Sobre la representabilidad del teatro
Hemos asistido recientemente, en un teatro madrile?o, a una representaci¨®n de Julio C¨¦sar, de Shakespeare, que la cr¨ªtica ha calificado, creo que con unanimidad, de penosa y devastadora para con el texto po¨¦tico. Realmente lo que all¨ª se nos ofrec¨ªa estaba de tal modo manipulado y deformado que m¨¢s parec¨ªa una lecci¨®n elemental y bastante tosca de los principios de cierto concepto de la historia que la puesta en escena de una obra dram¨¢tica. Pero aparte los horrores de esta concreta versi¨®n y su puesta en escena, creo que podr¨ªamos plantearnos una pregunta que a algunos puede parecer perogrullesca. ?Se puede representar un texto dram¨¢tico? ?Se puede representar lo que habitualmente entendemos por teatro? Vamos a permitirnos hacer, en torno a esa pregunta, algunas consideraciones.Cuando se conoce y se gusta de una obra dram¨¢tica, ?qu¨¦ nos aporta verla representada en un escenario? La representaci¨®n de un texto dram¨¢tico dif¨ªcilmente puede llegar a ser tan sugerente y tan rica como lo es su lectura. Leer supone poner de nuestra parte un elemento imaginativo que es incompatible con la actitud necesariamente pasiva que nos asignamos como espectadores. La simple presencia de un actor en un escenario aplasta nuestra imaginaci¨®n y, al mismo tiempo, inevitablemente trivializa, concret¨¢ndolo, al personaje dram¨¢tico. Al representarlo es el actor quien asume su existencia, su angustia, su melancol¨ªa; en cambio, al leer directamente el texto, soy yo mismo el que doy carne y hueso a ese personaje dram¨¢tico. Como dir¨ªa un escritor rom¨¢ntico, nosotros somos Hamlet. Como tambi¨¦n somos Segismundo, o don Juan, o El Quijote; somos el personaje en cuya alma nos sumergimos, con cuyo drama nos apasionamos sinti¨¦ndonos tambi¨¦n protagonistas. Podemos de hecho, identificarnos y sentirnos en cualquier personaje dram¨¢tico pero nunca en su ?representante?.
?Lo que de Hamlet pueden transcribir el rostro y el gesto es tan exiguo como lo que la faz del mar revela de sus arcanos abisales...? dec¨ªa Ortega. Y es que Hamlet no tiene cuerpo, ni tampoco tiene voz Si hay en el mundo muchas cosas que es necesario verlas para creerlas, con los personajes dram¨¢ticos nos pasa lo contrario, que dejamos de creer en ellos cuando los vemos.
S¨®lo la plasticidad de una obra justificar¨ªa su representaci¨®n. Pero no recuerdo ninguna obra dram¨¢tica cuya escenificaci¨®n pueda ser superior al propio texto que escenifica. No lo recuerdo ni pienso que pueda existir. Hamlet es un texto, como lo es Julio C¨¦sar, como lo es La Celestina o El Quijote. Llevar a un escenario existente, materializarlos esos textos implica cambiar lo que de mejor hay en ellos de poes¨ªa por una m¨¢s o menos correcta narraci¨®n de su contenido, a veces tan s¨®lo de su argumento. Algunas obras, sin duda, ganar¨¢n con su representaci¨®n: la habilidad o el arte de director y autores pueden contribuir a darle al texto cualidades o significaciones que por s¨ª mismo no posee, o a superar alguno de sus fallos. Pero cuanto m¨¢s profundamente humano, sea un drama, m¨¢s ricos y con caracteres, tanto m¨¢s perder¨¢n al ser representados. No se trata de ver, o que te cuenten, c¨®mo es la angustia de Hamlet; se trata de sentirla. Un actor en escena, por bien que haga su papel, nunca podr¨¢ hacernos sentir el c¨²mulo de emociones que el texto despierta en nosotros cuando, con la sola ayuda de nuestra imaginaci¨®n y nuestra sensibilidad, lo afrontamos. Podremos detenernos en el pasaje que m¨¢s nos impresione, volver atr¨¢s o ir m¨¢s deprisa, al ritmo que nos exija en ese momento nuestro ¨¢nimo. Y no tendremos necesidad de salir de nuestras casas, pagar una entrada, sentarnos en inc¨®modas butacas, rodeados de gente desconocida con las luces apagadas.
Pero hay otro aspecto en las representaciones teatrales que puede llevarnos no s¨®lo a no gustar, sino incluso a aborrecer el teatro. Charles Lamb escrib¨ªa que despu¨¦s de haber visto y o¨ªdo varias veces a malos actores en un escenario recitando el famoso mon¨®logo de Hamlet fue incapaz ya toda su vida de volver a leerlo, no pudo borrar de su mente la voz y el gesto de aquellos actores que se hab¨ªan irremediablemente interpuesto entre ¨¦l y Hamlet. Algo parecido puede sucederle a quien tenga la ocurrencia, conozca o no la obra, de ir a ver esa representaci¨®n de Julio C¨¦sar a que alud¨ª al principio. Yo, que tuve semejante ocurrencia, me sal¨ª de la sala a los pocos minutos de comenzada la obra. Sab¨ªa que en caso de continuar all¨ª un poco m¨¢s iba a empezar a aborrecer no s¨®lo la obra, sino tambi¨¦n a Shakespeare y al teatro.
Nada tiene de extra?o que, seg¨²n cuentan, Ibsen no fuese nunca en su madurez al teatro, ni siquiera a ver sus propias obras. Tal vez pensase como Sartre, que los personajes dram¨¢ticos no hay que realizarlos, sino muy al contrario, irrealizarlos en la mente y la imaginaci¨®n del lector. Desde que se invent¨® lo -que Valle-Inci¨¢n llamaba" ?el arte funesto de la imprenta?, parece que s¨®lo tiene sentido que vayan al teatro los analfabetos en sus diversos grados; suficientes son, por otra parte, para llenar muchos locales.
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