El verdadero responsable
Con muy claras y no demasiado leg¨ªtimas finalidades pol¨ªticas han se?alado m¨¢s de una vez algunos ministros el hecho de que la oposici¨®n -en sus distintos sectores- aparezca hoy dispersa e incluso atomizada. Aunque resulte parad¨®jico, la embozada cr¨ªtica ha ido acompa?ada de ¨¢speras censuras a determinados intentos de coordinaci¨®n democr¨¢tica, sin delimitar el alcance de la pretendida acci¨®n com¨²n y, sobre todo, sin aclarar qui¨¦nes se encontraban incondicionalmente vinculados a ella y qui¨¦nes hab¨ªan impuesto condiciones pendientes de cumplimiento. ?Cuando se desea atizar una mortecina hoguera dial¨¦ctica suelen aprovecharse hasta los menores desperdicios susceptibles de combusti¨®n! Es cierto, sin embargo, el hecho denunciado. Lo que ocurre es que algunos, al parecer, prefieren no ahondar en las causas reales del mismo.Vamos a dejar a un lado a los antidem¨®cratas de ayer, dispuestos a ocupar de nuevo el poder vistiendo, de acuerdo con el Gobierno, el oportuno disfraz democr¨¢tico; a los nost¨¢lgicos del partido ¨²nico, ¨¢vidamente enzarzados en el reparto de sus restos, y a los inquietos y vanidoso de toda ¨ªndole, que se apresuran a romper las precarias disciplinas anteriores para constituirse en ap¨®stoles de la unificaci¨®n, siempre que as¨ª puedan figurar a la cabeza de alguna inesperada agrupaci¨®n pol¨ªtica ?independiente?.
Todo esto pertenece al cuadro general de peque?as maniobras, afanes exhibicionistas, incompatibilidades mal disimuladas y -?por qu¨¦ no admitirlo?- sinceras convicciones en busca de refugio para arraigadas inquietudes espirituales. ?Que ello favorece las corrientes antidemocr¨¢ticas y los planes desnaturalizadores de la mayor¨ªa de los miembros de un Gobierno que no deber¨ªa exhibir una democracia ?propia?, y menos a¨²n aspirar a imponerla desde el poder? Tambi¨¦n es cierto, y por eso doblemente lamentable. Pero entiendo que no basta detenerse en lo superficial y epis¨®dico. Resultar¨ªa mucho m¨¢s aleccionador esforzarnos por llegar a la entra?a misma del problema. La proliferaci¨®n de entidades de mayor o menor sinceridad oposicionista fue un fen¨®meno l¨®gicamente de la actuaci¨®n clandestina bajo el franquismo. El m¨¢s reducido grupo o tertulia de amigos pod¨ªa aparecer citado en cualquier publicaci¨®n extranjera como exponente de un aut¨¦ntico partido pol¨ªtico. De ah¨ª la an¨¢rquica invasi¨®n de corp¨²sculos, cada uno de los cuales, a falta de una efectiva comprobaci¨®n de su fuerza, pod¨ªa libremente considerarse reflejo de la voluntad del pa¨ªs, e incluso llegar a cre¨¦rselo. Todav¨ªa hoy, en esta fase transitoria de ilegalidad tolerada -pr¨®xima,tal vez,a su fin-, la mayor¨ªa de los partidos pol¨ªticos cuyos nombres pululan por las p¨¢ginas de los peri¨®dicos no son m¨¢s que meras siglas, de monoton¨ªa euf¨®nica reveladora de muy escasa imaginaci¨®n en sus creadores.
Si la constataci¨®n del hecho se?alado desde el poder no tuviera m¨¢s alcance que el anotar un fen¨®meno de cierta significaci¨®n sociol¨®gica, no merecer¨ªa la pena perder el tiempo en comentar el hallazgo. Ahora bien, lo que no puede aceptarse como l¨ªcito es que bajo esa constataci¨®n se encubra un aut¨¦ntico reproche a la falta de, posibilidades o fuerzas reales de la oposici¨®n. Ninguna persona que haya asumido funciones de gobierno en los ¨²ltimos cuarenta a?os, as¨ª como ninguna de las publicaciones que las hayan amparado, pueden no ya con licitud, pero ni siquiera con una m¨ªnima dignidad,echar en cara a las fuerzas de la oposici¨®n una triste realidad que es consecuencia directa y obligada del sistema pol¨ªtico al que sirvieron tan severos censores.
Ya es hora de que esto se diga con absoluta claridad. No se les puede pedir hoy a esas fuerzas ni consistencia ni solidez, y mucho menos una madurez pol¨ªtica de que se halla por completo desprovisto el pueblo espa?ol, despu¨¦s de hab¨¦rsele tenido amordazado durante cuatro decenios, mientras se le narcotizaba de manera sistem¨¢tica y cuidadosa, para apartarlo de cualquier veleidad de sincera preocupaci¨®n pol¨ªtica. El mal no ha sido s¨®lo de Espa?a, sino de todos aquellos pa¨ªses en que se destruy¨® hasta los vestigios de un fecundo pluralismo pol¨ªtico. Juli¨¢n Mar¨ªas nos ha hecho saber que don Jos¨¦ Ortega -residente a la saz¨®n en Lisboa- respondi¨® as¨ª a quien le preguntaba sobre el modo de gobernar Oliveira Salazar: ?Bien, muy bien; no se puede gobernar mejor a ocho millones de difuntos ?.
Quienes actualmente ocupan la direcci¨®n de la vida pol¨ªtica espa?ola, lo mismo que los hombres de la oposici¨®n, deben actuar sobre la base de estas realidades, por muy dolorosas que sean. No parece que haya taumaturgo capaz de resucitar en seis meses a una opini¨®n p¨²blica narcotizada, sobre la que vienen pesando adem¨¢s, circunstancias hist¨®ricas no muy lejanas y sobrado conocidas.
Poca consistencia ten¨ªan ya entre nosotros los partidos pol¨ªticos en los albores del siglo actual. No eran ni pudieron llegar a ser hist¨®ricamente muy fuertes, al no hab¨¦rselo permitido la trama de nuestro desarrollo pol¨ªtico durante el siglo XIX. Ello representa un nuevo testimonio de que los supuestos males de la democracia espa?ola deben ser m¨¢s bien atribuidos y cargados a quienes desde la muerte de Fernando VII impidieron el funcionamiento de la democracia o se esforzaron por ponerla a su exclusivo servicio. Y esto sin contar con limitaciones ideol¨®gicas anteriores, a las que luego habr¨¦ de referirme.
Una de las ideas fundamentales del general Franco fue el repudio tajante del siglo XIX. As¨ª, por ejemplo, en el discurso pronunciado en el Ayuntamiento de Baracaldo el d¨ªa 21 de junio de 1950 hizo esta rotunda afirmaci¨®n: ?El siglo XIX, que nosotros hubi¨¦ramos querido borrar de nuestra historia, es la negaci¨®n del esp¨ªritu espa?ol?. A¨²n no he logrado dominar el estupor que me produjo la lectura de estas palabras que, por la solemnidad del momento y la personalidad de quien las proununci¨®, en modo alguno pueden considerarse como una licencia de improvisada oratoria, sino como expresi¨®n fiel de un pensamiento hondo y maduro, representativo y orientador de toda una pol¨ªtica.
Se olvida, al hablar as¨ª, que durante la pasada centuria Espa?a tuvo que intentar superar el problema de su decadencia con el riesgo de que, al liquidar el pasado, no acert¨® a incorporarse al nuevo movimiento ideol¨®gico que se desarrollaba a su alrededor. Y tal vez ah¨ª se engendre nuestro posterior fracaso. El drama espa?ol consiste, por lo menos en buena parte, en que el siglo de la luz y del vapor continu¨® siendo para nosotros el siglo del quinqu¨¦ y de la diligencia. Orientada por ideas y
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costumbres tradicionales, respetabil¨ªsimas en s¨ª, pero que no permitieron evolucionar al comp¨¢s de los tiempos, Espa?a fue distanci¨¢ndose cada vez m¨¢s de las corrientes que desde algunos lustros atr¨¢s, y despojadas ya de sus m¨¢s hirientes radicalismos, dominaban en el mundo circundante. De ah¨ª que, para ser justos, tendr¨ªamos que decir que los pecados del calificado por Daudet ?est¨²pido? siglo XIX espa?ol fueron mucho m¨¢s es pa?oles que liberales, si queremos envolver en este concepto, con afanes peyorativos, la personalidad fecunda, compleja y din¨¢mica de la centuria que vio, por ejemplo, desaparecer de las leyes y costumbres sociales la inhumana verg¨¹enza de la esclavitud. Para darse cuenta de nuestra desconexi¨®n con la realidad hist¨®rica que nos rodeaba bastar¨¢ advertir que ni siquiera en la pr¨¢ctica pol¨ªtica supimos incorporarnos al sistema peculiar de la ¨¦poca. Con raz¨®n se ha podido escribir que ?a lo largo de la accidentada historia espa?ola del siglo XIX no se produce un solo cambio de gobierno por un mecanismo de tipo constitucional y parlamentario. Los ministerios suben y bajan, cual cangilones de noria, merced a una intriga palatina, a una revuelta popular o a un golpe militar?. Sobre todo, al pronunciamiento de las fuerzas armadas.
Los desmedrados partidos pol¨ªticos, que mal pudieron engendrarse bajo el absolutismo fernandino, y menos todav¨ªa desarrollarse con normalidad en el tumulto de la primera guerra civil, echaron constantemente mano de generales victoriosos para tener la fuerza que no pod¨ªa ni quer¨ªa darles una opini¨®n p¨²blica atrofiada. Los generales en boga, por su parte, pusieron con lamentable frecuencia el peso de su espada al servicio de cualquier partido que quisiera afincarse en el poder. ?Resultar¨ªa curioso sumar los a?os durante los cuales Espartero, Narv¨¢ez, O'Donnell, Prim, Serrano o Pavia dominaron la escena pol¨ªtica espa?ola, con su cortejo de partidos enclenques oscilando entre servilismos y conjuras, explosiones an¨¢rquicas y guerras civiles, sargentadas y golpes de Estado, hasta que el talento pol¨ªtico de C¨¢novas y el realismo pragm¨¢tico de Sagasta dieron paso a una ¨¦poca de predominio del poder civil, apenas amenazado por la sombra protectora de Mart¨ªnez Campos!
Pero no fue de muy larga duraci¨®n tanto bien. Los partidos pol¨ªticos, dif¨ªcilmente hechos al juego de la democracia, no tardaron en resquebrajarse cuando las grandes figuras de la Restauraci¨®n fueron reemplazadas por las vanidades personales y el protagonismo ego¨ªsta de figurillas y figurones, sobre quienes tambi¨¦n se extend¨ªa la amenaza de un intervencionismo castrense que hizo exclamar a uno de nuestros m¨¢s grandes pol¨ªticos: ? ?Que gobiernen los que no dejan gobernar! ? Al reflexionar sobre esta realidad indiscutible, creo que lo que el general Franco quiso mentalmente borrar en su discurso de Baracaldo no era la historia de nuestro siglo XIX, sino m¨¢s bien la perturbadora dominaci¨®n ejercida por quienes entonces ocupaban los primeros puestos. en los escalafones de las fuerzas armadas.
No cometamos nosotros tampoco la enorme injusticia de arrojar sobre la democracia -cuyos innegables defectos no son tantos como le atribuyen sus adversarios- errores y culpas que corresponden a los que de manera deliberada no quieren que funcione. Demos tiempo a que las aguas puedan serenarse. No agitemos el charco para que salga nuevamente a la superficie el lodo que ir¨¢ poco a poco sediment¨¢ndose hasta dejar el agua limpia. No falseemos desde el primer d¨ªa el proceso de la democratizaci¨®n, con el deseo malsano de hacer incurable ese escepticimo ego¨ªsta a favor del cual se instalan tan f¨¢cilmente en el poder las minor¨ªas olig¨¢rquicas audaces.
?Y, sobre todo, no permitamos que el descr¨¦dito que sobre la democracia pueda arrojar en los primeros meses de su existencia una consulta concebida para ser falseada, provoque la airada repulsa que podr¨ªa hacer inevitable lo que seguramente repugna incluso a aquellos mismos que no querr¨ªan verse obligados a aceptar una pesada herencia que empalmase con las peores vicisitudes de nuestra vida pol¨ªtica decimon¨®nica!.
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