El incalculable valor de un mundo que se acaba
Wimbledon es el ¨²nico del Grand Slam que se juega en hierba, circunstancia de la que se aprovecha en un ejercicio que combina la astucia comercial y un relato distintivo en un universo homog¨¦neo
Wimbledon se cerr¨® con la brillante final que disputaron Djokovic y Federer, un cl¨¢sico dentro del m¨¢s cl¨¢sico de los torneos, el ¨²nico del Grand Slam que se juega en hierba, circunstancia que deber¨ªa penalizarle, pero de la que se aprovecha en un eficaz ejercicio que combina la astucia comercial y un relato distintivo en un universo homog¨¦neo, sin aristas. Wimbledon es la delicatesen de la tradici¨®n en la ¨¦poca de las grandes superficies. Sabe vender al gran p¨²blico un producto destinado a las minor¨ªas, si de eso se trata jugar sobre un terreno que casi ha desaparecido en el tenis.
No siempre fue as¨ª. Hasta 1974, tres de los cuatros principales torneos del circuito ¡ªOpen de Estados Unidos, Open de Australia y Wimbledon¡ª se disputaban en la hierba. S¨®lo Roland Garros se escapaba a la norma, aunque adelantaba el futuro. El tenis se jugar¨ªa en pistas de cemento o sobre tierra batida, no sobre una superficie cara, dif¨ªcil de cuidar, irregular con el paso de los partidos, nada favorable al despliegue de habilidades, tan propiciadas por la televisi¨®n desde su desembarco global en los a?os 70.
El Open USA se disputaba en Forest Hills, un club privado en el barrio neoyorquino de Queens, presidido por una casa social estilo Tudor que le conced¨ªa un aire tan altivo como Wimbledon. En 1974 se disput¨® la ¨²ltima final ¡ªel argentino Guillermo Vilas derrot¨® al estadounidense Jimmy Connors¡ª y nadie se quej¨®. El torneo estaba atrapado por las deudas y por la amenaza de los nuevos tiempos. En 1975 se traslad¨® a Flushing Meadows, un escenario menos glamuroso, m¨¢s amplio, m¨¢s rentable y menos peliagudo. El cemento es m¨¢s f¨¢cil de cuidar que la hierba.
El sueco Stefan Edberg se impuso al australiano Pat Cash en la final del Open de Australia de 1987, la ¨²ltima edici¨®n disputada sobre la hierba. Un a?o despu¨¦s comenz¨® su nueva trayectoria, en la pista dura de Melbourne Park. Roland Garros mantuvo el polvo de arcilla, sin el menor debate sobre su futuro. El tenis, dominado durante d¨¦cadas por australianos y estadounidenses, con las excepciones de rigor, hab¨ªa cobrado un nuevo rumbo: hacia una vistosa globalidad. Hasta el Tel¨®n de Acero fue permeable a su encanto. El rumano Ilia Nastase y los checos Ivan Lendl y Martina Navratilova alcanzaron el estrellato.
Se anticipaba un complicado futuro para Wimbledon. La hierba hab¨ªa desaparecido de dos torneos del Grand Slam, el espect¨¢culo televisivo exig¨ªa algo m¨¢s que saques y voleas, el dinero se volcaba con el tenis y los jugadores se formaban en otras clases de superficies. Sin embargo, el mal pron¨®stico no se ha cumplido. En su solitaria condici¨®n, Wimbledon ha emergido con m¨¢s potencia que nunca. Ha hecho de su singularidad su principal atractivo y su gran valor comercial.
Wimbledon siempre ha tenido pretensiones de grandeza, cumplidas desde hace m¨¢s de un siglo, pero su posici¨®n actual es insular, sin apenas compa?¨ªa ¡ªlos pocos torneos que se juegan sobre hierba son preparativos para la cita londinense¡ª, radicalmente contraria a la corriente que impera en el tenis. Su gracia radica en el valor y en el prestigio que tiene lo distinto en un tiempo sin relieves.
No basta la tradici¨®n, ni la particularidad, para sobrevivir, ni muchos menos para fortalecerse en el mundo del deporte. Los directivos de Wimbledon han vendido el factor diferencial con una maestr¨ªa inigualable, sin caer en la par¨¢lisis nost¨¢lgica. Se han reedificado varios campos, se han instalado cubiertas retr¨¢ctiles en las dos pistas principales y todas las instalaciones invitan a una mezcla de modernidad y respeto a la historia, con un mensaje inequ¨ªvoco: en un mundo que se acaba, Wimbledon tiene m¨¢s fuerza que nunca.
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