Cuadros de una exposici¨®n
Los filmes de gran espect¨¢culo y alto precio siguen estando de moda obligada. Fruto predilecto de las grandes empresas americanas, tienen su mejor campo abonado en las historias de ¨¦poca o en los sue?os de ciencia ficci¨®n. Las nuevas condiciones vigentes en su mercado han elevado al productor a un protagonismo a¨²n m¨¢s importante que el desempe?ado en anteriores d¨¦cadas. Los estudios, por su parte, propiedad ahora de poderosas multinacionales m¨¢s preocupadas, como puede suponerse, en la obtenci¨®n de beneficios que en la b¨²squeda de caminos nuevos, han asimilado la t¨¦cnica y experiencia de las grandes empresas comerciales. Lanzamientos simult¨¢neos y masivos de los filmes en multitud de pa¨ªses distintos, campa?as de publicidad capaces de llegar a provocar aut¨¦nticos fen¨®menos de sugesti¨®n colectiva por encima de opiniones o cr¨ªticas, llevan a conseguir beneficios verdaderamente excepcionales, que, como en tantos casos de nuestra sociedad de consumo, tienen poco que ver no ya con el arte m¨¢s elemental, sino con el aut¨¦ntico y particular gusto del p¨²blico que de este modo se deforma o dirige. Antes de King Kong, retorno del monstruo de nuestra adolescencia, nos llega este Barry Lyndon, quiz¨¢ el m¨¢s bello de los ¨²ltimos filmes ?Kolossales?, d¨¦cima obra del autor de La naranja mec¨¢nica y Odisea del espacio que esta vez mira, no hacia el futuro pr¨®ximo, sino hacia siglos pret¨¦ritos, para narramos la historia de un muchacho irland¨¦s, su odisea m¨¢s modesta desde su humilde cuna hasta las puertas de la aristocracia, escrita un d¨ªa por William Makepeace Thackerey, autor afortunado de la famosa Feria de las vanidades.Stanley Kubrick, cuya pasi¨®n por la exactitud en el ambiente y el detalle traiciona, a veces, sus mejores virtudes narrativas, se ha metido de lleno en el siglo XVIII de Europa, en un estilo de cuento popular que tiene como fondo continuas referencias al arte de la ¨¦poca. Pero el af¨¢n de recrear un momento de la historia suele llevar, en ocasiones, a una tierra de nadie donde lo que se cuenta y las hermosas im¨¢genes que en la pantalla lo representan, naufragan, convirti¨¦ndose en tierra de todo venida a llenar, en la mayor¨ªa de los casos, por un helado vac¨ªo que el espectador percibe tras los instantes preliminares, una vez acostumbrado a los hermosos campos, las bellas cabalgadas, las guerras coloristas o los muy suntuosos interiores. Como todos sabemos, el lenguaje cinematogr¨¢fico no tiene m¨¢s que un tiempo: el presente, no es capaz de traer la historia hasta nosotros, no nos hace part¨ªcipe de ella salvo cuando a medida que se acerca a lo documental, se aleja en la misma proporci¨®n del espect¨¢culo. Quiz¨¢s por ello en Barry Lyndon se haya buscado una estructura dram¨¢tica lineal, de escenas engarzadas por la aventura del protagonista que el texto del autor nos va narrando. Esta t¨¦cnica, sin embargo, que tiene m¨¢s que ver con la descripci¨®n que con la narraci¨®n y, en definitiva, con las artes pl¨¢sticas, se evidencia aqu¨ª no demasiado eficaz para el p¨²blico, a pesar de los medios id¨®neos con que se lleva a cabo. Se dir¨ªa que las consideraciones morales que del relato se desprenden, van referidas al siglo en s¨ª antes que a sus protagonistas, a Barry Lyndon, cuya peripecia ¨ªntima nos explica m¨¢s la voz de off que las puras im¨¢genes de su aventura, excepci¨®n hecha de su amor por la madre, que al final, repetido en el hijastro, vendr¨¢ a resultar motor fundamental de su ca¨ªda definitiva. El personaje as¨ª, impulsado por su af¨¢n de medrar, si no nos llega a interesar por su destino o la vaga cr¨ªtica a las clases poderosas, nos muestra a su pase una serie de cuadros de ¨¦poca que alcanzan rara perfecci¨®n preciosista. Desde su vida de soldado, hasta el duelo final, su m¨¢s dram¨¢tico momento; de las mesas de juego a los duelos numerosos que jalonan la historia o los inolvidables interiores donde el arte de John Alcott llega a alcanzar protagonismo absoluto con su fotograf¨ªa, Ryan O'Neal y un reparto exacto en el f¨ªsico o en la psicolog¨ªa, componen, como la m¨²sica o la luz de los candelabros, un retablo de gran categor¨ªa a trav¨¦s de Alemania, Irlanda o Inglaterra. As¨ª este ¨²ltimo filme de Stanley Kubrick, m¨¢s que hablarnos en profundidad de la condici¨®n humana, nos presenta su entorno. Es un producto de gran calidad, como los nombres que lo avalan y amparan, desde Gainsbourough y Reynolds a Bach, Haendel, Vivaldi o Mozart. Como las grandes obras arquitect¨®nicas, se trata de un empe?o colectivo, lejos de riesgos y pol¨¦micas. No viene a juzgar nada, nos muestra vagamente el perfil de un siglo a trav¨¦s de un esquema de belleza del que se ha borrado, incluso, la habitual carga er¨®tica. Es como una bella exposici¨®n de arte o quiz¨¢s mejor, una excelente enciclopedia. Lo malo es que, como tampoco nadie ignora, el cine no es pintura animada de la vida y las enciclopedias por muy art¨ªsticas que sean, ilustran, pero no apasionan, ense?an, pero no cuentan. Le¨ªdas a lo largo de tres horas, con otro af¨¢n que no sea el did¨¢ctico, aburren, cansan y, en definitiva, resultan a la postre como este filme, demasiado largas, cuando no inoperantes.
Barry Lyndon
Gui¨®n y direcci¨®n: Stanley Kubrick.Fotografia: John A Icott. Int¨¦rpretes: Ryan O'Neal, Marisa Berenson, Patrice Magee, Hardy Kruger, Diana Koerner, Gay Hamilton. EEUU. Aventuras. Color. 1975. Local de estreno: Cine Paz.
Babelia
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