Las explosiones de gas de Joaqu¨ªn Costa / 1
Corren por Madrid los ¨²ltimos d¨ªas de junio de 1973. Un verano especialmente ardiente penetra por todos los rincones de la ciudad, que languidece mientras sus habitantes preparan las vacaciones. Es la tarde del 25 de junio. Las nubes juegan a formar tormentas y los tonos anaranjados del atardecer comienzan a inflamarse de noche. Sobre las calles madrile?as el tr¨¢fico de veh¨ªculos discurre suelto, alargado encima del asfalto que se ensancha ya por el calor. Los madrile?os, casi todos, han empezado a retirarse a sus hogares, mientras en un ¨¢rea ,peque?a, dibujada bajo la calle de Joaqu¨ªn Costa, una perforadora gigantesca horada la entra?a de Madrid para lograr un t¨²nel por el que discurrir¨¢ alg¨²n d¨ªa una nueva l¨ªnea del Metro.A la m¨¢quina se le llama ?escudo?, mide m¨¢s de 20 metros de longitud y su envergadura rebasa una altitud de 4 metros. En su parte delantera, enormes dientes como garfios arrancan la tierra del subsuelo y, mientras la absorbe hacia atr¨¢s, por donde la expulsa, hormigona trabajosamente una b¨®veda prieta.
El turno de los operarios del ?escudo? acaba de concluir. Algunos de ellos se asean un poco dentro de la galer¨ªa, antes de salir afuera para recogerse hasta el d¨ªa siguiente, otra jornada de trabajo duro. Pese a la tenue luz de los subterr¨¢neos, varios obreros pueden ver con claridad el avance de una sorprendente masa de agua. En unos instantes su galer¨ªa se ha inundado casi completamente, mientras intentan escapar por todos los medios del t¨²nel anegado.
Afuera, bajo el paso elevado sobre la glorieta de Ruiz de Alda, el asfalto se acaba de abrir de par en par en un socav¨®n enorme, con 10 metros de profundidad, por 15 de largo y 5 de ancho. Quedan veinte minutos para las 11 de la noche y algunos vecinos telefonean a la Polic¨ªa Municipal para que corte el tr¨¢fico sobre esa zona.
Al poco, la dotaci¨®n de un coche patrulla se?aliza el and¨¦n lateral del paso elevado impidiendo sobre ¨¦l el tr¨¢nsito, mientras que el desv¨ªo se realiza sobre la glorieta. La zona se impregna de un denso olor a gas y se avisa a la central por si hubiera habido alguna rotura.
Dentro de muchas casas de la zona, los vecinos ven en la televisi¨®n un programa de variedades. Detr¨¢s de los visillos, las nubes se aprietan en racimos gruesos y la tormenta no se va a hacer esperar. Cuando los relojes m¨¢s atrasados indican las once menos diez y los m¨¢s veloces acaban de rebasar las once en punto, una tremenda sacudida estremece todas las fincas de la calle de Joaqu¨ªn Costa con una fuerza espantosa. La electricidad ha dejadode fluir ymIlesde cristales han brincado desde los pisos hasta los patios. Una nueva explosi¨®n, ahora acompa?ada por el zumbido de un gigantesco soplete, emerge desafiante desde el suelo de la calle, junto a los archivos del noticiario No-Do, en la esquina de Vel¨¢zquez y Joaqu¨ªn Costa. Por los patios oscuros de los edificios cercanos, un murmullo de miedo asciende hasta los pisos m¨¢s altos. Las escaleras se llenan de vecinos, que se apretujan a ciegas deseosos de alcanzar la calle y huir donde sea.
Justino Portal, con sede de la finca n¨²mero 4 de la glorieta de R¨²iz de Alda, sufre la amputaci¨®n de sus dedos ¨ªndice y coraz¨®n de la mano derecha, al ser golpeados tras la explosi¨®n por la puerta de hierro de la casa.
En el sanatorio San Francisco de As¨ªs, muchos enfermos asomados a las ventanas de sus habitaciones acaban de ver largas llamas m¨¢s altas que la cl¨ªnica donde convalecen. Los ojos se llenan de miedo, mientras el p¨¢nico regala los rostros de muecas indescifrables.
La calzada tiene ahora dos tabiques de asfalto, abiertos en un dibujo grotesco que muestra todas las inc¨®gnitas de un suelo partido en dos. Enormes hachones de fuego crepitante encienden poco a poco toda la calle, mientras nuevas explosiones inesperadas recorren todo su suelo zigzagueando sus entra?as. Las trampillas de las conducciones de gas, de 30 kilos de peso en hierro, suben por encima de los balcones m¨¢s altos para tronchar luego, en su ca¨ªda, ¨¢rboles, farolas y coches.
Evacuaci¨®n
En medio de un estruendo de voces confusas, los gemidos de algunos vecinos se quiebran con el ulular de las sirenas de los bomberos y la polic¨ªa. Cientos de gritos en¨¦rgicos intentan precaver a los vecinos para que esquiven las grietas de la calle, pero la situaci¨®n se ha centrado en la evacuaci¨®n del sanatorio. Los primeros rumores hablan de que ha ardido completamente, pues las llamas que ocultan su fachada as¨ª lo presagian. En la oscuridad de los pasillos, las linternas de los bomberos buscan trabajosamente a los enfermos, que ayudados por las monjas, m¨¦dicos y enfermeras, cojeando algunos y otros palpando las paredes, han comenzado a abandonar la cl¨ªnica por el jard¨ªn posterior. Una hora antes, el quir¨®fano enmudec¨ªa de atenci¨®n con sus reflectores sobre el coraz¨®n de una enferma a la cual el cirujano Mart¨ªnez Bord¨ªu acababa de implantar un marcapasos. El segundo piso de la cl¨ªnica, destinado a las embarazadas, era en el que peligraban m¨¢s vidas, pero los casi setenta enfermos del sanatorio hab¨ªan salido del edificio cuando el s¨®tano-farmacia comenzaba a destrozarse por el fuego. La alimentaci¨®n de gas de la cl¨ªnica se encontraba all¨ª abajo a pocos palmos de las estanter¨ªas repletas de f¨¢rmacos, gasas y ung¨¹entos. Tambi¨¦n los matraces y las probetas se hicieron a?icos en el laboratorio, donde 36 balas de ox¨ªgeno dorm¨ªan su l¨ªquido azul bajo una fort¨ªsima presi¨®n que, de ser rota por las llamas, habr¨ªa sido capaz de verter hacia el cielo en peque?os fragmentos varios edificios m¨¢s. Entre tanto, los marcos met¨¢licos de todas las ventanas de la fachada de la cl¨ªnica, se han fundido hasta retorcerse en formas caprichosas.
Sobre la calle, varios centenares de bomberos, voluntarios de Cruz Roja y polic¨ªas, intentan encaminar ordenadamente los pasos de los anonadados vecinos. Varios miembros de una familia que habita en el portal 57 de Joaqu¨ªn,Costa, esperan con tremenda ansiedad que el padre rebase la puerta y salga a la calle. Cuando entre la oscuridad su silueta se dibuja en el umbral, una, sacudida violenta saja el suelo del portaly este hombre sexagenario, Antonio Zamora, cae a un profundo foso por donde discurre la conducci¨®n del gas y el agua. La trampilla ha saltado con una fuerza inaud¨ªta hacia el techo y cae luego en grandes, pedazos sobre el agujero que abri¨® al salir ocupado ahora por un herido muy grave. Su hijo, Antonio, que denodadamente intenta apartar los cascotes de la boca del foso, es retirado por un bombero ante el temor a nuevas explosiones.
Enfrente, un silencio rotundo, cuajado de incertidumbre, hace dudar las miradas que pavorosamente buscan cu¨¢l ser¨¢ el lugar donde la pr¨®xima explosi¨®n reventar¨¢. El pardo contorno del edificio del Consejo Superior de Investigaciones Cient¨ªficas, ubicado a la altura del n¨²mero 30 de la calle, alberga en su interior cuatro institutos, dos de ellos microbiol¨®gicos. En las estanter¨ªas de sus dependencias, millares de insectos sometidos a distintos tratamientos vir¨®licos han sentido, con certeza, la cadena de sacudidas causada por las explosiones. Tal vez desde el interior de los frascos que.los contienen hayan experimentado una forma de horror, ¨²nicamente transcribible a nuestros c¨®digos humanos si se parangona con los da?os y enfermedades que la liberaci¨®n de aquellos insectos pudo acarrear a Madrid.
Mientras los reflectores de los bomberos trazan a las mangueras el curso del agua, desde el s¨®tano de Joaqu¨ªn Costa, 47, bullen espesas columnas de humo azulado; los neum¨¢ticos de varias de cenas de veh¨ªculos arden lentamente y su chisporroteo se ve enmudecido por el estruendo del edificio de una central telef¨®nica contigua que, en la calle de Antonio L¨®pez, acaba de derrumbarse parcialmente envuelto en llamas. Dos obreros de esta central, Joaqu¨ªn Barquero, cuarenta y seis a?os y Julio Bell¨®n, de veintis¨¦is, sufren quemaduras muy graves en sus cuerpos , as¨ª como magulladuras producidas tras abatirse sobre ellos los cascotes de los muros.
Heridos
La nueva eclosi¨®n del gas ha destripado pr¨¢cticamente la infinitud de cables de la estaci¨®n telef¨®nica, y sobre la calle, dos cerebros electr¨®nicos hasta hace muy poco repletos de ingenier¨ªa, ense?an un amasijo, desorganizado de conductos y circuitos. Entre un caos de asfalto y escombros, ¨¢rboles arrancados de cuajo y muros vencidos, alguien escucha un gemido desde el interior de una pila desordenada de hormig¨®n y ladrillos. Con aspavientos, se hace ver por un grupo de bomberos, que remueve los cascotes y extrae a una mujer, Pilar .de Miaja, salpicada de heridas . No hace mucho, las fuerzas que han acudido al lugar del siniestro acordonan la zona con severidad, mientras los ¨²ltimos inquilinos de los inmuebles aleda?os han abandonado sus hogares. Una familia con diez hijos, la de Juan Jos¨¦ Espinosa San Mart¨ªn ha transportado en volandas a la madre para cruzarla de calle, impedida por su par¨¢lisis. Poco a poco, las familias m¨¢s afortunadas han logrado arracimarse en lugares aparentemente seguros y por todo Madrid las ambulancias han paseado su gemido estridente, vac¨ªas, con heridos y evacuados. Las autoridades municipales establecen no obstante un cuartel general de evacuados en la plaza Mayor y la angustia de las primeras horas s¨®lo se ve atemperada por los encuentros, en camis¨®n y pijama, bajo la lluvia mansa que ahora cae. Son las dos y media de la madrugada y el abatimiento que pesa ahora sobre los vecinos, los familiares y los curiosos, ¨²nicamente se mantiene oscurecido. por presagios de violentas y nuevas explosiones en cadena por otras ¨¢reas de Madrid. La incertidumbre se alarga varias horas m¨¢s, en tanto se intenta saber a ciencia cierta la identidad y el n¨²mero de muertos y heridos. Los corros de madrile?os que se han acercado a la zona siniestrada, susurran en voz baja presentimientos extra?os, mientras algunos dedos se?alan al edificio de No-Do y otros se orientan hacia el de Investigaciones Cient¨ªficas.
En alg¨²n lugar aleda?o, un tendero pregunta a un vigilante por que no se evacuaron los inmuebles tras producirse el socav¨®n y la alarma parece ser el argumento que se esgrime.
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