La llegada del errabundo
Contaba Stuart Mill en su autobiograf¨ªa (la cita proviene de Borges y Bioy) que su padre sol¨ªa hacerle reflexionar acerca de un ser capaz de inventar el infierno. La epopeya de un ser tal es lo que se nos ofrece en la historia de Melmoth, el errabundo. En este fresco impresionante vemos desarrollar se el imperio del mal tal como los hombres se complacen en instaurarlo sobre sus mismos cuerpos. Las miserias cotidianas, la intolerancia, la maquinaria infernal de las instituciones, las trampas morales, todo se engarza por conformar el monstruo central de la tragedia. Y, frente a ella, como un espejo cuasi inmutable, se yergue el personaje maldito cuyo diab¨®lico pacto consiste en la aceptaci¨®n radical de la lucidez. Melmoth, el caballero que vendi¨® su alma a cambio de un conocimiento fatal, es ya aquel que ha renunciado a toda redenci¨®n, el esc¨¦ptico absoluto que cometi¨® el error de mirar cara a cara el motor negativo del mundo. Y as¨ª deambula eternamente, ?como un espectador hastiado e indiferente que vaga entre las butacas de un inmenso teatro?, sin poder ofrecer otra cosa que desenga?o, ni poder descansar su herencia en otro, pues nadie hay dispuesto a ?mirar tan claro?. Tan s¨®lo una vez, en un episodio que revela amplias nostalgias rousseaunianas, su esp¨ªritu flaquea frente al inveros¨ªmil candor de Immalee y, con el desesperado af¨¢n de quien sabe que todo est¨¢ perdido, efect¨²a su postrer envite por la esperanza en el viejo anhelo de hermanar cielo e infierno. Todo en vano; aquel que acept¨® el reto del Enemigo se precipita hacia su ocaso ineludible, en un final digno de las mejores p¨¢ginas de Lovecraft.El autor de esta rara joya es deudor del sospechoso privilegio de haber sido amado tan solo por los grandes, mientras que la historia de la literatura lo sit¨²a en un g¨¦nero esencialmente amigo, anta?o, de las multitudes: la novela g¨®tica. Charles Robert Maturin, irland¨¦s como Swift y Sterne, comparte con ¨¦stos su condici¨®n de cl¨¦rigo, una muy amarga visi¨®n del mundo y el esp¨ªritu pronto a zaherir por igual a papistas y puritanos, as¨ª como a cualquier otro v¨¢stago de Tartufo. Al Yorick, que relat¨® las aventuras acerca, a¨²n m¨¢s, ese amor repartido entre Shakespeare y Cervantes. Mas hay un punto que lo separa radicalmente de sus ilustres compatriotas del equilibrio del viejo mundo. Anida en ¨¦l un ¨ªmpetu apasionado, fruto del arrebato rom¨¢ntico, que le lleva a vivir su papel de Melmoth, demostrando tal impudicia respecto al ¨¦nfasis puesto en la herida que el mundo le abre, que Sterne y Swift habr¨ªan esbozado una sonrisa ante ese esp¨ªritu moderno que, en muchos esp¨ªritu moderno que, en muctios momentos, parece haber olvidado el papel distanciador de la iron¨ªa. En cuanto a la inclusi¨®n de Melmoth dentro del g¨¦nero g¨®tico, ello s¨®lo es posible si forzamos un tanto los t¨¦rminos. G¨®ticos son, en efecto, escenario y atrezo, pero existe en ¨¦l una intenci¨®n que sobrepasa ampliamente a los espectros de guardarrop¨ªa de sus colegas. Aun cuando sea dudosa su vocaci¨®n eclesi¨¢stica, es incuestionable la pasi¨®n con que Maturin se ve comprometido en el problema del mal. Esa profunda sinceridad, esa capacidad de automaravillarse que Lovecraft destaca en la obra nos recuerdan, a menudo, el esp¨ªritu visionario de Blake -y no s¨®lo en el episodio de Imalee, apuntado por Breton-, aunque se trate, m¨¢s bien aqu¨ª, de un misticismo profundamente pesimista, en ciertos momentos vecino a Sade, sobre todo en las confesiones del monje hacedor de falsos milagros del parricida. Incluso lo que de ?naturalismo? pueda tener la novela se presenta bajo un signo diametralmente opuesto al caso de Broken o la se?ora Radcliffe. En ¨¦stos, todo se desarrolla en medio de truculentas artima?as de oficio que se resuelven, a la postre, en explicaciones burdamente realistas que permitan dormir tranquilos a los lectores ¨¢vidos de emociones fuertes, siempre que ¨¦stas no dificulten ni el sue?o ni las digestiones. Sin embargo, en Melmoth todos hechos que se narran son, en buena medida, perfectamente veros¨ªmiles y es, precisamente, en el paroxismo de lo cre¨ªble donde anida ese terror que hace que quien se acerque a ¨¦l, imprudente, no ser¨¢ nunca m¨¢s el mismo. Lo que de sobrenatural hay en la novela de Maturin flota como un h¨¢lito sobre esa descripci¨®n del mundo que revela la fatalidad de su destino, al modo como las haza?as de los hombres se convierten en mitos merced a una lectura que, lejos de desvirtuarlas, profundiza su comprensi¨®n. En relaci¨®n a la trama del relato es, sin duda, evidente la deuda que guarda, respecto del Monje de M. G. Lewis, aparecido en 1796, y del Diablo enamorado de Cazotte, cuya versi¨®n inglesa de 1791 no pod¨ªa ignorar. La estructura del libro, a base de historias que se enlazan unas dentro de otras, como en una caja china, por medio de narradores que son, a su vez, personajes de una narraci¨®n m¨¢s amplia, nos obliga de inmediato a pensar en Potocki y no resultar¨ªa del todo descabellado suponer que Maturin conociera la edici¨®n parisiense del Manuscrito encontrado en Zaragoza publicada en 1813-1814.
Melmoth, el errabundo
Ch. R. Maturin. Alfaguara -Nostromo Ediciones. Madrid 1976. 589 p¨¢ginas.
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