Los corralillos
?El cementerio civil est¨¢ cerca -escribi¨® Eugenio Noel del de Sevilla-. Es muy peque?o, es la imagen del poder civil en Espa?a. ? Pero quiz¨¢s ha sido mucho m¨¢s y de m¨¢s significativa manera el s¨ªmbolo de una intolerancia religiosa y filos¨®fica, social y pol¨ªtica que no s¨®lo ha venido dividiendo con frecuencia enconadamente a los espa?oles en vida, sino que tambi¨¦n los ha venido separando a la hora de la muerte. ?Aqu¨ª yace media Espa?a, muri¨® de la otra media?, escribi¨®, a su vez, Mariano Jos¨¦ de Larra en el d¨ªa de ¨¢nimas de 1836, pero ni siquiera la media Espa?a que mor¨ªa de la otra media era enterrada en el mismo lugar y si el propio suicida Mariano Jos¨¦ de Larra no fue a parar al corralillo o cementerio civil, verdadero muladar de muertos en la ¨¦poca, eso se debi¨® a la piadosa o quiz¨¢s solamente estrat¨¦gica interpretaci¨®n que un cl¨¦rigo hizo de su muerte suicida en relaci¨®n con los c¨¢nones de la Iglesia.La cuesti¨®n de un enterramiento religioso o civil est¨¢ ciertamente en el centro no s¨®lo del problematismo espiritual personal de cada espa?ol -como de cualquier otro ser humano- o de una decisi¨®n can¨®nica de la Iglesia, sino en la m¨¦dula misma de la convivencia civil del pa¨ªs, es decir, del problema de la libertad religiosa que en Espa?a, de un modo singular en todo el Occidente europeo, ha sido y es un problema esencialmente pol¨ªtico, precisamente porque el ser espa?ol se ha constituido a partir de una profesi¨®n de fe religiosa y no como resultado de tensiones y decisiones puramente hist¨®ricas y laicas como el ser ingl¨¦s o italiano, pongamos por caso. En consecuencia, la sociedad y el Estado espa?oles han sido no s¨®lo confesionalmente cat¨®licos, sino entitativamente religiosos, y la religiosidad y la fe no han tenido con frecuencia otro contenido o dimensi¨®n que socio-pol¨ªticos o ¨¦stos han sido su contenido o dimensi¨®n primarios.
Todo esto significa que la decisi¨®n de enterrarse laicamente, consecuencia ¨²ltima de una opci¨®n religiosa o filos¨®fica no cat¨®lica, ajena a la ?gens hisp¨¢nica?, ha sido aqu¨ª una decisi¨®n pol¨ªtica y ?anti-espa?ola ?. Y lo mismo puede decirse de la sonoridad pol¨ªtica de la negaci¨®n por parte de la Iglesia a enterrar a alguien en sagrado o de la reclamaci¨®n para que alguien fuera enterrado en sagrado. O la simple existencia de cementerios civiles en el ¨¢nimo de la ?gens hisp¨¢nica?. Nunca, por eso mismo, las luchas pol¨ªtico-religiosas fueron m¨¢s dram¨¢ticas que en tomo a estos cementerios, en torno a la muerte civil o cat¨®lica y a la sepul tura o no sepultura eclesi¨¢stica. Y cuando los cementerios civiles nacieron por exigencia de los tiempos y decisi¨®n del Estado se convirtieron desde el principio en algo as¨ª como el pr¨®dromo de una aciaga suerte en el m¨¢s all¨¢, por un lado -el cat¨®lico-, y en desaf¨ªo y negaci¨®n de ese m¨¢s all¨¢, por el otro; pero tambi¨¦n se convirtieron en un lugar apartadizo de ?malos espa?oles?, que, al renegar de su catolicidad constitutiva o no aceptar la negaban su espa?olidad igualmente. O en convent¨ªculos de ?locos? o extra?as personalidades enfermas o rebeldes. La sociedad se deshace de ellos como de los delincuentes o de ?los muertos en vida?, recluy¨¦ndolos en aquella especie de ?gehenna?, en un corral maldito u olvidado al que se dirigen miradas de temor o de piedad o s¨®lo de indiferencia, mientras el cementerio municipal y cat¨®lico forma parte de la comunidad de los vivos y se siente como un lugar sagrado. El aspecto exterior mismo de esos cementerios civiles es l¨²gubre y siniestro, incluso en un pa¨ªs como el nuestro en el que el cuidado de los cementerios de la comunidad -los cat¨®licos- siempre dej¨® mucho que desear. El pueblo los bautiz¨® con una palabra atrozmente decidera: ?Los corralillos?, y la insistencia de la ley para que esos lugares tuvieran una cierta dignidad se mostr¨® siempre bald¨ªa. Ten¨ªa raz¨®n Eugenio Noel: eso era el s¨ªmbolo del poder civil en Espa?a, pero, sobre todo, de la imposibilidad de una vida civil.
Muertos buenos y malos
Cien a?os hizo el pasado verano de que un peque?o libro titulado ?Minuta de un testamento? apareci¨® en los escaparates madrile?os y plante¨®, desde un punto de vista. estrictamente religioso, el drama y el esc¨¢ndalo de ese apartamiento de muertos. ?En el civil -se escrib¨ªa all¨ª- se da tierra a ateos, racionalistas, protestantes, jud¨ªos, a todos menos a los cat¨®licos: el cementerio de ¨¦stos es el de los buenos y piadosos; el otro, el de los malos y apestados. Por esto me repugna que mis huesos vayan a parar a ¨¦l, pero m¨¢s me repugna que vayan a parar al otro, si para ello he de morir mintiendo; y as¨ª, si contin¨²an las cosas en el mismo estado, es mi voluntad que me entierren en el cementerio civil, poniendo sobre mi sepulcro una cruz y esta inscripci¨®n: ?Amaos los unos a los otros?. Y deseo vivamente que mis amigos cat¨®licos, sobre todo aquellos que amo con toda mi alma, como ellos me aman a m¨ª, a pesar de mis creencias, porque son verdaderos y sinceros cristianos, sepan que al disponer esto pesan en mi ¨¢nimo por igual, y, tanto el dictado de mi conciencia que me manda declarar mi fe, como el que me ordena venerar la religi¨®n cat¨®lica en que nac¨ª y me eduqu¨¦ no consintiendo que vaya mi cuerpo a profanar ritos y ceremonias a que me asoci¨¦ con esp¨ªritu sincero un d¨ªa, que respetar¨¦ mientras viva y que quiero respetar despu¨¦s de muerto.? El autor de este libro, que quedaba oculto tras una inicial y unos puntos suspensivos -una ?W?- era, sin embargo, un espa?ol muy conocido por sus tomas de postura pol¨ªticas y religiosas y que, precisamente, hab¨ªa escrito ese libro, ?Minuta de un testamento ?, durante su confinamiento en C¨¢ceres ese mismo a?o de 1876: Gumersindo de Azc¨¢rate. Era uno de los krausistas, uno de esos cat¨®licos que hab¨ªan vivido en su carne el desgarro de aquel atroz dilema de que hab¨ªa hablado s¨®lo unos a?os antes en Malinas el conde de Montalembernt: ?O Dios o la libertad, o la Iglesia o el mundo moderno.?
Antes
Unos a?os atr¨¢s, igualmente, dos de sus maestros, Juli¨¢n Sanz del R¨ªo y Fernando de Castro, hab¨ªan sido enterrados en una tumba laica o, mejor dicho, al margen de la liturgia cat¨®lica, porque en realidad esos entierros fueron profundamente religiosos aunque en el esp¨ªritu de un cristianismo r¨ªo eclesi¨¢stico ni dogm¨¢tico y hab¨ªan producido un enorme esc¨¢ndalo, sobre todo el de Fernando de Castro, que era sacerdote. Y, por esos mismos a?os en que Azc¨¢rate escrib¨ªa, toda una tr¨¢gica lucha civil y religiosa estallaba con harta frecuencia en torno a la cabecera de muchos moribundos y el ata¨²d de muchos muertos, y no falt¨® ni siquiera el macabro. trasiego de cad¨¢veres desde donde estaban enterrados hasta donde deb¨ªap estar enterrados. La ley can¨®nica prohib¨ªa la sepultura eclesi¨¢stica a paganosjud¨ªos e infieles o no bautizados, a herejes y fautores de herej¨ªa, cism¨¢ticos y p¨²blicamente excomulgados y quienes se encontraran en entredicho nominal, a suicidas por desesperaci¨®n o ira aunque no a los locos, a duelistas, homicidas y usureros y a los pecadores p¨²blic¨®s que mor¨ªan sin confesi¨®n, a los que no cumpl¨ªan con el precepto pascual y no daban signos de arrepentimiento a ¨²ltima hora, y a los ni?os que mor¨ªan sin bautizar y los casados s¨®lo civilmente. Pero, en la praxis, se asimilaban, por ejemplo, a los herejes, los hombres pertenecientes a los partidos pol¨ªticos o posturas filos¨®ficas que sustentaban de manera p¨²blica los errores condenados en el ?Syllabus? o los redactores de peri¨®dicos antielericales, as¨ª que no ser¨¢ necesario insistir demasiado en el drama que eso supon¨ªa para muchas familias, con frecuencia sinceramente cat¨®licas, y para la Iglesia misma, y en los problemas que nac¨ªan, para la Administraci¨®n civil, de esta situaci¨®n, cuando la Iglesia negaba sepultura eclesi¨¢stica, las familias acud¨ªan a la autoridad civil en demanda de ayuda jur¨ªdico-coercitiva para hacer cumplir lo que supon¨ªan un derecho ciudadano -la sepultura en tierra bendita-, pero, sobre todo, para huir de la nota infamante que ten¨ªan los cementerios civiles o ?corralillos?.
El Primer entierro civil de cierta relevancia que hubo en este pa¨ªs fue el del ex fraile Jos¨¦ Joaqu¨ªn Clara-Rosa, en 1822, y ya fue toda una perfecta escenificaci¨®n de un triunfo o tr¨¢gala contra la Iglesia y hasta una especie de demostraci¨®n ?in re? de la inexistencia de Dios, es decir, una contra-liturgia sim¨¦trica de la liturgia cat¨®lica y disparada contra ella. Y, a partir de la Revoluci¨®n de septiembre, las calles y plazas espa?olas ver¨¢n desfilar con alguna frecuencia cortejos f¨²nebres, a veces muy serios y dram¨¢ticos, pero otras veces tan coloristas y bullangueros como el entierro del ex fraile Clara-Rosa, acompa?ados de m¨²sica y discursos que tratan de desafiar la liturgia de los entierros cat¨®licos, desafiantes tambi¨¦n muchas veces. La segunda Rep¨²blica trat¨® de resolver el problema de estos conflictos civiles, ordenando tirar las tapias divisorias del cementerio cat¨®lico y del civil, pero el esp¨ªritu en que se hizo fue anticlerical y sectario y s¨®lo sirvi¨® para envenenar a¨²n m¨¢s las cosas. La post-guerra civil recoger¨ªa estos frutos envenenados y en especial los cristianos no cat¨®licos espa?oles sufrieron a consecuencia de ella amargamente. Muchos hubiera querido entonces que los cuerpos de esos herejes fueran abandonados en el campo, como hab¨ªa ocurrido todav¨ªa a mediados del XIX con los protestantes extranjeros que entre nosotros mor¨ªan. S¨®lo a partir del Vaticano II ha comenzado a abrirse camino un nuevo talante y las tapias divisorias de uno y otro cementerio han comenzado a caer. Frente a la lacerante expresi¨®n de Larra, eso deber¨ªa ser el s¨ªmbolo de que media Espa?a sabe que. tiene que vivir y morir abrazada a la otra media imaginar las cosas de otro modo o volver los ojos al pasado s¨®lo ser¨ªa para convertirnos en estatuas de sal y de muerte donde, desde luego, ni la sombra de la fe cristiana podr¨ªa habitar jam¨¢s.
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