con Boca disminuido por una expulsi¨®n y entregado a asaltos irracionales, casi fren¨¦ticos, el fragor de los truenos se hizo tremendo. Como si la naturaleza quisiera acompa?ar lo que estaba ocurriendo en otro continente. Por debajo de los truenos, la ciudad gritaba. Se escuchaban alaridos de euforia, gritos de pavor, insultos desde un edificio a otro.
Y se acab¨®. Se acab¨® la final m¨¢s larga que se recuerda y se acab¨® la atiquifobia. No puede descartarse que m¨¢s de un ¡°bostero¡± desarrolle brontofobia (miedo a los truenos) y que a alg¨²n ¡°gallina¡± le ocurra lo que al protagonista de la canci¨®n ¡°La tormenta¡±, de Georges Brassens, y se ponga rijoso en cuanto vea un rel¨¢mpago.
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