La hora de las represalias
Los ataques a¨¦reos, aunque no produc¨ªan da?os militares, provocaban profunda indignaci¨®n y deseo de revancha. En respuesta, la fuerza a¨¦rea malague?a, compuesta de cuatro peque?os aviones de pasajeros, hizo una salida para bombardear la Alhambra; se dec¨ªa que al lado hab¨ªan instalado una bater¨ªa, y los pilotos aseguraron haberla acertado, aunque en realidad no dieron en el blanco. Pero la gente de la calle ped¨ªa sangre. Durante los primeros ocho d¨ªas despu¨¦s del alzamiento, como pude comprobar m¨¢s adelante, nadie fue ejecutado, aunque la prisi¨®n estaba llena de sospechosos.
Pero ya empezaban a discutir si cada vez que hubiera un ataque a¨¦reo que causara bajas, no habr¨ªa que sacar unos cuantos prisioneros de la c¨¢rcel y fusilarlos. Tambi¨¦n hicieron su aparici¨®n grupos de terroristas reclutados entre los miembros de la FAI que recorr¨ªan la ciudad y el campo en busca de fascistas. De repente, en unos d¨ªas, esta palabra, fascista, apenas o¨ªda antes, lleg¨® a significar un ser casi m¨ªtico, un enemigo de la raza humana, algo as¨ª como las brujas en el siglo XVII. Las emisiones de Queipo de Llano hab¨ªan contribuido a ello creando una imagen de furia s¨¢dica y de salvajismo. Gente as¨ª ten¨ªa que ser exterminada, Mi primer atisbo de este aspecto siniestro de la revoluci¨®n data de fines de julio. Un cami¨®n armado de las juventudes de la FAI se present¨® en nuestro pueblo, declarando que hab¨ªan venido para llevarse a los fascistas locales a la prisi¨®n de M¨¢laga. Un hombre muy impopular, un carabinero retirado, estaba confinado en el calabozo del pueblo, y como me dijeron que tambi¨¦n pretend¨ªan llevarse a un amigo m¨ªo llamado Juan Navaja, me apresur¨¦ a salir a la calle para ver si pod¨ªa intervenir en favor suyo. Al llegar, encontr¨¦ un cami¨®n abarrotado de muchachos —s¨®lo uno ten¨ªa m¨¢s de veinte a?os—- vestidos con camisas rojas y armados de fusiles y metralletas. No hab¨ªan encontrado a Juan, pero despu¨¦s de un gran revuelo y de muchas protestas de la gente que se hab¨ªa reunido, se llevaron al carabinero. C¨®mo garant¨ªa de que no lo liquidar¨ªan durante el viaje, permitieron que su mujer y su hija lo acompa?aran. Apenas hab¨ªa salido el cami¨®n cuando llegaron los dos secretarios del comit¨¦ del pueblo. Indignados ante est¨¢ autoritaria manera de proceder, montaron en un coche, alcanzaron al cami¨®n y obligaron a los muchachos a devolver al prisionero. Porque los principios del comunismo libertario exig¨ªan que cada pueblo juzgara a sus propios habitantes.
Aquella tarde los dos secretarios del comit¨¦ vinieron a verme para solicitar un donativo. Uno de ellos era un hombre joven y agradable, de menos de treinta a?os, que hablaba un castellano muy correcto. El otro era unos doce a?os mayor: elegido por su elocuencia, pod¨ªa haber sido en ¨¦poca distinta un fraile franciscano de grandes ojos h¨²medos y hablar suave y suplicante. Se sentaron a beber un vaso de cerveza conmigo y les felicit¨¦ por haber rescatado al carabinero.
? Yo soy partidario de matar a los realmente malos?, dijo el primero. ?La muerte no es nada. Se acaba enseguida, as¨ª que, ?por qu¨¦ temerla? Pero este carabinero no era demasiado malo, y ahora que ha recibido una lecci¨®n quiz¨¢ se arrepienta y se haga bueno?.
Su compa?ero de m¨¢s edad se mostr¨® de acuerdo con ¨¦l.
?Hubiera sido terrible que lo fusilaran. Es un hijo del pueblo. Su familia vive entre nosotros. ?Como podr¨ªamos mirarles a la cara si dej¨¢ramos que lo mataran??
Desconfianzas
Y empez¨® a extenderse con tono lacrimoso en comentarios sobre el terror que el pobre hombre habr¨ªa padecido. Quiz¨¢, como escrib¨ª en mi diario, no existe tanta diferencia como uno podr¨ªa imaginar entre la piedad sentimental de esta clase y una satisfacci¨®n de tipo s¨¢dico. En ¨¦pocas revolucionarias, reflexionaba yo, se hace bien desconfiando de todos los que encuentran un estimulo emocional en la muerte violenta o en el sufrimiento de otros. Esto no sucede en las guerras entre naciones.
Pero el carabinero no estaba a salvo. Pocos d¨ªas despu¨¦s las juventudes de la FAI volvieron con sus camisas color rojo sangre y su cami¨®n erizado de armas y se lo llevaron. Los dos secretarios del comit¨¦ hab¨ªan sido advertidos de que podr¨ªa ser peligroso tratar de resistir la voluntad del pueblo, y hab¨ªan salido de Churriana para no estar presentes. Nadie se atrevi¨® a oponerse a aquella partida de terroristas. Mientras pedaleaba en mi bicicleta, camino de M¨¢laga, al d¨ªa siguiente, vi el cuerpo del pobre hombre, a un lado de la carretera: no era ya un ser humano, sino un simple mu?eco roto.
Las personas sentenciadas a muerte no eran, sin embargo, las m¨¢s conspicuas. Los comit¨¦s de los sindicatos no hab¨ªan preparado listas de sus enemigos antes del alzamiento. Su desconocimiento de quienes deber¨ªan eliminar por razones ideol¨®gicas pon¨ªa de manifiesto una ingenuidad casi conmovedora. Mataban simplemente a la gente que no les gustaba: de ordinario, hombres de posici¨®n muy humilde que hab¨ªan ejercido alg¨²n tipo de tiran¨ªa sobre ellos. Era como si en un mot¨ªn militar se fusilara a todos los sargentos pero a muy pocos oficiales. Un caso aparte fue la ejecuci¨®n de todos los sacerdotes y frailes as¨ª como los miembros de la familia Larios, propietarios de la gran f¨¢brica de algod¨®n. En todas las revoluciones del siglo pasado hab¨ªan sido los primeros en sufrir las consecuencias. Pero a los terratenientes no les pas¨® nada. Viv¨ªan en sus cortijos, que no eran grandes, y eran bien conocidos de los hombres que trabajaban en sus tierras. Entre ellos, por ejemplo, mi vecino el coronel Ruiz, conocido por el "el coronel del mill¨®n de pesetas". La historia que se contaba era que, cuando trabajaba en Marruecos como habilitado, se hab¨ªa dejado tentar por un paquete que conten¨ªa un mill¨®n de pesetas en billetes, y subi¨¦ndose a su coche, se march¨® con ¨¦l. Al descubrir que le persegu¨ªan, se detuvo junto a un kiosco de peri¨®dicos, en Larache, envolvi¨® los billetes con un papel impermeable y los arroj¨® encima del kiosco. Le registraron nada m¨¢s detenerlo, pero al faltar la evidencia del robo tuvieron que dejarlo en libertad aunque le obligaron a retirarse del ej¨¦rcito. Dos a?os despu¨¦s volvi¨® a Larache, encontr¨® el hato de billetes todav¨ªa sobre el techo del kiosco, y se lo llev¨® a casa. Gast¨® el dinero en comprar un buen cortijo en Churrriana. Cuando unos a?os despu¨¦s el general Primo de Rivera subi¨® al poder, a ¨¦l le pareci¨® prudente retirarse por una temporada a Paris. Pero tampoco esta vez se encontr¨® evidencia contra ¨¦l, as¨ª que regres¨® a su casa. Como en el interregno hab¨ªa quedado viudo, se cas¨® con su ama de llaves. Fue este matrimonio, m¨¢s incluso que el esc¨¢ndalo financiero, lo que le distanci¨® de los otros miembros de su clase, los cuales se negaron a aceptar a su mujer. Como represalia, no quiso suscribirse al peri¨®dico conservador El Debate, y lo hizo, en cambio, al liberal El Sol, aunque carec¨ªa de convicciones pol¨ªticas. Esto le hizo bienquisto de la izquierda, y cuando muri¨®, su hijo, un simp¨¢tico homosexual muy divertido, hered¨® su popularidad.
Caso excepcional
Un caso m¨¢s excepcional, sin embargo, fue el del marqu¨¦s de las Nieves, hijo mayor del duque de Aveiro, que pose¨ªa una gran propiedad llamada El Retiro, fundada por un hijo ileg¨ªtimo de Felipe IV que lleg¨® a ser obispo de M¨¢laga. Esta casa, con su famoso jard¨ªn ornamental, estaba situada a mitad de camino entre Churriana y Alhaur¨ªn de la Torre. La familia viv¨ªa en Madrid y pocas veces ven¨ªa a M¨¢laga: en cuanto a las tierras, excepto las que estaban destinadas a parque y jard¨ªn, se las dejaban cultivar a los campesinos. Esto quiere decir que se les conoc¨ªa muy poco en el distrito. Sin embargo unos d¨ªas antes del alzamiento el marqu¨¦s de las Nieves se present¨® en su cortijo.
Alhaur¨ªn de la Torre era un pueblo muy anarquista, donde la tierra estaba bien distribuida. Cierto panadero, miembro de la FAI y muy fan¨¢tico, formaba parte del comit¨¦. Ya fuera por alg¨²n resquemor personal o porque no le gustaban los marqueses, decidi¨® que este joven arist¨®crata hab¨ªa que ?darle el paseo?. Pero los habitantes de Churriana sent¨ªan una antipat¨ªa tradicional por los de Alhaurin. Ese era el esquema tradicional: cada pueblo odiaba al vecino, pero ten¨ªa sentimientos amistosos hacia el pueblo de m¨¢s all¨¢. Cuando se supo que los de Alhaur¨ªn se preparaban para resolver por su cuenta el caso del marqu¨¦s, se produjo un revuelo. Discutieron el asunto en la casa del pueblo, donde se decid¨ªan los asuntos locales. Yo estaba presente aquella noche, de pie cerca de la puerta. El secretario lacrimoso se dirigi¨® a la asamblea. Al llamado marqu¨¦s, dijo, no hab¨ªa que hacerle da?o. Una prueba de su buena voluntad era su contribuci¨®n de doscientas pesetas para los gastos del comit¨¦. Considerando que hab¨ªa sido criado en el vicio y en la ociosidad, su donativo era prueba de un car¨¢cter noble y de sus simpat¨ªas hacia la nueva era de libertad y fraternidad que comenzaba. Nadie disinti¨®, tom¨¢ndose la decisi¨®n de proporcionarle una guardia permanente que ¨¦l, por supuesto, tendr¨ªa que pagar y alimentar. El marqu¨¦s de la Nieves sobrevivi¨® hasta que, en el ¨¦xodo genera, a ra¨ªz de la toma de M¨¢laga por las tropas italianas, una camarilla de Alhaur¨ªn lo fusil¨®.
El primer anarquista que conoc¨ª
El panadero de Alhaur¨ªn, conocido con el nombre de El Guacho, hab¨ªa sido durante cierto tiempo buen amigo m¨ªo. Hac¨ªa un pan moreno excelente que tra¨ªa todos los d¨ªas a lomos de burro y, como era el primer anarquista que conoc¨ªa, entablaba conversaci¨®n con ¨¦l frecuentemente. Estaba bastante al tanto de la literatura libertaria y se mostr¨® muy cordial cuando le dije que hab¨ªa leido uno de los libros de Kropotkin y conoc¨ªa incluso a uno de sus amigos. Era muy fan¨¢tico en todo y especialmente sobre los alimentos. El vino, el caf¨¦ y el t¨¦ eran, en su opini¨®n, drogas perniciosas que hab¨ªa que prohibir, mientras que la carne y el pescado no s¨®lo envenenaban el cuerpo, sino que destru¨ªan las defensas morales. De hecho, ni siquiera cre¨ªa que fuera conveniente comer pan: si sigui¨¦ramos a la naturaleza como era nuestro deber, tendr¨ªamos que vivir ¨²nicamente de los frutos de la tierra. Sin cocinar.
Una de aquellas ma?anas le alcanc¨¦ por el camino mientras volv¨ªa en burro a su pueblo, y fui andando a su lado alg¨²n trecho. No recuerdo c¨®mo, las ejecuciones sumarias de los j¨®venes de la FAI salieron a relucir.
PR?XIMO CAPITULO
Frenes¨ª de muerte y destrucci¨®n
PUBLICADO POR AUTORIZACI?N ESPECIAL DE ALIANZA EDITORIAL CON MOTIVO DE LA SALIDA DE "EL PA?S"
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